GIORDANO
La crítica como ejercicio de pasión: la pasión de la lectura y el deseo por devolver en la escritura algo de lo recibido. Atrapantes, polémicos y bien fundamentados, los ensayos de Alberto Giordano revisan amores literarios de Borges a Masotta, de Viñas a Piglia, de Bianco a Molloy y Pezzoni.
› Por Osvaldo Aguirre
Modos del ensayo
Alberto Giordano
Beatriz Viterbo
357 páginas
Ensayo es “el escrito breve donde un autor vuelca sus opiniones sobre cierto tema, sin el aparato y la extensión requeridos por un tratado completo”. La definición, tomada del Diccionario de la Real Academia Española, puede resultar brutal a la luz de Modos del ensayo. Pero es probable que Alberto Giordano acepte algunos de sus términos. El género, en su perspectiva, se diferencia con nitidez de la teoría y la historia literaria, “pasiones tristes”; está signado por la incertidumbre con respecto al sentido y la intrusión de la subjetividad del que escribe. Claro que las presuntas limitaciones que se le adjudican son las condiciones de su eficacia: su carácter provisorio alude sobre todo a una búsqueda siempre en curso, donde lo que importa es, ante todo, el propio deseo de escribir.
Modos del ensayo es la reedición corregida y aumentada del libro del mismo título que Giordano publicó en 1991. En aquel caso el recorrido iba de Borges a Masotta; ahora, a la vez que agrega nuevas proyecciones de esas lecturas, el trayecto incorpora otras líneas y se extiende hasta Piglia. Son, en total, diecisiete ensayos agrupados en tres secciones. A través de esos textos, Giordano reafirma sus postulaciones centrales, relativas tanto al género como a quien lo asume, un escritor muy distinto del crítico académico, “esa figura opaca”. Y a la vez avanza en un problema desprendido de la reflexión sobre el ensayo, pero que parece ir dando forma a otro corpus en torno de la reflexión sobre las imágenes que los escritores construyen de sí mismos. Cortázar y Viñas, precisamente dos de los iconos más reconocibles de la literatura argentina, son aquí los principales interpelados, no en sus declaraciones más conocidas sino en aquello que señala un pequeño desvío, un traspié aparentemente ocasional que, por un juego de lecturas notable, se vuelve revelador. Esa es la misma estrategia con que es interrogada –y en definitiva, cuestionada– la obra de Piglia: en busca de algo que desestabilice un sistema sin fisuras visibles, “para que se abra a la experiencia de lo incierto”.
Más allá del preciso desmontaje de las retóricas abordadas, lo espectacular de esos ensayos tiene que ver con la experiencia de la que surgen. Experiencia de enseñanza, ya que muchos de los textos se relacionan con la actividad de Giordano como profesor (en la Universidad Nacional de Rosario, en particular), retoman clases, apuntes olvidados y redescubiertos o trabajos de seminarios. Y sobre todo experiencia de lectura. El ensayista, se dice, escribe (y esto define su particularidad como lector) para conjeturar los motivos de la atracción, o la conmoción, que provoca una obra sobre él. Y ocasionalmente también por lo contrario, como lo demuestra “Un intento frustrado de escribir sobre David Viñas”, donde son puestos a polemizar un texto de Viñas y otro de Rodolfo Walsh respecto de los jóvenes narradores de los años ’60. El desafío consiste en que Giordano lee a partir de un texto al que reconoce como menor en la obra de Viñas (una nota publicada en una revista), pero en el que se formula algo inadvertido y crucial. No recurre al énfasis, las generalizaciones o la violencia de los polemistas profesionales. Y el resultado es contundente. “Cortázar o la denegación de la polémica” aporta otro ejemplo brillante al respecto: los primeros ensayos de Cortázar, fragmentos de su correspondencia, algunas entradas en los diarios de Angel Rama, y pasajes de algunos debates resonantes, se ensamblan para poner a la luz un narcisismo autocensurado, pero cada vez más pagado de sí mismo, y más autoritario.
Desplegar un texto marginal es, por otra parte, uno de sus procedimientos preferidos como lector: la primera reseña de José Bianco (en “Imágenes de José Bianco ensayista”, otro gran momento del libro), las respuestas de Borges y Masotta a distintas encuestas, ambas anecdóticas, permiten releer la totalidad de las obras, plantear algo no dicho donde todo parece haber sido dicho (por ejemplo, a propósito del prólogo de Borges a La invención de Morel, un elogio que en esta lectura se vuelve equívoco). Y hay una revaloración de obras no reconocidas como tales: “La serie errática de escritos” en los que Bianco “testimonió ocasionalmente sus preferencias de lector”, los textos de Masotta, poco relevantes en el marco de la crítica literaria argentina, e incluso los ensayos de Borges, aun escasamente considerados en sí mismos, muestran los problemas que interrogan la práctica del ensayista. Estos gestos polémicos hacia los saberes constituidos son menos perceptibles que la discusión de un texto de Beatriz Sarlo (en “Borges: la forma del ensayo”), pero quizá más significativos.
Las proposiciones de Giordano con respecto al género están condensadas en “Del ensayo”, uno de sus primeros textos, y tal vez el más “duro” en el sentido de la escritura. Esta impresión es también un efecto de la lectura de los otros ensayos, menos relacionados con la crítica que con la literatura. Más allá de las argumentaciones, el punto de impulso es siempre una singular pasión de lector y escritor, como instancias indisociables. Hoy se suelen hacer defensas, historias e interpretaciones de la lectura, pero es muy difícil encontrar en otra parte la intensidad de que dan cuenta estas páginas.
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