Dom 30.07.2006
libros

LEWIS ROBINSON: HISTORIAS DE MAINE

Pequeñas iniciaciones

Once relatos sugerentes y eficaces para el debut de un escritor norteamericano en la tradición del cuento corto.

› Por Mauro Libertella

Historias de Maine
Lewis Robinson
Tusquets
268 páginas

Sobre la Costa Este de los Estados Unidos, en el vértice de la península que parece desprenderse del mapa norteamericano, está la ciudad de Portland, en el estado de Maine. Allí se crió Lewis Robinson, y ésa es la escenografía para todos los relatos de su primer y único libro hasta hoy, Historias de Maine. Los nacientes trozos de biografía nos dicen que Robinson nació en Massachusetts en 1971 y pasó toda su vida en los pequeños pueblos regados en los campos de Maine. Ha ejercido múltiples oficios, desde bombero hasta pescador o camionero en Nueva York. Ahora enseña literatura y da clases de básquet en una escuela secundaria en Portland.

Historias de Maine se publicó originalmente en el 2003 y le valió a su autor un curioso premio para escritores jóvenes, quienes reciben 35 mil dólares para poder desarrollarse en la literatura. El libro pone en juego once relatos cortos, profundamente clavados en el pulmón de la tradición norteamericana, exponentes nítidos del short storie. Son historias sencillas, de una prosa despojada, totalmente ajenas al juego barroco y a los excesos del lenguaje. El título de la edición original lleva el nombre de uno de los cuentos, Policía amigable, y quizás en ese gesto esté cifrada la política literaria del libro: un solo cuento bastaría para hablar de la totalidad, y si bien todas las historias se chocan dibujando una constelación, el libro está erigido en base a un puñado de relatos independientes, cerrados sobre sí mismos, y con el respiro de una novela embrionaria en cada uno de ellos.

En ese horizonte de relatos concisos y bien narrativos, se destacan los pequeños bildungsromans “Ver el mundo” y “Una excursión”. En el primero, un joven de 17 años sale por primera vez de su pueblo, con la cámara en mano, para convertirse en cineasta capturando algunas postales de la vida cotidiana. En el segundo, un adolescente que apenas conoce a su padre se embarca con él en un viaje por los Estados Unidos, arriba de un camión que los llevará a contrabandear pinturas en la frontera con Canadá. Se deja ver así una de las tensiones centrales que despliega Robinson: el hogar y el mundo exterior, el pueblo y sus límites. Desde esta perspectiva, los cuentos de Historias de Maine delimitan las aristas de un pueblo, de un grupo humano –algo similar a lo que hizo Faulkner a lo largo y ancho de toda su obra– y, una vez trazado ese contorno, proyectarse a lo más pequeño de lo cotidiano de Portland. En este sentido, hay una interesante correspondencia entre lo que se narra y los métodos para hacerlo: la frase corta, el comienzo contundente y el diálogo veloz parecerían ser la forma más precisa de narrar un abanico de anécdotas simples. Es un modo eficaz de acercarse a lo mínimo. Y allí podemos ver el pliegue que pone a Robinson dentro y fuera de la tradición, de Hemingway a Raymond Carver. La escritura minimalista y el culto por las formas breves los acercan. Pero si Hemingway y Carver practicaban el understatement, esa técnica a través de la cual lo que se escribe es solo una mínima parte de lo que el cuento dice (graficada en forma de iceberg), en Robinson lo vertebral parece ser lo explicitado, lo que se lee.

La irrupción de Robinson como una nueva impronta en la narrativa norteamericana ha generado un tímido revuelo en la crítica de su país. Hablaron de un autor de un raro talento, se multiplicó la palabra promesa y ya alguien enunció aquello de “la voz más fuerte de su generación”. Desde luego, no es tiempo de inflamaciones. Pero sí de reconocimiento: en su primer libro hay once bellos relatos, escritos con la fuerza de unaprimera obra pero tramados con el cuidado que una prosa despojada requiere.

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