Domingo, 23 de julio de 2006 | Hoy
MARIO LEVRERO: EL DISCURSO VACíO
Publicada originariamente en Montevideo, hace diez años, llega a la Argentina una curiosa novela-terapia de Mario Levrero.
Por Martín Pérez
El discurso vacío
Mario Levrero
Interzona
144 páginas.
“Hoy comienzo mi autoterapia grafológica.” Así arranca la primera parte de El discurso vacío, una curiosa novela del uruguayo Mario Levrero, editada originalmente en su Montevideo natal y que una década más tarde se publica en Buenos Aires. Redactada a la manera de un diario íntimo, lo curioso de su propuesta se revela desde el nombre, que hace alusión a la necesidad, en quien escribe, de vaciar de contenido su discurso para poder prestar atención a la escritura. O, mejor dicho, a su caligrafía. Según comenta el narrador desde el mismísimo comienzo, el punto de partida de su particular autoterapia es un método sugerido por “un amigo loco”, que parte del principio de que, si es posible leer la personalidad de una persona en su letra, también puede ser posible cambiar su personalidad corrigiendo la forma en que escribe. De ahí esa necesidad de vaciar su discurso que tiene el narrador: para poder concentrarse en su caligrafía, antes que en lo que cuenta. Así es como El discurso vacío termina entregando un paradójico diario no-tan-íntimo, que pretende vaciarse de significado, pero que en ese mismo movimiento se “llena” con el relato de una cotidianidad habitada por sueños oníricos y arrebatos del inconsciente, asomándose justamente a ese vacío que se pretende construir decididamente.
Nacido en 1940 y fallecido en 2004, Levrero forma parte del canon de los “raros” uruguayos, una clasificación que inventó el crítico Angel Rama para reunir autores que sólo tenían entre sí el hecho de transgredir el molde del realismo de sus contemporáneos. Una lista que (según detalla Pablo Fuentes en un estudio posliminar de la obra de Levrero incluido en el volumen de cuentos Espacios libres, Puntosur, 1987) reconoce la obra del franco-uruguayo Lautreamont como primer antecedente, luego se continúa en Horacio Quiroga, y adquiere un perfil más definitivo con Felisberto Hernández, José Pedro Díaz, Armonía Sommers y Marossa Di Giorgio, entre otros. Desde sus primeros trabajos publicados a comienzo de los años setenta (la novela La ciudad y el libro de cuentos La máquina de pensar en Gladys), el trabajo de Levrero se incluyó en esa vertiente, amparándose durante la década del ochenta, al menos de este lado del charco, en el ámbito de la ciencia ficción vernácula, al ser publicados sus trabajos principalmente en revistas del género. A medio camino entre Lewis Carroll y Franz Kafka, sus relatos más significativos –entre ellos la trilogía de novelas La ciudad, París y El lugar– siempre están protagonizados por una voz narrativa en primera persona, que trata ingenuamente de amoldarse a la extraña realidad que percibe a su alrededor.
En sus últimos años, Levrero terminó de construir otra trilogía de textos, integrada por el cuento Diario de un canalla, El discurso vacío y que culminó en su novela póstuma, La novela luminosa. En ellos, de alguna manera extremó el recurso narrativo que llevaba a sus personajes por mundos opresivos y/o maravillosos. Aquella primera persona pasó a identificarse con él mismo, y el mundo que lo rodea es el suyo, el de un hombre que subsiste inventando crucigramas, que pelea con su edad y con su cuerpo, que no puede dedicarse a la escritura como quisiera. Esa era la vida de Levrero, y ese es el día a día que rehúye El discurso vacío, una novela morosa y por momentos abúlica, que busca la iluminación en los pliegues de lo cotidiano. “La gente suele decirme: ahí tiene un argumento para una de sus novelas, como si yo anduviera a la pesca de argumentos y no a la pesca de mí mismo”, escribe Levrero. Y agrega: “Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones”. Es allí, en esa búsqueda que se reconoce en todos sus trabajos previos, donde reside la fascinación respecto a una novela como El discurso vacío. En el hecho de ver a un escritor luchando por poner en un mismo lugar todos sus intereses, por reunir realidad y ensueño en una ficción que sea honesta, profunda, nueva y, al mismo tiempo, eso de todos los días.
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