NOTA DE TAPA
Con la reciente aparición de La trama del pasado (Sudamericana), Cristina Bajo continúa el ciclo de sus novelas históricas, que ha escrito bajo la tutela de su querido Walter Scott. Poco antes de venir a la Feria del Libro de Buenos Aires, Bajo conversó con Radar acerca de los mitos y leyendas que rodean el boom de la historia.
› Por Rogelio Demarchi
desde Córdoba
Cristina Bajo acaba de cumplir su primera década como figura pública entregando su séptimo libro, La trama del pasado, cuyo lanzamiento oficial ha tenido lugar en el marco de la Feria del Libro de Buenos Aires. Desde la publicación de su primera novela en 1995, Como vivido cien veces, su vida ha cambiado vertiginosamente. Alcanzó un reconocimiento pocas veces visto, no sólo porque se convirtió pronto en una best-seller (y más tarde en long-seller) sino porque tuvo el privilegio de ser una escritora a quien las grandes editoriales vinieron a buscar a Córdoba desde Buenos Aires, una vez enteradas de la repercusión local que había logrado. Ultimamente su obra ha cautivado a los españoles y tiene un muy interesante nivel de ventas. Son varios los diarios y revistas que le solicitan notas con cierta regularidad. Es extensa y variada la lista de instituciones que la han contactado en los últimos años para que dicte conferencias en los ámbitos más disímiles. Sentados en la cocina de su casa, esbozo esta introducción y le cedo la palabra.
Qué década intensa ¿no?
–A mí me sorprende tanto como a vos, todo ha sido demasiado rápido. Y eso tiene sus pro y sus contra. Por un lado, siendo una ya mayor, recoge rápidamente lo que ha sembrado durante 30, 40 años. Siempre he dicho que empecé a escribir Como vivido cien veces en 1964 y la publiqué en 1995. Pero un amigo me trajo copia de cartas que yo le escribí en 1957 y allí hay un comentario que yo no recordaba: “mañana nos vamos con mis padres a Alta Gracia. Me llevan a ver la casa del virrey porque quiero saber cómo era una vivienda privada porque voy a empezar a escribir una novela histórica”. O sea que en realidad en el ’57 ya andaba con la idea. Entonces, que tanto trabajo sea valorado por los lectores es toda una alegría.
¿Hay aspectos negativos, o difíciles?
–Está el problema de la exposición permanente. Yo siempre he sido una mujer de perfil bajo. Y si bien manejo algunas cosas relacionadas con la exposición pública, me cuesta. Preferiría, como quien dice, continuar debajo de la piedra. A veces todo esto me aturde, por eso trato de cuidar mi intimidad. He tenido que cambiar ciertas actitudes. ¿Y todo eso para qué? Para seguir siendo la misma que he sido siempre, con un poco más de seguridad.
¿Cómo se fue definiendo esa zona de seguridad que mencionás?
–Primero, al ver que mi libro tenía éxito, por efecto de las reediciones; eso indicaba que había sido elegida por la gente. Segundo, al principio me costaba hablar en público; ahora cada vez me cuesta menos. Tercero, el darme cuenta de que podía adaptar mi escritura a espacios pautados desde afuera, como es el caso de los artículos periodísticos, donde tenés que contar hasta los caracteres. A mí los textos siempre me han salido naturalmente largos.
Recuerdo que en el Foro de Narradores que hicimos en la casa de Manucho Mujica Lainez, en 2000, dijiste que nunca escribirías un libro de cuentos exactamente por eso. Y sin embargo, ahí está Tú, que te escondes coronado por un premio.
–Sí, de la Academia Argentina de Letras. Cosa rara, porque suelen ganarlo novelas. Yo no sé si la gente alcanza a ver la diferencia entre los premios que entregan las grandes editoriales y estos institucionales, digamos, que he recibido. Las editoriales premian libros a editar. En cambio, Ciudad de Buenos Aires (que me premió por El jardín de los venenos) y la Academia premian libros ya publicados y elegidos directamente por ellos. No es que yo me haya presentado a competir, así que mi sorpresa al recibirlos fue completa. ¿Mis libros valorados a ese nivel? Ni se me pasó por la cabeza.
Ahora, esta década también ha tenido sus controversias, por decirlo de algún modo. Tanto tu escritura como tus lectores fueron desvalorizados desde ciertos sectores: lo que Bajo hace, se llegó a decir, no es literatura, y vende mucho porque la gente lee cualquier cosa.
–Bueno, en algunos ambientes siguen diciéndolo. Hubo una época en que me molestaba muchísimo enterarme de que mis pares opinaban de esa manera, porque eso significaba que no me aceptaban; y además me parecían juicios injustos. Hago novelones históricos, sí, ¿cuál es el problema? Están bien hechos, funcionan, son novelas donde lo histórico está trabajado al detalle. Con el paso del tiempo y la seguridad adquirida, he aprendido a tener más fe en lo que hago, y a esta altura me importa un comino lo que piensen los demás. Yo estoy contenta con lo que hago y lo voy a seguir haciendo mientras tenga ganas de hacerlo. Hay escritores que dicen que para ellos escribir es algo terrible, que es como un dolor. Para mí es un gozo, y cada cosa que yo hago, realmente la hago con ganas, con deseo.
A propósito del término “novelones históricos”, cuando Como vivido cien veces se convirtió en un best-seller se dijo que era parte del auge de la novela histórica. Pero diez años después no sólo se sigue vendiendo sino que se han vendido igualmente bien tus libros posteriores, sean novelas, cuentos o leyendas. ¿Pensás que se puede seguir hablando a la ligera de un supuesto auge de la novela histórica?
–No. Yo he hecho un relevamiento de la novela histórica a lo largo de tres siglos en Occidente y te puedo decir que en los últimos 300 años se han publicado no menos de diez novelas históricas (importantes, aclaro) por año. O sea que estaríamos frente a una constante. ¿Esto cómo se explica? Por un lado, recordando la opinión de Enrique Anderson Imbert: deberíamos hablar de literatura, porque cuando decimos esto es leyenda y eso es novela, nos podemos equivocar. Por el otro lado, no te olvides que el argentino cree que todo debe juzgarse según su aura; y como en nuestra literatura casi no hay novela histórica, entonces lo que ahora se vende tiene que ser un boom, puro negocio. Pero si uno ve las literaturas alemana, francesa, rusa, inglesa, estadounidense, nos encontramos con el fenómeno contrario: desde finales del siglo XVIII hay novela histórica.
Debajo de la etiqueta “novela histórica”, en nuestro país hay una diferencia notable entre el grupo mayoritario y tus relatos. Por lo general, la novela histórica tiene como personaje central a un héroe de la Patria: viviendo un amor oculto, luchando contra un hijo natural, carcomido por sus ambiciones de poder o enfrentando la muerte desde su lecho de enfermo. En cambio, en tus novelas lo histórico es la escenografía, al estilo de lo que decía Walter Scott. Vos enmarcás históricamente un drama absolutamente ficticio.
–Scott ha dejado, digámoslo así, un decálogo que define qué es novela histórica. Pensemos esto: él escribe novelas históricas cuando su patria, Escocia, está consumida por la guerra contra los ingleses, que les han ganado por los cuatro costados. El advierte que la historia de su país se desintegra frente al poder de los ingleses. Entonces inventa el género para mostrarle a su pueblo las glorias de la Patria, que perdurarán más allá de la depresión actual y la momentánea victoria inglesa. Por eso es que la información histórica, en su opinión, debe ser correcta, y exactamente por eso no se debe jugar con los personajes reales. Por todo ello, Scott es un maestro para mí. Porque al final de cuentas, es el pueblo llano quien sufre la Historia. Eso hago yo: mostrar cómo la Historia es un tanque de guerra que pasa por encima de la sociedad sin que haya forma de contenerlo. ¿Qué puede hacer el hombre común frente a ella? Alguna acción esporádica, colocar una piedra en su engranaje, pero nada más.
Es curioso lo que pasa con Scott. A fines del siglo XVIII sienta las bases de un género literario. Casi 200 años después, a fines del siglo XX, esas mismas bases provocan un cambio en el campo de la Historia. Me refiero a la microhistoria, cuyo objetivo es ver un proceso histórico en una escala tal que permita analizar qué pasa cuando ese tanque de la Historia llega a una pequeña aldea y reformula las relaciones sociales.
–Es muy interesante ese proceso. A través del estudio continuado de la sociedad sobre la que escribo, me he dado cuenta de que lo que estaba tratando de hacer yo, aunque no supiera que podía llamarse así, es microhistoria. Ese concepto me lo explicó, muchos años después, Carlo Ginzburg.
Aclaremos que Ginzburg es historiador, no es novelista. ¿Qué encontraste al leerlo?
–¡Es otro maestro! Para mí fue como ese espaldarazo que te da un maestro cuando vas bien. Y que en el medio de la niebla del autodidacta yo haya encontrado sola el camino correcto para lo que quería hacer, no es poca cosa.
¿Qué pasa en la Argentina con la microhistoria?
–Salvo algunos pocos estudiosos, no existe. La mayor parte de los libros de Historia que estamos leyendo son la Historia de siempre. En Córdoba hay algunos ensayos interesantes: estudiar legajos matrimoniales, de indios, herencias, cómo se vendía la carne, cómo eran las prácticas privadas de la religión. A lo mejor en Buenos Aires hay otro tanto y acá no han tenido difusión. Pero los autores que están en la vidriera y en los medios son parte de la Historia clásica, en el mejor de los casos con un punto de vista algo modernizado. Ahora, tenemos otro problema: hay gente que me presiona para que publique mi Historia privada de la vida en Córdoba pero yo prefiero seguir trabajando, buscando el lenguaje justo, pensando en el mejor armado.
Eso sería un ensayo, no una novela.
–Sí. A lo que iba es a que hay gente que ha publicado libros sobre esa temática y realmente, cuando uno los lee, es muy poco lo que hay de “vida privada”. Entonces, desde este punto de vista se trataría de una microhistoria fallida.
¿Y qué diferenciaría ese ensayo de la saga de los Osorio (tres de tus cuatro novelas: Como vivido cien veces, En tiempos de Laura Osorio, y ahora La trama del pasado)? Porque ellas, a su manera, también presentan la vida privada de una familia cordobesa durante el siglo XIX.
–Que en las novelas entra una mínima parte de los datos que tengo recopilados. Por ejemplo, para poner una sola cosa sobre el agua del Río Tercero, que no abarca ni media página de un libro, yo me leí un tratado de agronomía. Es decir, en mis libros todo está bien documentado. Pero si yo pusiera todo los datos que recojo, los pobres libros serían muy aburridos. Entonces, describo algunas cosas en las novelas y a otras las guardo, pero lo que guardo es más voluminoso que lo que digo; por ejemplo, abarca varios siglos mientras que la saga de los Osorio comprende unos 30 años más o menos.
¿Y cómo se decanta el material, cómo es que esa mínima porción cae en la novela?
–Porque viene al caso, porque se me presenta la oportunidad. Ejemplos: si a Luz la quieren meter en un convento (Como vivido cien veces), digo algo sobre cómo eran los conventos; y si escribo escenas ambientadas en las fiestas jesuíticas de la virgen y las fiestas sociales que se hacían en la Córdoba del 1700 (El jardín de los venenos), es porque tengo datos.
La saga de los Osorio produjo en Córdoba un fenómeno muy extraño: muchas familias que integran o aspiran a formar parte de eso que llamamos “el partido cordobés”, hablaron de delirantes estudios genealógicos para demostrar que eran descendientes de los Osorio de Cristina Bajo. ¿Qué te provoca eso?
–Digamos que sé que tienen muy poco de donde agarrarse para eso porque, si bien algunos Osorio llegaron con Jerónimo Luis de Cabrera cuando la fundación de la ciudad, en 1573, desaparecen tras su caída. Yo elegí el apellido Osorio porque me resultaba eufónico, porque encontré una serie de datos provenientes de la heráldica que me resultaron muy novelescos y unas cuantas cosas más; pero me cuidé muy bien de revisar que no aparecieran en la historia cordobesa para que nadie pudiera decir, justamente, que estaba hablando del pasado de su familia. Lo que pasa es que mis Osorio constituyen una familia paradigmática, donde los errores parecen gloriosos y los sacrificios, grandiosos. Y yo hago de ellos un paradigma porque describo cómo asumen el sentido de responsabilidad que regulaba a la sociedad de ese momento. Convengamos que toda sociedad, para asegurarse su supervivencia, establece un código moral, y algunos deben dar el ejemplo. Los Osorio son eso, los que llegado el caso se juegan por un peón, un indio o un “esclavo” que forman parte de las responsabilidades de la familia porque han estado con ella a lo largo de generaciones. En otras palabras, estos libros se basan en una serie de valores: el sacrificarse por el otro, el heroísmo del perdedor, su lealtad a pesar de todo, valores que pertenecen al imaginario colectivo y que, desde allí, deben haber pesado para que ciertas familias “reales” hayan deseado integrar a los Osorio a su pasado familiar.
Esta pregunta puede sonar obvia y hasta tonta: ¿y por qué Córdoba es el lugar de los Osorio?
–Bueno, es mi lugar, lo que conozco. El primer libro de Historia argentina que me dio papá fue el Facundo de Cárcano. ¡Me encantó! Hablaba de mi ciudad. En ese libro hay una escena sobre la que escribí una columna para Radar (“La escena que nunca existió”) y que tiene que ver con la muerte de Quiroga, y que durante años soñé con escribir. Algo similar me pasó después con las Memorias del general Paz. Lo primero que busqué fue su Córdoba y me encontré con la crónica que hace de la batalla de La Tablada. Terminé haciéndome un planito del centro de la ciudad para caminar los lugares por donde habían entrado las diferentes columnas y preguntándome cómo podía ser que eso hubiera sucedido aquí y la mayoría de nosotros lo desconociera. Todo eso me convirtió en prisionera de la historia de esta ciudad. Quiero que la gente sepa lo que hemos sido, el valor que hemos tenido como pueblo, porque sigo pensando que la historia de Córdoba es una historia valerosa. En ninguna parte, salvo en Córdoba y en Corrientes, hubo tantos levantamientos contra Rosas sabiendo que casi no tenían posibilidades de ganar y que los iban a matar. Entonces, mi objetivo con la saga es, a través de la historia de una familia, contar la historia de un pueblo, el cordobés, durante la guerra civil: lo que sufrieron las familias; quiénes fueron las víctimas y quiénes lograron sobrevivir; qué familias quedaron separadas para siempre por el conflicto, y hasta hoy no se hablan, aunque te parezca mentira. En una guerra contra otro país, tu vecino puede ser la víctima o tu compañero. Pero en una guerra civil, tu vecino puede ser tu victimario o tu víctima, y esa diferencia es terrible. Y quiero contarla.
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