NOTA DE TAPA
El británico Alan Hollinghurst ganó el premio Booker con La línea de la belleza, un imponente retrato de la Inglaterra thatcherista que, a la vez, remite a la obra de Henry James y su magnífico estilo construido alrededor de un secreto. (Además, en la página 29, la novela del irlandés Colm Tóibín, que compitió con la de Hollinghurst por el Booker y que también trata de Henry James.)
› Por Sergio Di Nucci
El sexo novelado entre hombres ganó el premio Booker en el 2004. Fue la primera vez en cuatro décadas de historia del más esperado premio anual de novela en lengua inglesa, y la escena literaria londinense atravesó el episodio con el esperable escándalo: el jurado sólo se atrevió a último momento y con un fallo dividido. En La línea de la belleza está el deslumbramiento y el doloroso júbilo de la primera relación homosexual. Pero, como en todo libro donde la actividad sexual es pasión y morbo antes que atletismo y salud de profesores de gimnasia, sólo crece en intensidad por una pululante red de relaciones sociales. Los sexos son tranquilizadores en la violencia neutra de los interiores del canal Venus, pero se vuelven inquietantes exhibidos en público y en un contexto histórico hostil y sin fantasías. Por eso la novela de Alan Hollinghurst fue saludada también como la mejor reflexión, ficcional o no, sobre la Gran Bretaña de los ‘80, los años de la revolución neoliberal de Margaret Thatcher.
En la Argentina, las décadas parecen arrastrar un atraso de aproximadamente diez años. Nuestra década del ‘90 fue la del menemismo, y el lector local releerá en filigrana los rasgos de la era Thatcher que Hollinghurst ni celebra ni denuncia en La línea de la belleza, pero describe con minuciosidad lingüística, con la precisión de un inventario levantado por un oficial de Justicia antes de proceder a un embargo. Ahí están el dinero fácil y fresco y estable y valioso, la especulación inmobiliaria –que continúa–, el reciclado de muelles y puertos y enclaves antiguos, los cambios en las costumbres gastronómicas (apertura a un suave exotismo, abandono o transformación de los insulsos platos nacionales, combinaciones que parecen insólitas de comidas y bebidas), el crecimiento de la Bolsa, la apertura de la importación, las sospechas de corrupción de los ricos y famosos que salen en las tapas de las revistas de sociales, crecimiento y esplendor de la prensa contestataria cuyas formas de humor e ironía consumen los beneficiarios de los cambios, burlas constantes y fáciles desprecios snob contra la falta de cultura de la persona a cargo del Ejecutivo. Hollinghurst es un gran erudito en arquitectura, y releva con atención los detalles y los conjuntos del posmodernismo triunfante en la década, la revisión irónica de un pasado que impugna a un presente complacido en su propia pobreza estética. Y la línea de la belleza a la que alude el título es una alusión a William Hogarth, y al ideal clásico de belleza, ausente en la década de los prefijos, los neoliberales y los posmodernos.
Hollinghurst escribe como un Balzac, como un Dickens, como un Galdós o como cualquier otro gran novelista social del siglo XIX que hubiera tenido tiempo para pesar cada verbo, cada epíteto, cada frase, cada párrafo. El principio que sostiene las quinientas páginas de la narración es conocido. Un joven llega de las provincias a la capital, cuyos ambientes desconocidos –prósperos o sórdidos, legales o criminales, racial y socialmente contrastantes– explorará con avidez, y el lector penetrará en cada uno de ellos desde su punto de vista.
Antes de instalarse en Londres, Nick Guest había pasado por Oxford, en cuya universidad corroborará el dato más íntimo y más central de toda existencia viril. En aquellos años de estudio, Nick Guest vivirá una pasión por Toby Fedden. Una pasión no correspondida, o diluida en amistad no sexual. Hasta entonces, sólo se habían mirado el pene un par de veces en los mingitorios. Acabados los estudios, Toby invita a Nick a mudarse a la capital, para que allí pueda trabajar en su doctorado en la Universidad de Londres. El contraste es enorme para Nick, hijo de un acomodado vendedor de antigüedades inglesas.
La familia de Toby le alquila a Nick un ático por un simbólico puñado de libras. Desde esas alturas gana Nick, y ganamos los lectores, un mirador privilegiado para los revolucionarios cambios que vive la sociedadbritánica. El lugar y la situación son óptimos para el gran angular de la visión que busca inducir Hollinghurst. El padre de Toby es Gerald Fedden, un militante de los Nuevos Tories (algo así como los menemistas en comparación con el viejo PJ), recién electo para la Cámara de los Comunes, y admirador incondicional, al menos en público, de una Mrs. T que acaba de triunfar en la gesta de las Falklands. La madre de Toby es una aristócrata de familia judía, emparentada con la gran banca. En sus fiestas, Nick se descubre un extraño: todos son lindos, los chicos, las chicas, las madres y padres jóvenes, todos con “el aire de especies eficientemente reproductoras”.
El protagonista es doblemente exterior a este escenario. Queda afuera porque su familia no es ni rica ni poderosa. Pero por sobre todo porque la homosexualidad no es reprimida por él sino que permite que triunfe en su vida. Aunque, y acaso sea la mayor de las astucias narrativas de Hollinghurst, aquí termina la autenticidad de Nick. Sabe que no puede vivir una existencia a la vez sexual y a la luz en esos años, y esta represión exterior, independiente de la voluntad individual exaltada por el thatcherismo, es la mayor impugnación de un régimen que adoptaba en su moral las formas y las normas de esa primera ministra a la que llamaban “la hija del almacenero”.
El sexo es para Nick un instrumento de investigación, y aun un método completo de conocimiento. Gracias al sexo, conocerá a los nuevos pobres y los nuevos ricos de la Inglaterra de Thatcher. Con Leo Charles, un negro hijo de inmigrantes del Caribe, conoce el sexo anal en las primeras páginas del libro. Ante las convenciones de la vida social, siempre se cruzará la imagen de la cópula, de la que esa socialidad reniega, pero que es, para él, único eje material en un mundo de sólidas convenciones. Nick vive ese “momento imprevisto de transición interna, en que un viejo prejuicio se disuelve en un nuevo deseo”.
Pero con la experiencia sexual llega indisoluble la de la estructura clasista de una sociedad que lo es como pocas otras en Europa. La familia de Leo es la primera familia negra que conoce Nick. Y allí las cosas son diferentes. Las chuletas se fríen, no se asan, y se sirven bien picantes y especiadas, como en el Caribe. A eso lo llaman tomar el té, porque comen a las cinco de la tarde. Es un oportuno shock para Nick. “En Kensington Gardens cenaban tres horas más tarde, y antes había tiempo para charlas, jardinería y tenis, oír música, beber abundante whisky y gin. En lo de los Charles no había lugar para la diversión, ni jardines donde hablar, ni alcohol. La comida se servía cuando uno llegaba derecho del trabajo, y después quedaba mucho tiempo libre.” Como para ir al cine. Hollinghurst ofrece una meticulosa impugnación de Scarface (1983), el film de Brian De Palma, donde las líneas de cocaína, también uno de los sentidos explícitos de “la línea de la belleza” del título, jamás dan placer ni lucidez a los usuarios sino que los arrojan al dolor y la locura.
Con Wani, hijo de riquísimos libaneses establecidos en el negocio de los shoppings, Nick conocerá la droga. La droga por antonomasia, en aquellos años y para quienes quieren ver claro y no sucumbir a las ilusiones hippies, a los ensueños socialistas que denunciaba con su voz de hierro la primera ministro. Entonces, a la lucidez de la homosexualidad se sumará para Nick la de la cocaína. Gracias a ambas cosas, el protagonista ve más claro el mundo. La línea de la belleza es una novela de aprendizaje, si se entiende por ello una novela en la que el protagonista sabe cada vez más sobre sí mismo y sobre su mundo. La novela empieza en 1983, precisamente donde terminaba la primera novela de Hollinghurst, La biblioteca de la piscina (1988). Y en ésta se decía que “1983 era el último año de ese tipo que conocerían los hombres”. Porque a partir de entonces vendrán los años del sida. Con la Inglaterra de Thatcher coincide la epidemia de esa enfermedad cuyo nombre jamás pronunció Ronald Reagan. La línea de la belleza es también una novela de la era en la que el sida era una condena sin aplazamientos a una muerte atroz. Como si hasta la biología se plegara a los dictados thatcheristas, y acabara con todo varón que se uniera a otro: el recto era una tumba. Si la droga conduce a una muerte indigna en Scarface, otro tanto hace el sexo.
No es en vano que el tema sobre el que trabaja Nick para su tesis sea el estilo en el anglonorteamericano Henry James. Es un tema incómodo. Cuando cuenta que está estudiando a este sigiloso novelista, la mayoría lo ignora. El uso ambiguo de un secreto ausente está en el interior de cada uno de los textos jamesianos. Y ese secreto es la sexualidad, en su forma más prohibida y viril. Ese secreto es lo que segrega todas las formas literarias, todas las maneras de ocultamiento y, en el otro plano, todas las reglas del éxito social. James “odiaba la vulgaridad –añadió Nick–. Pero también dijo que llamar a algo vulgar implicaba no poder describirlo en términos más apropiados”. El de Hollinghurst es un experimento jamesiano con una década vulgar: describirla hasta la microscopía del detalle. También es jamesiana la presentación de los temas centrales, al principio sólo mencionados, y después profundizados: el sexo, la droga, el sida, la mismísima Mrs T., que finalmente también hace su aparición.
Nick vive en la versión degradada, thatcherista, de muchos ambientes ingleses que frecuentaba James. Está obsesionado con la belleza, debe adaptarse para sobrevivir, es un snob como muchos personajes de James, siempre busca agradar antes que pronunciar una opinión que sea mal recibida, pero en definitiva es un inocente. “Como su héroe Henry James, Nick sentía que podía ser capaz de soportar una gran cantidad de oropel.” En los últimos tiempos, Inglaterra ha mostrado un sorprendente interés por Henry James. Otra novela finalista al Booker fue The Master, del irlandés Colm Tóibín, basado en la vida de James. Y hace poco también David Lodge describió la década de 1880 para rendir devoción al “maestro de la ambigüedad” en El autor, el autor.
La sexualidad de James resulta clave en la novela de Hollinghurst. No hubo un consuelo femenino en la vida de Henry James, señala el escritor y periodista argentino Ernesto Schoo en sus Pasiones recobradas (1997): “Y muchos menos con siquiera la sospecha de un interés sexual. Amigas fieles, devotas, tuvo muchísimas. Relaciones íntimas, ninguna. Nadie ha podido resolver nunca esta incógnita, que punza por igual a admiradores y detractores. ¿Era James impotente u homosexual?”. Schoo relata un episodio que protagonizó James a los 18 años, narrado con reticencia por el propio James, acerca de una “oscura herida”, la más “odiosa, horrible e íntima” que le puede suceder a un varón. Así culminó Schoo su retrato: “James piensa que estamos condenados sin remisión a nuestro propio infierno personal. Tuvo el supremo pudor de no revelar jamás cuál fue el suyo”.
En La línea de la belleza, Hollinghurst se propone y logra ir más allá. Toda franqueza sexual es impúdica, porque implica un exhibicionismo necesario.
Por todo ello, en principio resultan incongruentes los elogios que se le hicieron a Hollinghurst por su novela premiada: que era finalmente una celebración irreductible de la Britishness, que su estilo y su fondo honraban al mejor Henry James. Y se imponían los adjetivos del cumplido más gastronómico: novela exquisita, novela deliciosa. Si hasta se habló, para insistir con el prestigio, del paso de su autor por el Times Literary Supplement. Y sin embargo puede parecer una novela como del peruano Jaime Bayly. Básicamente porque el sexo –y la cocaína– ofrecen los picos de atención en una trama narrada con omnisciencia firme y segura, agazapadadetrás de un respetado y respetuoso punto de vista de un personaje protagonista juvenil, inteligente pero inexperto. Sin embargo, no hay como en Bayly renuncias y denuncias a la droga, ni dudas sobre la sexualidad. En una era como la de Thatcher, parece decir el autor, hay que extremar la lucidez, hay que vivir con la mayor autenticidad el mayor placer del hombre, que es más que placer porque es conocimiento. Son las precondiciones para una ética y una política, a las que Hollinghurst, como el maestro James, se rehúsa. Al menos, en la novela.
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