NOTA DE TAPA
Contra la costumbre de escribir sus recuerdos al final de la vida, los escritores de las últimas generaciones han optado en muchos casos por hacer memoria en plena posesión de madurez y vigor. Tal es el caso del narrador indio Vikram Seth, quien en Dos vidas (Anagrama) abordó tramas familiares anónimas pero cargadas con el peso de la historia del siglo XX.
› Por Rodrigo Fresán (desde Barcelona)
Hubo un tiempo –pensar en Henry James o en Thomas Mann– en que los escritores se reservaban para el final, como canto del cisne o graznido del cuervo, la compleja tarea de hacer memoria. Así, al final del camino –y habiéndola utilizado lateralmente en más de una ocasión para sus cuentos y novelas– resultaba lícito recordar la vida propia porque, a punto de agotarla definitivamente en el plano de la realidad, no estaba mal inmortalizarla en lo literario.
Ahora no. Ahora los escritores parecen cada vez más inclinados a hacer memoria y memorias cuando son jóvenes y, en teoría, queda mucho por delante. Y son muchos los que se han apuntado a la difícil partida. John Updike y Philip Roth y John Irving y Martin Amis y Kurt Vonnegut hicieron –o rehicieron– lo suyo hace ya unos años. Pero ahora parece haberse desatado un verdadero huracán autobiográfico por anticipado, mucho antes de la crepuscular temporada de los últimos monzones: Donald Antrim, Dave Eggers, Jonathan Franzen, Hanif Kureishi, Jonathan Lethem, Rick Moody son, apenas, algunos de los narradores que en los últimos tiempos han optado por contar lo sucedido de este lado (lo sucedido a ellos y a los que los rodean, esos que, en más de una ocasión, no les dejan escribir en paz) por encima de lo que podría suceder del otro. ¿Cargar las baterías? ¿Recreo trabajoso? ¿Necesidad refleja de comprender de dónde se viene para saber hacia dónde se va? ¿Mejor recordar en caliente y no arriesgarse a la gélida posibilidad de la amnesia senil o, peor, la poco fidedigna autofascinación que contagian el bronce de los años y de los premios? ¿O tal vez la inconfesable necesidad de confesar algo, lo que sea, sintiéndose así más personajes que personas?
Le pregunto acerca de este fenómeno al escritor indio Vikram Seth, de paso por Barcelona, presentando Dos vidas: una tumultuosa historia de los odios del siglo XX proyectada sobre el telón de la peculiar y serpenteante love-story de dos hermosos perdedores históricos y anónimos nacidos en 1908: el indio Shanti Behari Seth (quien pierde su brazo en la Batalla de Monte Cassino, convirtiéndose en el segundo dentista manco de Inglaterra) y de la judeo-alemana Henny Caro (quien pierde a su familia en los campos de concentración de Auschwitz y Theriesenstadt), que se conocen en el Berlín de 1933 y –casi seis décadas después– acaban viviendo en Londres “comiendo galletitas y tomando el té como dos perfectos ingleses”, pero discutiendo en alemán. Uno y otra, tíos abuelos de Seth con los que el escritor, a partir de 1969, pasó buena parte de su vida joven, una vida destinada a ser singular, una vida única.
Me prometí que todo sería absolutamente real y que ni siquiera me permitiría comentar un pensamiento que no estuviera debidamente documentado. Lejos de sentirme frustrado por esta disciplina, el efecto fue liberador.
Vikram Seth
Porque Vikram Seth (Calcuta, 1952) no es un escritor indio normal. En realidad, Seth no es un escritor normal con una obra normal o predecible o fácil de categorizar y anticipar. Y para ser más preciso: Seth no es una persona normal, su vida se las ha arreglado hasta la fecha para aunar los aconteceres de varias vidas y su obra no se queda quieta, es difícil de definir y su única constante reside en su calidad y su talento. Seth es –además de novelista, poeta, escritor de viajes, autor infantil y libretista de ópera y, ahora, memorialista familiar– un respetado economista formado en Oxford (de ahí su tan temida como justificada fama a la hora de negociar sabrosos y leoninos y crecientes adelantos para cada uno de sus libros; por el manuscrito de Dos vidas se llevó 1.400.000 libras sólo en el Reino Unido) y firmante de una influyente disertación sobre la planificación y distribución del pueblo en China, sitio en el que vivió e investigó a lo largo de varios años. Seth es hijo de una familia tradicional india –su madre fue la primera mujer en ejercer como jueza en la High Court en Delhi y en Simla– que aceptó su bisexualidad sin problemas ni reproches (“Es una parte de mi vida que es mía y no me interesa ser definido a partir de ella”, apuntó una vez Seth, lo que no impide que sea presencia habitual en las campañas por los derechos de los gays en la India). Además del inglés en el que escribe y el hindú natal, Seth habla varios idiomas incluyendo el alemán, el galés, el urdu, el mandarín, el francés y –durante la rueda de prensa en la que presentó Dos vidas en Barcelona– se la pasó jugue- teando con un librito llamado Instant Spanish y haciendo chistes con perfecta pronunciación de la letra z. Cuando no está ocupado aprendiendo algo nuevo, Seth se distrae tocando la flauta india, el chelo o cantando Schubert.
En lo que a su carrera como escritor se refiere, Seth comenzó primero como poeta (“mi verdadera vocación”) y después se hizo novelista superando este elegante conflicto con la publicación, en 1986, de The Golden Gate: una novela en verso sobre las vidas de un grupo de yuppies de San Francisco inspirada por la lectura del Eugene Onegin de su admiradísimo Pushkin. El curioso y muy logrado artefacto no sólo obtuvo éxito de crítica y elogio de sus pares (Gore Vidal la bendijo como “La gran novela californiana”) sino que además consiguió ventas más que considerables. Enseguida, Seth volvió a la casa de sus padres en Delhi y se encerró en su habitación infantil para escribir lo que intuía como “una novela breve” inspirada a partir de un comentario oído al azar: “Tú también te casarás con el muchacho que yo escoja”, oyó Seth que alguien le decía a alguien. Y siete años después y más de 1500 páginas después, para 1993, había conseguido Un buen partido, no sólo la perfecta fusión entre Dickens y la saga histórico-familiar india escrita por un confeso fan de Dynasty y Dallas sino, de paso, un atronador best-seller ganador de todos los premios menos el Booker. Tiempo después, paseando por Kensington Gardens, Seth contempló a un hombre solitario mirándose en las aguas del arroyo The Serpentine y se preguntó “¿En qué estará pensando?”. La respuesta fue Una música constante (1999) novela armonizando el amor entre un par de miembros de un cuarteto de cuerdas y –para los más reputados musicólogos– el libro que mejor se las ha arreglado para transferir el espíritu y sonido de notas clásicas a letras contemporáneas.
Dos vidas (publicado en inglés con gran éxito en octubre de 2005 y ahora traducido por Anagrama; el editor español Jorge Herralde recuerda a la perfección y comenta in situ la visita de Seth a su hotel en Londres con una abultada carpeta llena de fotos y documentos que desplegó sobre el suelo de la habitación para explicarle la flecha del futuro libro y el arco de su trama verdadera) surge de estímulos más directos: la madre de Seth preguntándole a su hijo un “¿Por qué no escribes sobre el Tío Shanti?”. Después, el descubrimiento de un arcón con cartas de la Tía Henny –varias de ellas reproducidas en el libro, explayándose en un romance de juventud así como insinuando un affaire lésbico– y Seth comprendiendo, enseguida, que ahí, en las existencias de esos dos seres comunes pasando por situaciones poco comunes, tenía un poderoso destilado. Una historia del siglo que era, sí, también, la Historia del Siglo, una teoría hecha práctica de las complejas relaciones entre Oriente y Occidente llevadas al plano doméstico (más que afortunada la cubierta de la edición inglesa donde se funden los colores y motivos de dos empapelados, uno europeo y otro indio) y, por último pero no en último lugar, una historia de amor diferente. Un amor más práctico que romántico, al que Seth prefiere definir como una “historia de perseverancia”, entre dos seres aparentemente imposibles de conciliar (Shanti nunca se cansa de hablar sobre su familia, Henny rara vez la menciona), entre dos formas muy distintas de entender la pasión pero que, sin embargo...
Aunque la génesis fue lenta y cuidadosa (la última parte del libro cuenta la vida de Dos vidas, Seth comenzó a conversar con su tío abuelo sobre el tema, en once largas y exhaustivas entrevistas, hace trece años; Henny murió en 1987, Shanti cinco años después agobiado por el dolor de su ausencia); esta historia de seiscientas páginas y varias décadas se lee a una velocidad pasmosa y placentera. La idea, explica Seth, era “moverse alternativamente entre lo micro y lo macro”. Y así Dos vidas –prosa clínica y cálida al mismo tiempo– produce la original pero bienvenida sensación de fluir entre el fresco histórico y la acuarela hogareña, entre la home-movie y el Cinemascope, entre el minuto y la centuria abarcando desde el ascenso del nazismo hasta el fin del milenio y el descenso de tantas cosas. Lo mejor de ambos mundos. Algo así como una de aquellas amorosas superproducciones de David Lean que en lugar de lanzarse a las vastas extensiones del paisaje exterior opta por el henryjamesiano detalle oculto en la alfombra de la sala de una casita en Hendon, al norte de Londres. “¿Que por qué la escribí?”, me responde preguntándose Seth. Y –luego de descartar toda motivación generacional o genérica– se encoge de hombros, sonríe tímido y confiesa: “Es un libro sobre el que me cuesta hablar o explicarlo. Me ha sucedido con todos mis títulos anteriores pero con este la sensación de incomodidad es aún mayor. Por lo general no me gusta iluminar todos los rincones de mi escritura. No me interesa iluminar o tener claros todos los porqué. No me parece necesario ni importante ni imprescindible. De lo que sí estaba seguro con Dos vidas es de que me impondría una férrea disciplina a la hora de no inventar nada. Me prometí que todo sería absolutamente real y que ni siquiera me permitiría comentar un pensamiento que no hubiese sido debidamente comunicado o documentado. Lejos de sentirme frustrado por esta disciplina, el efecto fue liberador. La realidad jamás le resultó decepcionante a mi parte de novelista. Todo lo contrario. Y, fundamentalmente, quería explicar y explicarme cómo funcionaba el corazón de un hombre apasionado junto al corazón de una mujer apasionada por todo menos, me temo, por la mismísima pasión. El amor de dos seres felices por haberse encontrado en un mundo en el que se sentían solos. Sus vidas, juntas, les funcionaron a ellos como un muelle luego de una larga tormenta en altamar. Un muelle al que yo llegué durante mi adolescencia, desde la India, y que también me ofreció refugio en un mundo nuevo y extraño para mí como alguna vez lo había sido para ellos. Y había ahí algo nuevo, algo verdadero y que, sin embargo, conectaba de algún modo con los temas de mis ficciones. Para ser sincero, escribí Dos vidas por un motivo muy personal: quería, necesitaba, que Shanti y Henny fueran completa y complejamente recordados”.
Por lo que Seth –quien en más de una ocasión comentó que “la familia es lo más importante para mí, es mucho más que la fuente de la que brota casi todo lo que he escrito”– comenzó a abrir puertas de altillos y de armarios y de sótanos de par en par dejando tan sólo entreabiertas aquellas que mostraban demasiado la decadencia física y mental de su tío “por una cuestión de respeto y dignidad”. Le pregunto cuál fue el efecto de sus descubrimientos en parientes y allegados y Seth explica que Dos vidas “produjo dos efectos notables: el primero fue un profundo asombro y admiración por la prehistoria de Henny, de la que sabíamos poco y nada; el segundo fue cierto malestar por la exhibición de los últimos años de Shanti y algunos comentarios desagradables que hizo cerca del final antes de redactar un testamento un tanto extraño. Más allá y por encima de esto, la idea no fue la de ofender a nadie. Tampoco, pensando en el lector general, quería ser obvio o didáctico. Quería que resultara interesante tanto a conocidos como a desconocidos”.
Le pregunto a Seth si, terminado el libro, su idea del matrimonio como institución había cambiado y Seth responde: “La respuesta es sí. Luego de vivir tan profundamente estas Dos vidas he comprendido que, al contrario de lo que aseguró Tolstoi, los matrimonios o las familias felices también pueden ser muy diferentes. El libro, además, ha significado para mí algo muy personal. Un rito de paso. No he tenido hijos y ya tengo una edad en la que podría tener nietos. Por lo que Dos vidas es, también, mi vida filtrada por la de dos personas que, como digo casi al final del libro, han sido parte importante de mi propia historia”. Seth abre el libro y lee, en español instantáneo: “Es posible que a esas dos personas, que me quisieron y a las que quise, no les gustaran todas las pinceladas –a veces distorsionadas, a veces demasiado explícitas– de este retrato. Pero ya han muerto y no ha de importarles y quiero que se les recuerde en toda su complejidad: en la salud y en la enfermedad, en la debilidad y en la fuerza, en su franqueza y en su reserva. Para mí sus vidas fueron puntos cardinales, y siguen guiándome; quiero haberlas mostrado con fidelidad”.
Dos vidas concluye con un adiós a “un siglo malvado” y una advertencia acerca de “otro que aún tenemos por delante”.
Le pregunto a Seth si el advenimiento de tiempos oscuros, en su opinión, romperá o potenciará el latido de los corazones enamorados. Seth vuelve a abrir su libro y lee y desea y ruega y espera “que no seamos tan necios como solemos ser casi siempre. Si no podemos evitar el odio, evitemos al menos el odio entre comunidades. Que comprendamos que sólo por un azar no somos nuestro prójimo. Que creamos, en resumen, en una lógica humanitaria, y quizá, con el tiempo, en el amor”.
Y agrega: “El problema es que ahora tenemos una tecnología mucho más avanzada y que esa tecnología, encausada hacia la destrucción, probablemente no deje sitio o espacio para una posible posterior reconstrucción. Puede decirse que, luego de la experiencia de la escritura de Dos vidas, de contemplar desde la óptica de dos personas anónimas los acontecimientos históricos a los que tuvieron y pudieron sobreponerse, soy el más optimista de los pesimistas o el más pesimista de los optimistas. Una de las cosas que me gustan del libro es que nunca digo o aconsejo –tampoco lo hacen Shanti o Henny– en cuanto a cómo debemos o cómo no debemos comportarnos. Esa no es la responsabilidad del autor o, por lo menos, no es la mía. Quiero pensar que se trata de una responsabilidad de los lectores. Es decir, de una responsabilidad de todos nosotros”.
Y después Seth sonríe. En español y en inglés y en hindú y en cualquier otro idioma que se le cruce, instantáneamente, por los caminos y las páginas de una vida que vale por muchas.
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