Domingo, 14 de mayo de 2006 | Hoy
DI BENEDETTO
Primero fue Anabella. Ahora la divertida creación de Antonio Di Benedetto vuelve como El pentágono.
Por Jorge Pinedo
El pentágono
Antonio Di Benedetto
Adriana Hidalgo
2005
153 páginas
Al fin y al cabo, un texto es de quien lo escribe y con éste puede hacer lo que se le dé la gana. Por razones que especialistas e historiadores habrán de desentrañar, o no, Antonio Di Benedetto (Mendoza 1922, Buenos Aires 1986) decidió volver a publicar El pentágono casi dos décadas después de su primera aparición, en 1955. Era su segundo texto literario, inmediatamente anterior a su inmensa novela Zama, y en la oportunidad pasó a llamarse Anabella. La flamante edición lanzada por Adriana Hidalgo respeta la versión original y agrega un puñado de notas (acierto de Jimena Néspolo) destinadas a dar cuenta de los cambios entre una y otra. Sutil distinción que hace las veces de pentimento y, tal vez, de cuidado hacia lo que el poeta de Palermo solía vituperar como fatalidad del lenguaje.
Despliegue de una desopilante topología que transforma la figura en letra, El pentágono traza las líneas aparentes de relación que encierran espacios saturados de afectos con vértice en el protagonista y ángulos correlativos en las dos mujeres de sus amores (Laura –la eventual Anabella– y Barbarita). Incorpora, desplegando el juego, los respectivos amantes de éstas, sin descuidar críos, hermanos y parroquianos, cada uno dotado de una singular idiosincrasia. Juegos del lenguaje capaces de otorgar volumen a la figura plana, al tiempo que sirven de referencia literaria allí donde el salto de un fonema hace la diferencia. Rolando y Orlando, los amantes de las amadas, subsumen al de la Canción de los francos del siglo XI y al Furioso renacentista pergeñado por Ludovico Ariosto, acaso al modo ejemplar de la contradicción, la traición, la falsedad, la pérdida del juicio, por fin, el amor no correspondido. Sutil anclaje que de modo alguno exige de erudición en el seguimiento de la trama, cuyo ritmo se detiene y se acelera en la cadencia alterna del realismo y el disparate. Luminosa conjunción que le permite a Di Benedetto oponer literatura a enamoramiento al modo de la clave inaugural de una partitura: “Esta solución fue burlarse de sí mismo, darse argumentos, suponer que si se casaba con ella, irremisiblemente sería burlado. Para que el remedio no quedara en el mortero, sacaba todo eso del cerebro y lo ponía en relatos, cuentos, los primeros de su pluma que le parecieron viables”.
En el trayecto por las rectas y aristas de El pentágono se resitúan los valores burgueses (“Lo abandona la duda, que es como decir que lo abandona la inteligencia”), se valoran los sitios cotidianos (“Se me escapará, suponía yo, en esos bares que se comunican por los baños, laberinto con clave de higiene”); se cotidianizan los valores (“La señora, joven señora pintona, agradece al señor sedente que sea señor cedente. La dama no agradece al caballero. Yo no soy un caballero. Soy el señor que le cede el asiento”); en fin, escena y lenguaje se tuercen uno sobre otro en la tensión de las oscilaciones del relato.
El contraste de El pentágono y Anabella traza, a su vez, las operaciones de apropiación de la lengua que hace a la escritura literaria, allí donde leer es escribir, tachar y borrar, releer, cortar y pegar y volver a escribir. De tal modo, en el primero “Vi la capota, desde abajo; mi cabeza estaba volcada hacia atrás”; en tanto en la versión del 74: “La capota se convirtió en mi cielo, la veía desde abajo y desde adentro: mi cabeza estaba volcada hacia atrás, la nuca hacía apoyo en el respaldo del asiento”. Cada quien guarda las palabras mejores que el autor obsequia.
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