Dom 18.06.2006
libros

NOTA DE TAPA

Hojas de Parra

› Por Guillermo Pellegrino, desde Las Cruces, Chile

El encuentro había quedado pactado para el mediodía. A las doce en punto, junto con el poeta chileno Raúl Zurita, arribamos a Las Cruces, un pequeño pueblo sobre el Pacífico, a una hora y media de Santiago. No bien entramos, preguntamos a un lugareño por la dirección que teníamos apuntada. “¿Van a lo de Nicanor?”, recibimos inmediatamente como respuesta. “Pues hubieran empezado por ahí.” En Las Cruces no hay quien no sepa dónde vive. Su casa, ubicada debajo del nivel de la calle y como colgada de un barranco, tiene en la puerta de entrada un sello inconfundible: un grafitti con la leyenda “antipoesía”. Entrar en ella presupone “un viaje”. Lo primero que a uno lo sorprende es la “decoración”: decenas de artefactos (como él los llama) dispersados con diversas leyendas dan prueba del poderoso ingenio del creador de los antipoemas quien, con una mirada que parece escudriñarlo todo, nos invita a la terraza con una espectacular vista al océano. La charla se ambienta. Parra, cada vez más verborrágico, da muestras constantes de su vitalidad a los casi 92 años. El grabador va a entrar en escena. “No”, dice cortante. “No quiero que me graben ni tampoco fotos; tome apuntes, apele a la memoria”. Así, a la vieja usanza, se desarrolla la entrevista.

¿Me gustaría saber cómo de una familia semirrural de Chillán, con pocos recursos, surgieron integrantes tan creativos, que lograron trascender las fronteras de su clase?

–Ya alguna vez mi abuelo contestó esa pregunta: “Más discurre un hambriento que cien letrados”. ¿Qué quiso decir con eso? Que debimos estudiar y trabajar harto. ¡Teníamos hambre! (Estira la última vocal, algo muy suyo; lo repite en varias ocasiones durante esta charla.)

Cuénteme de su abuelo.

–Mi abuelo Parra era un hombre muy inteligente. Un tinterillo. Así le llaman a quienes no han concluido sus estudios de abogacía, pero que de todas formas trabajan como tales. En su tiempo llegó a hacer una pequeña fortuna: tenía, además de su casa, varias propiedades. ¡Era un archiduque! (Vuelve a estirar la última vocal.)

¿Y qué pasó luego? Por lo que sé usted y sus hermanos pasaron una infancia con algunas necesidades.

–Los hijos del abuelo (entre ellos mi padre) se “farrearon” toda aquella pequeña fortuna. En este tipo de historias, que a veces suelen darse, no debemos olvidar a Thomas Mann cuando decía algo así: “Una generación trabaja; la segunda acumula fortuna; la tercera lleva esa fortuna al máximo y la cuarta la dilapida. Y así todo vuelve a cero”.

O sea que Violeta y usted, a posteriori los personajes centrales de la familia, no tenían más que perder –y por supuesto no me refiero sólo a lo económico–; toda actividad que emprendieran estaba destinada al crecimiento.

–Un momento. El personaje central de la familia es Roberto. El ha sido el más... el más... auténtico... sí, auténtico, ésa es la palabra apropiada. La Violeta se debilitó con la academia, de eso yo tuve la culpa. Yo mismo también me debilité con la academia. Perdí el idioma patrio...

¿El idioma patrio? ¿Qué quiere decir con eso?

–El idioma patrio era el idioma de los barrios bravos de Chillán. Perdí ese idioma cuando fui al liceo del pueblo. Yo era el niño pobre de aquel liceo en el que había que hablar como hablaban los “chilenos”, los descendientes de españoles. En cambio en la periferia, donde nosotros vivíamos, se hablaba como hablan los mapuches, ¡estábamos como en un gueto! Y no fue ése el único idioma que dejé por el camino. Más tarde, cuando fui al internado Barros Arana de Santiago, perdí el idioma del liceo; cuando me vinculé a la Sociedad de Escritores, perdí el idioma del internado y, finalmente, perdí todos esos idiomas cuando fui a Oxford. En cambio Roberto jamás perdió el idioma patrio, aquel del barrio Villa Alegre, en los suburbios de Chillán.

Seguramente que ese barrio chillanejo, además de la manera de hablar, tendría códigos muy propios, ¿verdad?

–En Villa Alegre, barrio que pocos saben que es un verdadero gueto, hay una cuestión que es básica y que vine a descubrir muchos años después. Para poder graficar lo que es el barrio, paso a contarle la siguiente historia: hace unos diez años, cuando ya era un viejo, volví a Chillán, a aquel barrio que está prácticamente igual que cuando lo dejé en la adolescencia. Fui a “olfatear”, quería ver qué pasaba, ¿ah? Y mientras lo caminaba me encontré con un minimercado, que no existía en mi época. Decidí entrar a husmear y lo que enseguida me llamó la atención fueron unos sachets de leche, que no había en ese momento en Santiago, y que estaban acomodados de manera tal que formaban una especie de pirámide. A raíz de eso decidí dirigirle la palabra a la dueña del lugar. ¡Error! ¡Ahí advertí que en esos barrios no pueden hacerse determinado tipo de preguntas! A la señora la abordé con la siguiente cuestión: “¿Podría decirme de dónde viene esa leche?”. Lo primero que me dijo fue: “¡qué pregunta!”. E inmediatamente me respondió: “De la vaca pues, porque no vamos a decir que viene del toro ¿ah?”. La respuesta es típica de ese barrio, te responden así porque tú has transgredido el código. Y el código dice que no pueden hacerse determinadas preguntas.

Al recibir esa respuesta me dije a mí mismo lo siguiente: pobre señora, no sabe que yo también soy chillanejo, entonces voy a contestarle como chillanejo, de ese barrio: “Señora, parece que usted fuera chillaneja”, lo que significaba una agresión espantosa. “Y usted parece que no fuera de aquí (de Villa Alegre)”, me refutó. Después de esa situación, por primera vez supe de dónde venían Violeta, Roberto y toda la familia Parra.

¿Usted nunca había reparado antes en ese tipo de conductas?

–La cuestión fundamental ahí es el contacto humano: no hay manual de urbanidad, siempre es como un encuentro de dos primeros hombres, se trata de ver quién es Caín y quién Abel. En cada diálogo hay un Abel que vuelve a caer, que es el que queda marginado, y el otro es el queda de amo... En aquel barrio mapuche de Chillán eso se presenta de una manera absoluta, descarnada. Ese comportamiento de la gente de Villa Alegre es algo que no está estudiado por nadie.

¿Y eso por qué se da? Es como presuponer que una pregunta es una agresión.

–Es que así es, ¿ah? El hacer una pregunta es una agresión total. Uno se expone a la respuesta. Mi papá, por ejemplo, se defendía de las preguntas de la siguiente manera: si alguien, por ejemplo, “se atrevía” a preguntarle la hora (algo que para ellos es como un desperdicio, como un insulto), él le contestaba: “¡qué menos!”...

¿Qué menos?

–Sí. Es una frase hecha que, de algún modo, quiere decir algo así como: ¡Preguntas a mí, y de ese tipo! ¿Quién chucha crees que eres? Estas cosas que conté son para ilustrar que toda pregunta es una agresión. Esa es una de las cuestiones básicas en el barrio Villa Alegre. Lo que allí rige es la sintaxis mapuche, la cultura mapuche.

Todo esto que usted me cuenta me hace recordar a determinados códigos o formas que se manejan en ciertos sectores de Gran Bretaña, y que alguna vez me contara un amigo muy observador que vivió varios años allí. Pero es una casualidad, no hay ninguna conexión.

–Sí que la hay, ¡cómo no! Por algo se ha dicho varias veces que los mapuches son los ingleses de América.

Llama la atención que usted, observador agudo según cuentan quienes mejor lo conocen, viene a descubrir y a interesarse por estas conductas después de tantos años.

–Es que uno cuando joven no tiene mucha capacidad crítica, cree que todo el mundo es así, como uno lo ve, pero la verdad que no es así. Fíjese que en Santiago yo a veces hago estas preguntas y el interlocutor me las responde, a lo sumo puede decirme que no sabe, pero siempre con el manual de urbanidad en la mano. Y ahí me vine a dar cuenta de esos códigos a los80 años. Porque antes a los 30, a los 40, no los advertía, sufría nomás. De ese sufrimiento surgen los antipoemas.

Yo creía haber leído que nacieron por oposición a algo o a alguien, ¿no habló usted en alguna oportunidad que eran como una oposición a la poesía de Neruda?

–Me gustaría decirle que la antipoesía en último término es no a algo: primero es no al establecimiento mapuche, y después es no al establecimiento total, porque en ese establecimiento se reproducen las mismas situaciones que en Villa Alegre, en otros planos. Siempre se está decidiendo quién es quién (aparece esa puja de Caín y Abel), de una manera más disimulada o más elegantosa, pero de eso se trata... En cuanto a lo que me dice usted de que era versos para oponerse a la poesía de Neruda, le contesto que eso es lo que hablan los críticos. Yo fui un gran admirador de Neruda. Me gustaba su poesía.

(Uno de los libros que se asoma desperdigado en el living es, justamente, una Antología de Neruda.)

¿Qué tipo de relación tenía con él?

–Optima. Fíjese usted que el primero en captar y entender los antipoemas fue Neruda. ¿Quiere saber cómo fue esto? Una vez, mientras paseábamos por debajo de unos árboles en su casa de Los Guindos, él me tomó de un brazo (él siempre “pescaba” del brazo al interlocutor porque había encontrado esa manera para seducirlo, porque él era un gran seductor, ¿ah?) y me susurró al oído: “vamos a hacer una revista de poesía y los directores van a ser los poetas chilenos, o sea tú y yo. ¡Yo, que era un poco el diablo, iba a ser uno de los directores!, pensaba para mis adentros. Y enseguida me preguntó: “¿Qué nombre le pondrías tú? ¿Autobombo?”. Y antes de que pudiera decirle algo me dijo: “No... Bombo mutuo.”

¿Recuerda en qué circunstancias Neruda se topó con los antipoemas?

–Fue en otra oportunidad que en los mismos términos se acercó y me dijo: “Vamos a hacer un recital de poesía en mi casa donde van a participar los tres poetas chilenos, o sea: Juvencio Valle, tú y yo, nadie más. Y el recital se hizo nomás. Había un living en la casa, con una docena de sillas, una mesa al frente y los tres poetas, el Pablo al medio. Cada uno leyó sus cosas hasta que me tocó a mí: allí por primera vez leí en público tres antipoemas (“La viuda”, “La trampa” y “Los vicios del mundo moderno”) en presencia de “el poeta de Chile”, que es Pablo. Recuerdo que varios de los concurrentes se reían; me sentí incomprendido y entonces me aparté. El Pablo, en tanto, quedó ahí con su séquito de admiradores, pero al rato me doy cuenta de lo siguiente: frente a mí hay alguien que se está paseando como un oso enjaulado, era él, rascándose la nariz (un gesto muy suyo, significaba que estaba preocupado) hasta que se detuvo. “Nicanor”, me dijo, en eso era muy cariñoso, me trataba por el nombre, cuando en general en esa época todos nos tratábamos por el apellido. “Tengo que hacerte una pregunta: ¿Cómo escribiste esos poemas que acabas de leer? Porque tú no eras poeta”. Me sorprendí. “Esta es la segunda vez que me pasa algo así”, él siguió hablando. “Yo no suelo equivocarme en estas cosas, antes me equivoqué con Jorge Adoum, que yo pensé que no era poeta, pero resulta que hoy es el mejor poeta de Ecuador. Nicanor, luego tienes que decirme cómo los has hecho, si piensas hacer un libro entero con estos poemas no va a quedar títere con cabeza”. Fue, como le dije, el primero que captó la cosa, ¡y tuvo esa manera de reaccionar!

En el primer libro suyo hay una presencia importante de García Lorca y de Whitman. ¿Cómo se da la ruptura y pasa de ese libro a los famosos ntipoemas?

–Cuando en la década del ‘30 escribí mi primer libro con claro sello garcialorquiano, yo no sabía bien lo que se esperaba de un poeta. En esa época todo el mundo hablaba maravillas de García Lorca y de Rafael Alberti. Fue por eso que me decidí a escribir poesía. Me dije: “¡Y por qué no puedo yo publicar si puedo hacer cosas parecidas a éstas y tan buenas como éstas!”. Así escribí aquel primer libro creyendo que era lícito hacerlas cosas tal como las había hecho García Lorca, aunque con variaciones menores. Pero cuando el libro salió vinieron las críticas: varios “entendidos” me apuntaron diciendo, fundamentalmente, que tenía una fuerte influencia garcialorquiana y no sé cuántas cosas más. Fue en ese momento que me convencí de que lo que había que hacer era algo que no existía antes, el mito de lo nuevo, ¿ah? ¿Así que se trata de eso?, me dije. Bueno, aquí tienen. Ahí surgieron los antipoemas.

En gran parte de su antipoesía se percibe un lenguaje de prosa, a punto tal que mientras preparaba esta entrevista y cuando le leí a un crítico una parte del poema “Cambio de nombre” me dijo: Pero ése es un prólogo de un libro, ¿verdad? ¿Cuáles son los límites de la poesía para no invadir otro género? Porque en su obra parece haber un límite difuso.

–Hay una definición de Dylan Thomas que me encantó y aún suscribo: “poesía es lo que está bien dicho, nada más”. Pero para que esté bien dicho hay condiciones acústicas. No basta con estar sólo bien escrito, tiene también que estar bien pronunciado, hay que pensar que es algo que se va a leer. Entonces entra en órbita también el sonido, y aquí viene el problema de la música. Aquí entra a jugar lo que se llama pentámetro yámbrico. Cualquier cosa que usted diga con ese metro va a sonar bien... Ahí entonces tenemos que si un insulto en la calle está bien dicho es poesía popular. Los grafitti también entran en el género de la poesía, pero siempre y cuando estén bien hechos, porque hay grafitti muy malos también, ¿ah?... Alguien dijo alguna vez: “Las grandes verdades del siglo XX no están en los libros, están en las paredes de los baños públicos”. Vox populi, vox dei. Me surge lo que alguna vez leí en un baño: “La caca se come. Un millón de moscas no pueden estar equivocadas”. ¡Esa frase! ¡Yaaaaaa! Fíjese cómo del pentámetro yámbico pasé a la frase hecha.

¿A qué poetas usted admira?

–En estos momentos a quien más admiro es a Lina Paia.

Disculpe mi ignorancia, ¿a quién?

–Lina Paia es mi nieta (la hija de Juan de Dios, uno de mis hijos). Cuando tenía un año y medio, y aún era poco lo que hablaba, estábamos en una reunión familiar y pidió la palabra: “Yo, Lina Paia... “. Su nombre es Josefa Cristalina Parra. Desde entonces presto mucha atención a ella y en general a los niños cuando hablan, por cómo enfrentan el problema del lenguaje. A pesar de que yo ya era Premio Nacional de Literatura, Premio Juan Rulfo y varias veces candidato al Nobel, por primera vez en aquella oportunidad entré a fondo en el estudio del lenguaje, escuchando hablar a la Lina Paia, observando cómo compone sus frases. Eso es lo que pasa con la Lina Paia. Ella dice lo que siente, y eso es la maravilla total. Porque cuando se dice lo que se siente, se está en el Ser, con mayúsculas.

Y en su poesía, ¿logra usted expresar lo que siente?

–No siempre, no siempre. Le diría que el uno por mil. Ella, en cambio, lo hace todo el tiempo. Lo que sí intento y tengo claro es que hay que expresar lo que uno quiere decir con el mínimo de palabras.

Hay algún hecho específico que lo lleva a introducir signos no poéticos en su poesía, porque no es simple incluirlos y que suenen poéticos, es todo un riesgo.

–Esas son las huellas de la Lina Paia, que habla por necesidad y no por vanidad. La antipoesía es una asociación por necesidad, sin embargo nunca he podido lograr el grado de necesidad que tiene un niño. Es que uno, hasta hoy, sigue hablando por vanidad.

En estos días que estuve en Chile he notado, por un lado, una nación pujante en lo económico pero, a la vez, como con cierta apatía cultural. ¿Cómo lo ve usted?

–¿Ah? Esa palabra apatía me interesa mucho, me seduce. Hace muy poco llegué por primera vez a la palabra apatía. Inclusive escribí un “artefacto” en una sola línea que dice: “Fútbol: apáticos versus hiperquinéticos”. Y en cuanto a esa percepción suya, yo me referiría al mundo actual, y no tan sólo a Chile, en los siguiente términos: en lo quellaman teoría pendular, o también el eterno retorno, algo que estuvo muy de moda en una época. Estamos en una nueva Guerra del Peloponeso, y ahora se está dando una vuelta de los espartanos. La Guerra del Peloponeso enfrentó a Esparta y a Atenas, y representó prácticamente el choque entre el cuerpo (representado por los primeros) y el espíritu. Los espartanos se impusieron y fueron quienes mandaron en el Imperio Romano, antes del Renacimiento. Pero en ese período se produjo un movimiento pendular y reaparecieron en escena los atenienses, que se quedaron hasta fines del siglo XIX... Pero ahora lo que pasa el mundo es algo más concreto, más específico. Yo lo veo en los siguiente términos, y está dicho en un lenguaje muy sintético en el siguiente artefacto, al que le puse como nombre “Farándula”: “A bailar, que el mundo se va a acabar”. Esto puede parecer una tontería, pero el mundo actual es fundamentalmente farándula.

¿Qué es lo que quiere plantear con el término farándula?

–La pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿qué se está viendo de la farándula? ¿Por qué en todas partes hemos llegado a ella? La farándula es la respuesta al diagnóstico de los futurólogos, de la ecología, de la ciencia. Es que la ciencia determinó lo siguiente: estamos a un paso del fin del mundo por colapso ecológico, o por holocausto nuclear, no hay vuelta. La catástrofe parece que ha sido internalizada. ¿Qué hay que hacer entonces? Farrearse lo poco y nada que queda.

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