LIBRO CHICHE
› Por Sandra Comino
La tapa a cierta distancia es un lobo de perfil con la boca abierta. Con más detenimiento se observa que el ojo es una luna en cuarto creciente, los dientes, una arboleda (¿Versalles? ¿Alamedas de las Acacias?), la lengua, una alfombra roja y el pelaje del lobo, negro azulado como una noche oscura y espesa. La Caperucita Roja o Le Petit Chaperon Rouge, es un cuento antiguo. Ya lo era cuando Charles Perrault lo recopiló alrededor de 1695 y lo publicó, luego, firmado por Pierre Darmancour, su hijo, y desde entonces se cuestionó la autoría por estas razones. Se presumió que un hombre, abogado de la corte, miembro de la Academia Francesa, como era Perrault, no iba a publicar cuentos para niños, aunque se dijo, incluso, que no estaban destinados a ellos. Sin embargo, de todos los relatos de “Los cuentos de mamá Oca” (1697), el único que se consideró para chicos fue Caperucita, cuya moraleja lo convertía en un cuento de advertencia por su final trágico: “... este Lobo malvado, se lanzó sobre la Caperucita Roja, y la comió”. Transcurrió casi un siglo para que los eruditos Hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm, tomaran la versión de la boca de Jeannette Hassenpflug y le incorporaran el final feliz.
La Caperucita, de Leicia Gotlibowski, es la versión de Perrault, sin agregar ni quitar nada en la construcción del relato, ni siquiera en la dedicatoria a “Mademoiselle” (sobrina nieta de Luis XIV). La traducción es fiel; no obstante, la ilustración prolifera sus lecturas. No sólo incorpora un contexto histórico sino que le agrega un toque de actualidad y de este modo la historia puede leerse de diversas maneras.
La autora, después de descubrir que la Mademoiselle de la dedicatoria “era nada menos que la abuela de María Antonieta”, decide que su personaje sea María Antonieta y todo comienza con Caperucita, que sostiene un retrato de la futura reina a los 14 años.
A medida que se avanza, Caperucita (tanto la de Gotlibowski como la de Perrault) cruza la historia de Francia, el Palacio de Versalles y puntos geográficos de encuentros, más cercanos en el tiempo como, por ejemplo, donde el lobo se ve con ella cerca del Metro: Porte Dauphine, y él tomará el subte y ella tendrá que ir por el bosque (ahora sí la Alameda de las Acacias) porque la abuela vive detrás del “Moulin Rouge”. En este collage extraordinario, la niña emprende el camino (pasa por una boutique, un bazar y una peluquería) hasta que llega a la casa de la abuela, “... se desviste y va a meterse a la cama, donde quedó bien despistada al ver cómo estaba hecha su Abuelita en salto de cama”.
Lo que ocurre en estas páginas no hace más que reafirmar que los cuentos tradicionales perduran y fisuran el paso del tiempo, precisamente porque las libres interpretaciones llevan a corroborar, como dice Graciela Montes, que esas historias son de todos y de nadie.
Dos puntos interesantes: se publica para niños, y no se ha censurado ninguna parte del cuento original. Muy por el contrario, hay tres páginas dedicadas a la boca del lobo donde aparecen los colores de Francia y se puede ver una silueta entrando en la oscuridad. En el final, por un lado, la moraleja (textual, respeta el uso de las mayúsculas que usó Perrault) advierte a las damas que “... los lobos no son del mismo talante; los hay de un trato elegante, sin bullicio, sin saña, y que prudentes, mansos, dulzones y complacientes, rondan a las jóvenes señoritas...”. Por otro, el retrato de María Antonieta en la guillotina y la divisa: Libertad, Igualdad y Fraternidad o la muerte.
El libro es el primero ilustrado que publica Leicia Gotlibowski, argentina, premiada en Holanda, Colombia y España.
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