Domingo, 19 de febrero de 2006 | Hoy
RESCATES
La publicación de Nietzsche, filósofo dionisíaco hace su aporte al rescate de la obra de Martínez Estrada. En este caso, el ensayista se enfrentó al espejo de un pensador tan tortuoso como liberador.
Por Osvaldo Aguirre
Nietzsche, filósofo dionisíaco
Ezequiel Martínez Estrada
Caja negra
124 páginas.
Un objeto de estudio inconveniente, incluso reprobable, y un ensayista que había producido los textos centrales de su obra contra la indiferencia y la descalificación de la crítica. Nietzsche, filósofo dionisíaco, publicado por primera vez en 1947, reimpreso en 1958 y luego olvidado junto a su autor, pone en escena ese encuentro. El nombre de Nietzsche estaba asociado al totalitarismo nazi, como inspirador de su ideario; el desafío de Martínez Estrada consistió en rescatarlo de esa y otras reducciones que padecía para desplegarlo en su complejidad.
Se trata de volver sobre un pensamiento mal interpretado y que en lo esencial no se ha revelado. Es que la obra nietzscheana requiere de la paciencia del filólogo, ese “maestro de la lectura lenta”. Martínez Estrada comienza por rastrear los episodios de formación, no por interés anecdótico sino para situar determinaciones fundantes. Desde allí traza su propia carta de lectura. Nietzsche, dice, es un heredero de Lutero y Erasmo, y a la vez un poeta místico, en la constelación de Novalis y Hölderlin. Sus revueltas contra Wagner y Schopenhauer son la profesión de fe de un iconoclasta, que reafirma el sentido de aquello que destruye; en particular, retoma del segundo la concepción de la música como un lenguaje de mayor eficacia que el verbal. Más allá de las apariencias, en el filósofo subyace un espíritu religioso que se afirma en el revés de los embates contra la fe y la moral cristiana y sobre todo en su concepción del pensar, que exige la actitud de resignación y sacrificio del mártir.
Si la obra de Nietzsche estaba entonces marginada de la academia, como una especie de destino exótico en las rutas de la filosofía, Martínez Estrada encuentra en ella los anticipos, incluso los mejores desarrollos, de postulaciones del siglo XX. Y del psicoanálisis. “Es el primer pensador –apunta– que se plantea la cultura como problema; la cultura como verdadera historia del hombre.” Desde esa perspectiva, propone, debe ser comprendida tanto su escala de valores, fundada en la belleza y no en el saber, como el recurso a la poesía y la música. Su misión es la de “ser un vikingo”: un guerrero incansable, un explorador que descubre que se llega a la verdad por elementos extraños a la verdad. Martínez Estrada concibe esa figura a partir de lo que más admira en el filósofo: su decisión de no mentirse, de llegar hasta las últimas consecuencias, incluso de enloquecer por amor a la razón.
El interés del ensayista surge asimismo de debatir cuestiones que siente como propias y de la modernidad. La actualidad de Nietzsche tiene que ver para él con su visión de los problemas de la técnica, la mecanización de la vida y la transformación del hombre bajo el dominio del confort y del terror. En ese punto formula a la vez su crítica central. Los verdaderos enemigos de la cultura y del goce de vivir están en “la maquinaria del poder político”, que Nietzsche no tuvo en cuenta y que él retoma desde otras lecturas, entre otras la de Marx. El progreso significa la conversión de los valores de conciencia en valores de mercado; es el desarrollo capitalista, no la filosofía ni la religión, sostiene, lo que ha corrompido al mundo. Vivimos en una época en que el vivir seguro desplaza al saber y la información a la cultura. El diagnóstico de la descomposición moral de Europa que hizo Nietzsche era correcto; su límite fue no tomar en cuenta “sino los factores éticos, religiosos y gnoseológicos, cuando la causa de los males está en haber puesto al hombre al servicio de las organizaciones tecnocráticas”. También objeta su visión del cristianismo: Nietzsche asimila el cristianismo primitivo con la política de la Iglesia romana y desconoce el “cristianismo popular” de Kierkegaard o Dostoievski, una prolongación de la fuerza dionisíaca. Martínez Estrada hace esa crítica corriéndose de los lugares comunes sobre el filósofo y sobre todo rescatando lo que su obra tiene para decir y que permanece replegado por las lecturas cristalizadas. La idea de superhombre, en la que se vio una prefiguración del racismo nazi, tuvo en su opinión un peso relativo en la obra y otro significado, distinto que el usualmente entendido. Su propósito es despejar esta y otras nociones frente a “los declamadores contra el totalitarismo”, que en realidad sirven a aquello que dicen combatir.
En el prólogo, Christian Ferrer dice que este libro es un autorretrato del autor. Al escribir sobre sus lecturas, Martínez Estrada hablaría sobre sí mismo. También él se percibía blasfemo respecto de los símbolos y creencias argentinas, y “sus temperamentos intelectuales eran asimilables”. Hay otro punto en común: lo que cada uno pone en juego en la escritura. Tan importantes como el sistema filosófico del maestro son “las virtudes paganas” de su prosa –su concisión, su elegancia, su potencia– y el estilo configurado como cifra de un pathos. En su ejemplar de Así hablaba Zaratustra, Martínez Estrada tenía subrayada una frase: “De todo lo escrito no me gusta más que lo que uno escribe con su sangre”. Quizá porque reconocía allí una síntesis de su propia práctica.
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