Domingo, 6 de agosto de 2006 | Hoy
DE COLECCION
Una auspiciosa nueva colección de poesía pone en oferta textos “en obra”, cuando aún no está dicha la última palabra. Poetas en plena producción, ediciones muy cuidadas, un atisbo del futuro.
Por Coca Carpanero
Variaciones de la luz
Diana Bellessi
bajo la luna
29 páginas
El muchacho de los helados
Osvaldo Bossi
bajo la luna
30 páginas
Esta colección surge por una necesidad de mostrar el aquí y ahora de la poesía argentina desde una concepción editorial dinámica y sin precedentes: publicar libros en transición –poesía en obra– como paso previo a su definitiva integración a obras más extensas e importantes. Diana Bellessi y Osvaldo Bossi inauguran este catálogo con buenos augurios.
La poesía de Bellessi ilumina, conmueve. Primero, por el uso inesperado que hace del lenguaje. Nombra la naturaleza y la conecta con su intimidad desde una introspección, desde un viaje hacia adentro desde afuera. Hay una serie de poemas del atardecer, de la luz tardía pero no gastada, y es la voz de alguien que se asoma al ocaso de la vida, pero no es un ocaso dramático, melancólico, depresivo, como si también Bellessi confesara que ha vivido; una culminación experta, enriquecida, vagamente majestuosa. Y aparecen también la muerte y la reencarnación, no como consuelo sino como actitud serena, la del que contempla, como esa mano que reposa, la de Buda, envejecida pero sabia de puro vivir, que se apoya en el muelle de madera y desde la veranda ve lo que buscó. “El corsé de nervios y de venas”, la piel de vivir, de haber vivido, ahora descansa ante lo hecho, sobre todo lo deseado. Si Bellessi fuera joven diría otras cosas o las diría de otro modo, pero cabe dudar, sinceramente, de si serían más potentes: “el lujo atronador de los veranos...”, conceptos que no son adolescentes, pletóricos de hormonas. ¿Qué tenemos, entonces?, “aquella fe viviente y orgánica donde todo luce en resplandor oscuro” porque “todo lo despierto reposa en otra parte cuando duerme”. Bellessi afirma y evanece, lo bastante para que las líneas de puntos las llene el lector –si se atreve, primero a leer, luego a imaginarse ahí–. Al cabo de la vida Bellessi no tiene las alforjas vacías, su espanto, el vacío, del que surge reencarnada, rediviva, un viaje valeroso (quizá valioso) en el que es una tentación acompañarla: “un claro verde como el rayo purísimo perseguido en la juventud”.
Es en un lento escenario de verano, con la música de la radio ocupando el silencio de la tarde mientras las moscas zumban y los pájaros carpinteros duermen en los árboles, que aparecen los diez años de Bossi y de “su amigo Raulito”, en la otra propuesta de esta colección, El muchacho de los helados. Y allí, en medio de esta descripción bucólica, el perfil del muchacho de los helados quiebra la calma chicha de la niñez y simbólicamente marca el despertar sexual. Esto es narrado como un largo cuento, como una historia que nos va envolviendo con delicados detalles que no buscan una lectura más allá de la poesía misma: “(...) una decena de árboles/agitan su fronda/como un ventilador de eucaliptus”. Pero Bossi también roza, con inocente belleza, la mezcla sutil de los juegos infantiles y el deseo que aparece: “(...) gozábamos por anticipado/la posibilidad de escondernos juntos”. Las cosas cotidianas, los lugares, se irán tiñendo suavemente de erotismo, y es aquí cuando el autor abre para nosotros ese “verano eterno” que muestra, señala, relata el amor con un lenguaje directo que apunta al centro mismo del concepto: “Prefiero que sea amor lo que nos damos/lo que nos dimos aquella noche, uno/junto al otro, encima del otro”. Nada, ya, será como antes y todo irá tomando otra intensidad, otra intencionalidad, que continuará cubriendo los objetos instalados definitivamente en el recuerdo.
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