LAS PALABRAS EXTRANJERAS
Si la patria es el lenguaje, una vez que se atraviesan las fronteras, todo queda bajo amenaza. Un autor griego toma sus riesgos en Africa central.
› Por Jorge Pinedo
Las palabras extranjeras
Vassilis Alexakis
Del estante
199 páginas
No es la cerca que la circunda la que define el límite de la aldea, como tampoco esa línea dibujada sobre el mapa. Ni siquiera hasta donde llegan los cazadores en sus incursiones o aún más allá donde se proyectan los invisibles senderos de los intercambios. Una barrera de palabras es la que traza la virtualidad en la que el habla hace de frontera y la lengua de patria, porque es materna. Más allá están las lenguas extranjeras, las otras, que son adoptadas y en ciertas circunstancias históricas las que hasta se tornan adoptantes. Unas y otras lenguas transcurren de la única forma que les es posible: de boca en boca, en el beso del lenguaje.
Así como lo hicieron el polaco Conrad con el inglés o el irlandés Beckett con el francés, el griego Vassilis Alexakis hace pie también en la lengua gala para desatar en la ficción otro giro, esta vez hacia el sango que se habla en la República Centroafricana, ex Africa Ecuatorial francesa. Tiempo y crítica dirán en su momento si Alexakis alcanza a revolucionar la literatura como lo hicieron Conrad o Beckett, pero es bastante seguro que al menos la conmueve. En Las palabras extranjeras parte de la lengua materna leída en las lápidas de un cementerio ateniense se posa en la dinámica de un francés que lo adopta y se lanza a una lengua que requiere como pocas otras, para sobrevivir, de la invención: “La lengua ha previsto su evolución, recuerda su futuro, simplemente hay que refrescarle la memoria”.
Nicolaïdes, el protagonista, descubre una patria en el sango una vez que logra salir del plano cartográfico y de la especificidad del diccionario. Aprendizaje que es creación, como en la literatura, o estancamiento, ocio de los sepulcros: “Sólo tenemos una lengua. Si muere, estamos perdidos. Sólo ella sabe quiénes somos nosotros, nos lo recuerda cada mañana. Sin ella, estamos condenados a ser despertados por voces extranjeras”. Una trama desopilante que va de París a Atenas, vuelve a la Francia profunda y de allí al corazón africano, en su andar desmitifica la leyenda cultural europea tanto como una Grecia concebida al modo de un museo a cielo abierto o un continente negro mero reservorio de recursos naturales mezclado con la escenografía de Tarzán.
Allí donde adoptar implica ser adoptado, en cuanto a la lengua se refiere, la escritura por fuera de la materna formula, más que una extranjería, cierto distanciamiento. Suerte de “ficción calculada” destinada a operar como vacuna de la infatuación, cobra en Alexakis la dimensión de la aventura propia de los últimos exploradores. De tal modo el protagonista cincuentón se torna niño sin hacerse infantil: “Al reelerme a través de otra lengua, veo mejor mis puntos débiles, los corrijo, lo que explica que prefiera ser leído en traducción más que en la versión original”, sentencia. Estrategia funcional a su escritura que bien podría haber cobrado la forma del ensayo y que no obstante el autor desliza hacia lo narrativo. Campo más fértil a fin de desenvolver preguntas que le son tan propias como universales: “¿Qué significaba entonces esta tentación repentina por la cultura negra? ¿Y por qué había pensado en una lengua menor? ¿Con el objetivo de darle a mi proyecto un carácter fuera de lo común? ¿Por compasión con las lenguas menores que tienen cada vez mayores dificultades para hacerse oír? El griego también es una lengua amenazada”. Allí donde dejan de hacerse oír, acaso por haber abjurado de escuchar, el conjunto de las literaturas se hallan amenazadas. Puesta en la escena de la historia, localizada en tiempo y espacio, Las palabras extranjeras, la novela, retorna a las lenguas maternas en un corsi e recorsi, la misma nota a una octava de distancia. Giro atrapante que se beneficia con la impecable traducción de Oscar Angel Costanzo.
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