EDGARDO COZARINSKY: TRES FRONTERAS
El mundo está lleno de recuerdos, pero cada recuerdo es un mundo. Bajo esta premisa, Edgardo Cozarinsky sigue hilvanando una serie de breves relatos que entrelazan las historias y la Historia.
› Por Martín Pérez
Tres fronteras
Edgardo Cozarinsky
Emecé
148 páginas
“Quiero escribir la historia de Anselmo e Irene, a ver si la entiendo”, anuncia el narrador de “Mujer de facón en la liga”. El punto de partida de la historia es una anécdota que podría resumirse en unos pocos renglones de una crónica policial. Pero, según aclara a continuación, su intención no es explorar los rincones más sombríos del alma humana, ni inclinarse, reverente, sobre héroes y tumbas. Sólo quiere ver si, al intentar contar dicha historia, puede empezar a entenderla. Y agrega: “El sentido de cualquier historia está en el orden de sus peripecias, en cómo éstas se encadenan y articulan, como los huesos de uno de esos saurios del Museo de La Plata, que alguien encontró dispersos en la tierra y ahora vemos armados para entender la forma y las dimensiones de un animal desaparecido hace quién sabe cuántos miles de años”.
“Mujer de facón en la liga” es el cuento más largo de la decena de breves narraciones que forman Tres fronteras, y no por casualidad cierra el volumen. Porque semejante confesión de su narrador se podría generalizar al resto de los breves cuentos –ceñidos, y al mismo tiempo relajados– de Edgardo Cozarinsky, habitados por los fantasmas de recuerdos creados apenas por una foto, una frase o una duda. Con un retazo como punto de partida, y con la sabiduría del que sabe narrar desde los silencios de su texto, Cozarinsky va uniendo los huesos de esas historias con minúscula, que siempre terminan revelando el contorno siempre monstruoso de la historia con mayúscula, escenografía sabiamente ineludible de todos sus relatos desde La novia de Odessa (2001) en adelante. Un camino que se continuó en la novela El rufián moldavo (2004) y que sigue transitando en Tres fronteras, digno heredero de aquellos dos volúmenes previos.
Cineasta, ensayista e incluso chismoso profesional (el año pasado editó un jueguetón pero elegante Museo del chisme), Cozarinsky confesó en las entrevistas que realizó en ocasión del lanzamiento de su primera novela que se había dedicado a su faceta de narrador luego de haber superado un problema de salud. Se había dado cuenta de que tenía un don que no debía dilapidar, y esas ganas de recuperar el tiempo perdido no sólo se verifican en esos libros que se suceden con menores interrupciones entre sí, sino también en la temática de sus cuentos, que entretejen la confesión propia y la historia ajena, el recuerdo –que desaparece si no se cuenta– con la ficción, que es lo que queda. En esa tierra de nadie, en donde lo que se cuenta se ubica casi sin querer a la misma distancia de ambos posibles, es donde se ubican los mejores cuentos de Tres fronteras. Incluso, cuando la narración intenta ser un cuento propiamente dicho, aferrarse al mecanismo propio de tales vehículos, parece perderse la magia propia de cuasi recuerdos, como esa maravilla que es “El ídolo de Beyoglu”, en donde el recuerdo de una ajada postal lleva al narrador al servicio militar y después a Estambul casi en el mismo movimiento.
Pero la clave de estos cuentos de Cozarinsky no está tanto en el recurso, en la memoria que deviene historia, con o sin mayúscula, sino en la sabiduría de entender que cada recuerdo es un mundo, y que al invocarlo, ese mundo reaparece.
El fin de la historia es también una ficción, y la obsesión de Cozarinsky por volver siempre a lo que ha quedado oculto por el descuidado hilo narrativo de los años –un sentimiento, un rostro, un país– permite recuperarlo todo en un mismo movimiento, tanto historia con minúscula como con mayúscula. Todo eso sin dejar de disfrutar de un cuento como si fuese un recuerdo. Y viceversa.
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