EDUARDO MENDOZA
Tras cerrar con La aventura del tocador de señoras la hilarante trilogía sobre su detective de manicomio adicto a la Pepsi, Eduardo Mendoza, uno de los mejores estilistas que tiene la literatura en castellano hoy en día, vuelve a publicar una de sus novelas “serias”: una crónica del fin de la inocencia española vista a través de los ojos de un dentista.
› Por Rodrigo Fresán
Mauricio o las elecciones primarias
Eduardo Mendoza
Seix Barral, 2006
365 páginas
Para los que les gusta este tipo de cosas, se podría proponer una tríada canónica y muy viva de la actual literatura de Barcelona constando de tres ángulos inevitables en el mejor sentido de la palabra: Juan Marsé (o el realismo social no por eso carente de lirismo), Enrique Vila-Matas (o la meta-ficción shandy y referencial donde la lectura y la escritura lo es todo, incluyendo todo eso que se vive y se hace mientras no se está leyendo y escribiendo) y, por último pero no por eso en último lugar, Eduardo Mendoza. Y con Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) se complica la definición sintética y precisa. Porque resulta que Mendoza es demasiadas cosas y todas ellas buenas.
Mendoza es el novelista histórico exquisito (con La verdad sobre el caso Savolta, 1975, que muchos señalan como la obra inauguradora de la nueva literatura española, ese mega-bestseller de altísima calidad que es La ciudad de los prodigios de 1986, y El año del diluvio, de 1992). Mendoza es el responsable de las manicomiales e hilarantes aventuras del detective savant adicto a la Pepsi en la hasta ahora trilogía compuesta por El misterio de la cripta embrujada (1979), El laberinto de las aceitunas (1982) y La aventura del tocador de señoras (2001). Mendoza es el que se vale de la ciencia-ficción como herramienta para el comentario del presente con ritmo de folletín en Sin noticias de Gurb (1991, “lo mejor que he hecho en mi vida”, asegura Mendoza) y El último viaje de Horacio Dos (2002). Y –además de autor de teatro y de una guía de Nueva York y de un ensayo sobre el modernismo firmado junto a su hermana– Eduardo Mendoza es quien firma tres obras maestras que, como él, no admiten una clasificación fácil, y que son La isla inaudita (1989), Una comedia ligera (1996) y, este año, Mauricio o las elecciones primarias.
Ninguna de las tres es fácil de ubicar porque funcionan, simultáneamente, en varios registros. ¿Crónicas generacionales? ¿Historias de amor? ¿Divertimentos serios? ¿Memorias sentimentales? ¿Novelas de ideas? ¿Comedias de costumbres? La respuesta es, sí, todo eso. Pero –tal vez lo más interesante– fundido aquí y ahora por Mendoza con una gracia y una elegancia que, promediando el libro, nos hace darnos cuenta y agradecer la deslumbrante certeza de comprender que hacía mucho que no leíamos una novela tan bien armada, tan magistral en su ritmo, tan talentosa a la hora de los diálogos, tan implacable y a la vez graciosa en su crítica, tan astuta y sutil a la hora de comunicar su programa político, tan certera a la hora de trazar sus personajes, tan fríamente bien calculada en sus objetivos y tan emocionante y caliente en sus resultados.
Mauricio o las elecciones primarias –que no se preocupa por esconder sus intenciones decimonónicas ya desde el título y que se vale también del recurso clásico de un casi intangible narrador omnisciente que todo lo ve pero desde afuera y lejos– arranca con la segunda victoria autonómica de Jordi Pujol en 1984 y concluye justo en el instante en que Juan Antonio Samaranch –presidente del Comité Olímpico Internacional– anuncia el 17 de octubre de 1986 que Barcelona ha sido escogida como sede de los Juegos Olímpicos de 1992 que cambiarían para siempre el físico y la psique de la ciudad condal. Entre una fecha y otra se mueve Mauricio Greis, un dentista que, tras años de vivir en Alemania y Madrid, retorna a Barcelona desbordante de buenas intenciones aunque no sabe muy bien qué hacer con ellas. Lo que lo convierte en fácil presa para un grupete de pseudoamigos del Partido Socialista Catalán. Y, sobre todo, como suele ocurrir en las novelas de Mendoza (y en las novelas de Bioy Casares, escritor con el que el catalán tiene más de un punto en común cuando se trata, también, de plantar situaciones verosímiles siempre distorsionadas por algún reflejo absurdo o inesperado) es abducido por dos hembras tan fatales como encantadoras: la cambiante e idealista abogada Clotilde (paradigmática chica progre/pija catalana a pesar suyo) y la humilde y conmovedora y trágica Adela “La Porritos” (anónima y frágil representante de los ideales de la clase obrera destinada a perecer, porque está claro que no habrá sitio para ella ni para su guitarra en la nueva era que se avecina). Mauricio –otra vez, como ciertos “héroes de las mujeres” de Bioy– se dejará llevar por una y por otra pensando que su misión es la de hacerlas feliz y, de paso, convertirse en un prohombre político de bien que trascienda las paredes de su consultorio y las dentaduras de sus pacientes. Está claro que no lo consigue a pesar de su entrega (las escenas de las actividades políticas de Mauricio o la del fiasco de las elecciones son tan conmovedoras como hilarantes y trascienden cualquier frontera y época) y que lo que aquí le interesa narrar a Mendoza es, según sus propias palabras en una entrevista, “el desencanto de las ideologías” y “el momento de la transición en que los sueños comienzan a convertirse en realidades, a veces, muy prosaicas, y que tienen poco que ver con el proyecto que cada uno tenía en su cabeza... Los ’80 fueron el final de la inocencia”. Y Mendoza agregó: “Cuando se me ocurrió que el protagonista de una peripecia colectiva podía ser un dentista, que desde luego se me ocurrió en el dentista, vi un camino que me pareció útil. Es una profesión que difícilmente se puede imaginar como vocacional... Me sirve como metáfora de lo que quería contar. Alguien que elige una profesión porque es una buena forma de ganarse los garbanzos y acaba aceptándolo y sabiendo que con eso no va a crear entusiasmo... El protagonista se mueve entre su mala conciencia y su resistencia a aceptar que sus sueños revolucionarios se han acabado. La política le sirve para provocar su sueño”.
Un sueño que no alcanza la categoría de pesadilla, pero que convierte a Mauricio en un súbito “hombre en suspenso” estilo Bellow o en permanente movimiento como el insatisfecho Antoine Doinel en los films de Truffaut, pero mucho menos enamorado de sí mismo y más dispuesto a enamorarse de lo que venga. Alguien que se mueve por Barcelona (y, por un rato, por Tel Aviv) buscando una razón de ser que le permita dejar de ser quien ha sido hasta ahora sin saber muy bien por qué no puede conformarse con lo que tiene en lugar de lanzarse a la búsqueda de lo que vaya a saber uno le gustaría tener. En este sentido, Mendoza ofrece una de las novelas más encantadoras jamás escrita sobre el desencanto. Una novela alegre de leer pero dolorosa de digerir que cierra –páginas formidables la de la fiesta de bodas y la del entierro– con un final felizmente triste o tristemente feliz que deja con ganas de más, de mucho más.
Por suerte para uno, Mendoza ya ha insinuado que todo esto es apenas la primera parte de una trilogía que nos permitirá seguir las idas y vueltas de Mauricio (y de la irritable e irritante Clotilde) por la Barcelona triunfal y olímpica y “de diseño” y por la Barcelona deprimida y con resaca del posterior fin de fiesta.
Mauricio o las elecciones primarias –a la que su autor ha definido como “un Bildungsroman al revés; es decir, una historia de deconstrucción en todos los sentidos, ya sean el político, el social o el sentimental”– abre y cierra con dos breves textos sobre la bíblica e inmemorial caída de los ángeles. Mendoza parece decirnos así que esos seres alguna vez celestiales se convirtieron, al estrellarse contra el infierno de la Tierra y de nuestros tiempos, en seres “cutres” y “casposos”: amigos de escuela que se llenaron de dinero, abogados amorales, detectives malformados, franquistas seniles, sacerdotes alcohólicos, mujeres disolutas, todos habitando una ciudad lanzada a la psicosis de convertirse en otra lo más rápidamente posible y cueste lo que cueste. Y, ahí, Mauricio: con la boca abierta, caries en el alma, extracciones en la vida, bajo el torno de la historia y sin anestesia.
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