NOTA DE TAPA
› Por Rodrigo Fresán
Pensar en la obra de Enrique Vila-Matas como en la tan paciente como inexorable construcción de una casa. Una casa para siempre, y por siempre en obra. De esa casa que es toda literatura –propia y privada y única–, pero no por eso con puertas y ventanas cerradas a los que a ella se acercan con ánimo de visitarla o de quedarse a vivir allí.
Así, los diferentes libros de Vila-Matas –los pasillos, los salones, las escaleras, las habitaciones, los jardines y los sótanos y áticos– son ambientes generosos que invitan a ser leídos, a habitarlos, a perderse al otro lado de esa puerta para, de pronto, encontrarse invariablemente junto a una biblioteca que es el centro, el Alfa y el Omega, el Big Bang y el The End.
Así, la definición de Vila-Matas sólo puede alcanzarse a partir de la lectura de sus libros. Los libros que Vila-Matas lee, los libros que Vila-Matas escribe, los libros que Vila-Matas escribe leyendo libros y los libros que Vila-Matas lee escribiendo libros. Definirse fuera de ellos, alejarse de los estantes donde ellos y él habitan, es algo que incomoda a Vila-Matas: “Tengo una gran confusión. Casi prefiero que me vayan definiendo los demás. Hasta no hace mucho yo creía que escribir equivalía a empezar a conocerse a sí mismo; pero a medida que va pasando el tiempo me he ido creando tantos personajes e historias que yo siento de verdad, aunque sean falsas, que ahora me doy cuenta de que nunca sabré quién soy por culpa de escribir”.
Tal vez por eso, casi desde la primera palabra, Vila-Matas vive escribiendo y se recuerda siempre escribiendo mientras no deja de escribir. Y de ahí que el ya célebre contestador telefónico barcelonés de Vila-Matas con voz de Vila-Matas siempre te atienda diciendo y advirtiendo que él es un “contestador permanentemente conectado”, casi como excusando y definiendo al escritor también permanentemente conectado que teclea al otro lado del aparato. Dejar de hacerlo –dejar de escribir, desconectarse– equivaldría para Vila-Matas a confundirse, a perderse, a deteriorarse como esas casas a oscuras donde no vive nadie y que lo único que hacen es ocupar unos metros muertos de un mapa amarillo por el tiempo.
Tal vez por eso, hace mucho que Vila-Matas se fue a vivir a la casa de sus libros para poder vivir. Y –nada es casual– tal vez por eso los libros de este escritor están llenos de escritores y de libros y de microscópicas y telescópicas descripciones del acto de escribir que no funcionan como epifanías sino como algo diferente y propio e inconfundible: como algo a lo que se accede cuando ya no hay epifanía posible y que probablemente –un segundo abreviado y portátil y para siempre– sea aquello que experimentan las epifanías cuando, por fin, deciden ellas mismas tener una epifanía para ver y saber de qué se trata todo eso.
Vila-Matas es consumado teórico y práctico de una de esas literaturas cuyo tema es y no puede ser otro que la literatura. No hace mucho, le pregunté por esto, por esta fijación irrenunciable, a Vila-Matas. Y Vila-Matas me respondió: “De acuerdo: en todos mis libros hay escritores y hay libros. Podría escribir un libro donde no hubiera un escritor, o alguien que quiere ser escritor, o variantes de la forma de lo que es un escritor; pero no estoy del todo seguro de que me divertiría haciéndolo. Es como si para mí la figura del escritor fuera el recipiente perfecto, el frasco que contiene toda mi visión de la vida y el sentido de las cosas. Ese es mi tema, todos mis temas. El modo en que la literatura aparece en todas partes. Y está claro que soy un lector que escribe: para mí es normal sentarme a leer antes de sentarme a escribir. Leo como forma de calentamiento. A los escritores suelen preguntarles si, obligados a elegir, renunciarían a escribir o a leer. La mayoría contesta con seguridad que preferirían no volver a escribir. Yo no estoy tan seguro. A mí me gusta muchísimo escribir y en cuanto a los grandes libros que aún no he leído, voy a decirte la verdad: si quiero, puedo imaginármelos todos; perdona la arrogancia, pero es que soy capaz de cualquier cosa con tal de que nadie me quite la posibilidad de levantarme por las mañanas y escribir. A este respecto suelo repetir una frase, y aclaro que la digo sin vanidad alguna. Es una frase muy ambigua, pero que, espero, se entienda como yo la entiendo: nadie escribe como yo. En realidad, trato de hablar lo menos posible sobre lo que soy y lo que siento. No me resulta fácil decirlo. Me resulta más sencillo ponerlo por escrito”.
Es entonces cuando –no creo que exista un elogio más grande para un escritor– se comprende por qué leer a Vila-Matas provoca, automáticamente y casi en el acto, tantas ganas de escribir.
A continuación, Vila-Matas traza –“por primera vez, nunca lo había hecho”, me dijo cuando se lo propuse– un plano de la casa que ha venido construyendo hasta el día de hoy apilando palabra sobre palabra, libro sobre libro. Vila-Matas revisita y ordena y se convierte en el guía de sí mismo proponiendo aquí el tránsito abreviado de una literatura portátil, pero no por eso menos firme y contundente. Una obra que ha ido invadiendo y venciendo toda resistencia de las otras habitaciones, de baños y de cocinas y de vestíbulos, para la felicidad de nosotros, sus lectores.
Pronto seremos más felices todavía.
Pronto toda la casa de Vila-Matas –esta otra casa tomada– será sólo biblioteca.
Nadie escribe como él.
Mujer en el espejo contemplando el paisaje (Tusquets, 1973) “Breve novela escrita cuando era soldado español colonialista –servicio militar obligatorio– en el norte de Africa. La escribí por las tardes en la trastienda de un colmado del regimiento de artillería, sin ánimo de publicarla, sólo por no perder el tiempo. Mi sorpresa fue que, a mi regreso a Barcelona, Beatriz de Moura la leyó y me propuso que la publicara en Tusquets. ¿Qué era Mujer en el espejo? Que yo sepa, esa novela, que es una sola frase ininterrumpida, sólo la leyó Héctor Bianciotti, que me dijo que era ‘un ejercicio de estilo’”.
La asesina ilustrada (Tusquets, 1977, reedición en Lengua de Trapo, 1996 y en Lumen, 2005) “Breve novela escrita en la buhardilla que me alquiló Marguerite Duras en París. En mi reciente libro, París no se acaba nunca, cuento cómo la escribí. Se trata de un librito que pretende asesinar a todo aquel que lo lee. Un libro bien educado, amable y de muy buen gusto”.
Al sur de los párpados (Fundamentos, 1980) “En el largo invierno de 1978 me dediqué a contar, ya instalado en mi casa de la Travesía del Mal de Barcelona, la historia del aprendizaje de un escritor. Aunque la novela es pedante e insoportable, me fue muy útil trabajar en ella porque aprendí precisamente aquello que aprendía mi escritor, es decir, que aprendí a escribir. Hace años que ando prohibiendo que alguien la lea”.
Nunca voy al cine (Laertes, 1982) “Cuentos breves y libro también breve, escrito entre Mallorca y Barcelona, con la idea más bien ingenua de averiguar cuáles eran los temas que me preocupaban como autor literario. El título del libro acabó condicionando mi vida entera, ya que desde entonces, por temor a ser descubierto, nunca voy al cine en los lugares donde me conocen. A veces me paso años sin ver una película”.
Impostura (Anagrama, 1984) “Buena historia basada en hechos reales que sucedieron en Italia y que yo trasladé a Barcelona, historia algo desaprovechada por mi impericia juvenil. De cómo un pobre ladrón de tumbas se hace pasar por un escritor desaparecido, con el visto bueno de la viuda. Desde entonces, el misterio de nuestra verdadera identidad personal es uno de mis temas preferidos, según los críticos”.
Historia abreviada de la literatura portátil (Anagrama, 1985) “Intento (prematuro para la España de aquellos días en los que la literatura era más apelmazadamente realista que nunca) de mezclar ensayo y ficción radical. En el periódico El País fue liquidada con unas palabras demoledoras: ‘Se nota que el autor veranea en Cadaqués’. Hoy en día, Marcel Duchamp y sus máquinas solteras son algo más conocidos en los medios culturales españoles y a veces, en las novelas de ese país, hasta encontramos personajes de la vida real protagonizando ficciones”.
Una casa para siempre (Anagrama, 1986) “Novela y libro de relatos a la vez, este libro cuenta el drama de un ventrílocuo que tiene voz propia, esa virtud que es tan buscada y apreciada por muchos escritores y que, por razones obvias, para el ventrílocuo es un verdadero contratiempo. Detrás de todo ese libro se encontraba la constante preocupación –por primera vez en mi vida– en torno de la estructura que requería la construcción de toda novela. Fue vapuleada por dos insignes y olvidables críticos españoles. Uno de ellos llegó a decir que no debería ni haberla publicado. Al cabo de unos meses, fue el único libro español, junto a otro de Javier Marías, seleccionado en Francia como uno de los mejores que se habían traducido al francés aquel año. Eso me decidió a aplicarme a mí mismo la ley de extranjería y dejé de ser un escritor español”.
Suicidios ejemplares (Anagrama, 1991) “Libro unitario de relatos en torno del tema del suicidio. Precedente claro de Bartleby y compañía en cuanto a narrar historias de personas que se retiran de una actividad. Lo escribí para indagar cuáles eran mis relaciones con la vida y con la muerte, sobre todo con esta última, puesto que desde la ventana de mi sexto piso se ofrecía fácil la posibilidad del vuelo. Recuerdo que mientras trazaba las historias de ese conjunto de relatos, teniendo en cuenta que me identifico siempre con los personajes del libro que ando en aquel momento escribiendo, sentía un cierto temor a probar mis alas y matarme”.
El viajero más lento (Anagrama, 1992) “Primero de mis libros de ensayos literarios. Contiene hazañas como mi falsa entrevista a Marlon Brando y modestas osadías como una entrevista verdadera con Salvador Dalí, que siempre (a pesar de las fotografías que lo demuestran) ha sido injustamente considerada como falsa. Para mí, leer hoy en día alguna de las páginas de ese libro es comprobar que, en efecto, como diría Lichtenberg, yo entonces me movía tan despacio como un minutero entre una multitud de segunderos”.
Hijos sin hijos (Anagrama, 1993) “En la línea de los personajes suicidas de mi anterior libro de cuentos, los héroes de este nuevo conjunto de relatos eran hijos sin hijos, es decir, personas de las que puede hoy en día seguir diciéndose de ellas que no desean descendencia alguna, seres a los que su propia naturaleza aleja de la sociedad y que, en contra de lo que pueda pensarse, no necesitan ninguna ayuda, pues si quieren seguir siendo de verdad sólo pueden alimentarse de sí mismos. Son seres que parecen sintonizar con lo que escribiera Kafka en su Diario, agosto de 1914: ‘Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar’”.
El traje de los domingos (Huerga y Fierro, 1995) “Segunda colección de artículos y ensayos, en este libro hay algunas páginas en las que puede apreciarse hasta qué punto era un escritor de disciplina shandy, un acendrado crítico literario, un prologuista de almas amigas y un columnista dominical desesperado”.
Lejos de Veracruz (Anagrama, 1995) “De cómo bajo la luna exagerada de Veracruz me encontré con Rosita Boom Boom Romero, que ordenó matar a mi hermano, y de cómo confundí al asesino con Dios y de cómo Sergio Pitol me ayudó a salir del enredo. México visto como una metáfora personal de la fiesta y de la desesperación”.
Extraña forma de vida (Anagrama, 1997) “Encontré el título del libro en el aeropuerto de Lisboa al ver un disco con un fado de Amalia Rodriguez que se llamaba Estranha forma de vida. Me enamoró no exactamente el título sino la belleza de Amalia. Y en mi ciudad encontré la historia que iba a contar: la de un barcelonés dividido entre dos amores y entre dos actividades parecidas, la de escritor y la de espía. Recuerdo que, escribiendo ese libro, acabé transformándome en una especie de Fernando Pessoa del barrio de Gràcia de Barcelona. Escribir o la única forma interesante de estar en el mundo, extraña forma de vida”.
Para acabar con los números redondos (Pretextos, 1997) “Contra la manía de los suplementos literarios de celebrar con cifras redondas los aniversarios de escritores que son generalmente mediocridades y que de pronto ocupan el espacio que debería estar destinado a los escritores que están vivos y enfrascados en la aventura de una obra peligrosa que no merece la atención suficiente o a los que, estando muertos, demuestran estar muy vivos al resistirse a cumplir años”.
El viaje vertical (Anagrama, 1999) “Mi primer viaje a la isla de Madeira en 1998 fue iniciático y deslumbrante. Asistí impávido a una serie de conferencias en portugués en torno de la existencia de la Atlántida. Poesía pura. A lo que habría que añadir que, por problemas con el idioma, entendía sólo la mitad de lo que decían y la otra mitad la imaginaba. Los conferenciantes de Azores, Madeira, Lisboa y Cabo Verde manipulaban mapas sin cesar y hablaban de las islas encantadas con un encanto inigualable. Al llegar a Barcelona, imaginé que el viaje lo había hecho mi padre, nacionalista catalán que en Madeira se interesaba no por la Atlántida sino por saber si había movimientos políticos independentistas en la isla. ¿Hay mayor soledad e independencia que la del gran continente desaparecido?”
Bartleby y compañía (Anagrama, 2000) “Contrariamente a lo que se cree, no hablo exactamente en este libro de escritores que dejaron de escribir sino de personas que viven y luego dejan de hacerlo. De fondo, eso sí, el gran enigma de la escritura que parece estar diciéndonos que en la literatura una voz dice que la vida no tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido”.
Desde la ciudad nerviosa (Alfaguara, 2000) “Libro que nació de la tentación de inventarme una Teoría de la Narrativa para ensamblar Bartleby y compañía con El mal de Montano, que iba a ser mi siguiente libro. Y junto a esa tentación, primeros indicios de una búsqueda de conferencias atípicas en las que la norma habitual sería la mezcla de ensayo, ficción, autobiografía y el género del viaje interior. Al final, lo único que inventé fue ese libro sobre la ciudad nerviosa de Barcelona. Se hace teoría al andar. O como decía Robbe-Grillet: ‘En realidad, cada novela mía constituye su propia teoría y en un cierto sentido la destruye’”.
El mal de Montano (Anagrama, 2002) “El itinerario de un moderno Don Quijote, lanza en ristre contra los abundantes enemigos de la literatura. La historia de una bella fuga mínima, llena de desvíos que llevan al abismo y al vértigo de la escritura y la vida. Un intento más de huir de lo establecido para tratar de crear la belleza extraña de un estilo y decir cosas distintas”.
París no se acaba nunca (Anagrama, 2003) “Aparentemente, la revisión irónica de los dos años de mi juventud que pasé en París tratando de repetir la experiencia de vida bohemia y literaria del Hemingway de París era una fiesta. En realidad, un intento de darles a mis lectores alguna noticia verdadera sobre mí. Pero todo esto disfrazado bajo la idea de que el libro es un fragmento de la novela de mi vida en el que todo es verdad porque todo está inventado, pues a fin de cuentas un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles”.
Aunque no entendamos nada (J. C. Sáez Editor, 2003) “Quinta colección de artículos y ensayos literarios, en este caso con destino únicamente a las librerías chilenas y la librería La Central de Barcelona. El texto inicial, el que da título al libro, está siendo en la actualidad desguazado y reciclado para la novela que escribo en estos momentos sobre el tema general de la desaparición. En la parte final se incluyen dos textos que aprecio especialmente, lo que espero que los preserve de ser desguazados en un futuro: las palabras dedicadas a Bolaño en la hora de su muerte (Un plato fuerte de la China destruida) y las de aceptación del premio Rómulo Gallegos (Discurso de Caracas)”.
El viento ligero en Parma (Editorial Sexto 2005) “Libro publicado en México. Contiene artículos y ensayos literarios sobre Gombrowicz, Silvina Ocampo, Roberto Bolaño, Borges, Robert Walser, Sergio Pitol, entre otros. El último artículo de este libro recoge el texto Breve autobiografía literaria que aquí rescato y aumento para su publicación en este suplemento”.
Doctor Pasavento (Anagrama 2005) “Un narrador español, que está interesado por la desaparición del sujeto moderno y estudia a fondo la historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot, ve cómo un desconocido lo suplanta ante un taxista en la estación de tren de Santa Justa de Sevilla. Aunque sorprendido, decide aprovechar la circunstancia para no acudir a la Cartuja, donde lo esperaban para un acto cultural con Bernardo Atxaga esa noche. Desaparece en Sevilla con la idea de permanecer oculto como mínimo once días, como hiciera en su momento Agatha Christie, que fue buscada por medio mundo. Espera que, como a la escritora inglesa, lo busquen; pero empieza pronto a sospechar que nadie va a echarlo en falta, que a nadie le interesa la suerte que corra su existencia. Comienza entonces la fuga sin fin del escritor desaparecido. He oído decir que mi última novela es excesivamente larga, pero es el tempo lento que deseaba para ella. La novela habla de la desaparición del sujeto en Occidente y del afán de ese sujeto por reaparecer. Creo que esto no es algo que se pueda liquidar en cuatro folios y que más bien requiere un crepúsculo largo. El eje central de ese crepúsculo es la figura de Robert Walser, mi héroe moral desde hace décadas. Admiro de este escritor suizo –precedente obvio de Kafka– la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiro de él también su extraña decisión de querer ser como todo el mundo, cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiro y envidio esa caligrafía suya que, en el último período de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se fue haciendo cada vez más pequeña hasta llevarlo a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba ‘más cerca de la desaparición, del eclipse’. Admiro y envidio su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio. En realidad, todo el mundo cree que Doctor Pasavento habla del tema de la desaparición y de la soledad. Es una interpretación aceptable del libro, pero yo diría que de lo que realmente habla mi última novela es de la dificultad de no ser nadie. Al ciclo Bartleby-Montano-Pasavento lo ha bautizado mi editor Jorge Herralde como La Catedral Metaliteraria. Creo que está bien pensado ese título general. Es más, me gustaría que en el futuro pudieran leerse esas tres novelas en un solo tomo, que hablaran de ellas diciendo las del ciclo catedralicio...”
(Continuará...) Para mi próximo libro está ya pactado con mi alma que seré algo más breve, de eso no me cabe ninguna duda, y es que hasta las circunstancias me obligan a ello... No puedo decirle mucho más, se trata de un proyecto ultrasecreto... Sobre ese proyecto ultrasecreto: a finales del diciembre pasado, recibí en Barcelona una llamada telefónica desde París. Una artista a la que no conocía personalmente y que en el universo del arte es mundialmente famosa, me hizo un encargo escalofriante, que acepté trastornado. Es algo secreto y peligroso y que yo diría que va más allá de las relaciones entre vida y literatura. En eso estoy. Inmerso en un encargo que sorprenderá si logro llevarlo a buen puerto antes de mayo del año que viene. ¿Por qué en mayo? También esta pregunta exige mi silencio. Todo en el nuevo proyecto es secreto. ¡Ah! Y fascinante.
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