NOTA DE TAPA
Una historia signada por el exilio y la pérdida de la memoria marcan los últimos años de Adelaida Gigli, la mítica “única” mujer de Contorno. Pero a pesar de la distancia y la enfermedad, llega hasta nosotros Paralelas y solitarias(Alción), una recopilación de sus cuentos escritos entre 1976 y 1986. María Moreno reconstruye su mundo de viajes, fiestas, duelos y soledades.
› Por María Moreno
Lo que se hubiera reído Adelaida Gigli de haber podido escuchar a los oradores de la presentación de su libro Paralelas y solitarias, ella que era apedreadora de apariencias, es decir, de las puestas en escena de la prestancia para cultivo del nombre propio, aunque en este caso fuera el suyo. Y sin embargo el gesto era generoso. Una conspiración amistosa permitió que el libro, en cuya presentación hablaron León Rozitchner y Tununa Mercado y se leyó una carta de Ismael Viñas, se publicara luego de años en que el silencio de ella y sobre ella se adjudicara al devenir trágico de su vida, a una autoprogramada desaparición pública en Argentina. Con prólogos de Noé Jitrik y Raúl Santana, Paralelas y solitarias lleva el subtítulo “Cuentos” y el dato temporal de que fueron escritos en el período 1976-1986. Ocho de esos cuentos fueron editados por Adelaida Gigli en Recanati, su pueblo natal y el de su exilio final, bajo el título de Locas sueltas en país ajeno. Paralelas y solitarias es una selección que Adrián Bravi, su amigo y custodio que la ha acompañado sus últimos años en Recanati, registra como fechada en 1986. Adelaida incluyó algunos de los cuentos de ese libro en Locas sueltas en país ajeno con otros títulos.
Adelaida Gigli es una ceramista notable que ha expuesto sus obras en diversos países de Europa, haciendo de un hobbie asociado a las señoras y a los ceniceros, arte a secas. En la actualidad está internada en un geriátrico de Recanati donde se le ha diagnosticado mal de Alzheimer. Sus hijos Lorenzo Ismael y María Adelaida (cuyo padre es David Viñas) están desaparecidos.
Algunas mujeres escritoras han modelado sus personajes para atenuar sus avances en el campo cultural, fingiendo que sólo se limitaban a generar y dirigir el escenario del parricidio, amenizarlo o favorecer el toma y daca de las transacciones que el mito romántico quiere oculto. Colette se hace la cosmetóloga y la bailarina de music-hall, Norah Lange la oradora de banquete y la enfermera de un genio; Victoria Ocampo la productora y traficante de autores y originales. Pero hacer el personaje era en estos casos una estrategia de integración redituable, aún en conflicto, por la propia obra. De Adelaida Gigli se dice que fue apresada por ser dueña de una casa donde se escondía el arsenal montonero, pero que no quedó pegada y se le permitió salir del país, que se exilió por Brasil en cuya frontera tomó un taxi junto a una pareja ocasional y, con el fantástico argumento de estar huyendo de su familia –ya tenía más de cuarenta años– que se oponía al romance, se ganó la complicidad del chofer que era policía. Que cuando su radicalizada hija María Adelaida le reprochó que no trabajara, ella se agarró con violencia el pubis y le dijo “con ésta te mantuve”. El prontuario intelectual dice que Adelaida Gigli fue la única mujer visible en el grupo Contorno, pero la mayoría recuerda vagamente sus escritos y sí el personaje. Ninguna de sus palabras, pero sí impresiones imborrables que llaman al encomio acrítico. En esas impresiones Adelaida les ha dicho a los machos culturales cosas socarronas e implacables que los han puesto en tela de juicio. Ninguno de ellos puede decir cuáles, y el reconocimiento posterior de haber sido vapuleados se transforma en un gesto de condescendencia, casi en una puesta en escena de la propia grandeza. Ismael Viñas, por ejemplo, luego de leer Paralelas y solitarias ha enviado una carta-recuerdo de Adelaida a la presentación: “La conocí de muchas maneras: como la mujer de David, en la casa de sus padres, como una muchacha bella, en los cafés cercanos a la entonces facultad de Filosofía y Letras, una muchacha que decía frases arriesgadas y te las decía en la cara, como tirando bombas; como la única mujer que escribía en el grupo Contorno, aunque hubo otra que después escribió, Susana Fiorito y muchas jóvenes estudiantes que revoloteaban alrededor y escribían en otras revistas; como una artista, ya separada de David, que hacía hermosa alfarería, y seguía diciendo-tirando bombas verbales en la cara de sus interlocutores (también en mi cara)”. Al final de su carta, Ismael Viñas dice que al leer ciertas frases de los cuentos que le han enviado de Adelaida, le parece estar oyéndola. Es decir, la reenvía a la palabra oral que excita, provoca la palabra de la parroquia.
Leer los cuentos de Adelaida Gigli puede generar el prejuicio de entenderlos sólo en la clave de su tragedia personal. Pero Adelaida ya es Adelaida antes del horror que no es la única huella en sus cuentos que trazan las fluctuaciones de una voz lúcida, como para sí, a la manera del inconsciente, casi al borde una experiencia incomunicable pero con esa cadencia del italiano de las escritoras de posguerra, autoras de tramas pequeñas de honda poética material como Natalia Ginzburg o Dacia Maraini.
Adelaida Gigli organizaba fiestas. Es un decir: no eran ágapes pequeño burgueses donde la socialización del deseo se limitaba al intercambio de esposas a la hora de bailar los lentos, los excesos disculpados por el alcohol y la droga y avalados por los análisis antropológicos de Roger Caillois, las orgías obligatorias y antipsiquiátricas. En la década del sesenta, el disfraz se había liberado del carnaval y emitía una polifonía visual de signos políticos. En la calle de la vanguardia –Florida– la moda hacía audaces collages: la chaqueta a lo Sierra Maestra, la camisa a lo Nehru y la cartera hilada, un trabajo de tejedoras de Santiago del Estero, y el poster bajo el brazo con un diseño psicodélico de Apple. La guerrilla se reía antes de llorar utilizando en sus operativos pelucas y anteojos de sol (¿algún sobreviviente confesó alguna vez el goce paramilitante de vestir un uniforme policial?), cuando no el camuflaje de la familia tipo. Las fiestas de Adelaida eran verdaderas performances políticas, como las define Beba Eguía, entonces segunda esposa de David Viñas e íntima amiga de Adelaida: “Iban unos locos geniales, generalmente del margen. Recuerdo que una vez decidimos hacer un desfile de modelos y dar un premio al mejor. Sacamos los vestidos y los trapos que nos comprábamos y los ofrecimos. Y Falbo, el librero editor, empezó a disfrazar a todos. Adelaida lo vio venir y le dijo: ¡A mí no me tocás! Yo me disfrazo sola. Estábamos todos afuera de su cuarto. De pronto apareció Adelaida desnuda por completo y con un gorro de lana. Ya era una mujer mayor con el culo y las tetas caídas, panza. No le importaba. Por supuesto, hubo un aplauso general y ganó el concurso. Entonces corrió hacia la ventana (vivía en una planta baja al lado de la embajada norteamericana) y se tiró a la vereda. Salimos a mirar. Ella corría por la manzana entre los árboles, luego tocó el timbre y volvió”.
La desnudez de Adelaida no debe haber sido la desnudez edénica de los hippies sino ésa con la que insiste en sus cuentos, aquella donde el disfraz –aquello con que andar por el mundo– radica en el despojamiento extremo.
Sus fiestas eran también psicodramáticas –el desafío era mostrar la identidad con la invención de un personaje autobiográfico, la cosmética impuesta por un demiurgo ocasional y los baúles del pasado de otro– doblemente clandestinas en sus cruces de disidentes eróticos organizados, artistas sin caballete y militantes de izquierda pretragedia.
Héctor Anabitarte, uno de los fundadores del FLN (Frente de Liberación Homosexual), que presta testimonio en el libro de Flavio Rapisardi y Alejando Modarelli Fiestas, baños y exilios, recuerda una fiesta donde Adelaida también se desnudó pero sólo en parte, haciendo de esa parte un todo. “Un día organizó una fiesta de disfraces en la que, según decía, estaba disfrazada de teta. No había tenido tiempo de prepararse y sólo se le ocurrió sacar un pecho afuera del vestido, y así andaba por todos lados. A eso de las 12 llegó un grupo de montos amigos de los hijos, que también militaban en la organización. Después nos enteramos que venían de cometer un atentado, que habían dejado el coche estacionado en la puerta de casa, y estaban armados hasta los dientes. Ese tipo de episodio pasaba en la casa de Adelaida.”
El día que fue velado Perón, Adelaida Gigli pierde tal vez todo enlace con el grupo Contorno a través de una performance donde parece acabar con la música del pasado al mismo tiempo que se declara a la multitud, pero no formando parte de ella sino desde el balcón de su casa: Sui géneris versión de Evita, reparte entre grasitas honorarios, tapas de sus discos de vinilo con la frase “te quiero” de su puño y letra: “Servía té y mate a los manifestantes, y decía mañana nos moriremos todos. Pues ella presentía que se venía el horror, que se iban a desatar todas las cóleras, el crimen, el acabóse”, se acuerda Anabitarte.
En una carta de Adrián Bravi a Beba Eguía hay un retrato reciente de Adelaida Gigli donde la boca, ya ajena a las palabras y contra la decadencia biológica, todavía es un arma. “Ayer fui a ver a Adelaida. Como siempre, tenía una mirada perdida que no sabés qué cosa está viendo. A un cierto punto le dije que me habías llamado y que había hablado con vos y que habías preguntado por ella. Fue muy lindo, porque cuando pronuncié tu nombre me miró fijo a los ojos. En ese momento me di cuenta de que me estaba mirando, que le había tocado un punto neurálgico de sus recuerdos. Casi nunca mira con tal intensidad. No insistí más porque después se puso a gritar; lo hace siempre, no es un grito, se parece más a un lamento. Pobre Adelaida, quizá cuántas cosas hubiera querido decir o saber. Las chicas que la cuidan son muy dulces, la acarician siempre, y ella tiende siempre a morder. Es increíble. Arriba le queda solo un diente y abajo cuatro o cinco. El de arriba está todo arruinado, pero resiste.”
Adelaida sigue sin aceptar el consuelo de los vivos porque alguna vez escribió: “No hay trueque. El futuro no responde”.
En dos cuentos de Paralelas y solitarias, “Una” y “Los que no tienen razón”, a través de una exilada que se niega a ser consolada por las amigas a quienes se intuye como militantes de derechos humanos, y de otra que imagina su muerte próxima fuertemente entramada a su duelo, Adelaida Gigli produce algo quizá monstruoso: el testimonio que se desea a sí mismo hermético, alusivo o insinuante, que no se entrega ni a los compañeros que seguramente han huido ante esa que les enrostra, aun a través de un personaje: “Les digo que me dejen en paz, lo mío no es una manera de ser ni menos aún una revancha, ni menos aún una rectificación, ni menos aún un repliegue. Es un se me da la gana. Es un residuo. Soy un despojo consciente, lo que no hago lo hago sobre mí misma”.
Adelaida ha buscado a sus hijos pero, para ella, palabras como “castigo a los culpables”, “aparición con vida”, lo sugiere León Rozitchner, son limitadas puesto que ella quiere una separación radical del mundo, de cualquiera de sus condiciones. Son testimonios pero que no se dan ante los tribunales, ni espera ser escuchado puesto que ella se ha vuelto sobre sí para cobijar a sus muertos de la muerte, colocarlos más allá de cualquier reparación, justicia estatal y memoria edificante: “A Julia sus muertos no la perturbaban, cada uno de ellos seguía girando su vida y ella los seguía sosteniendo. Los llevaba a cuestas y sentía sus codazos (...) Las cosas dejadas por sus muertos (ombligos fosilizados) a los cuales había amado y por los cuales había sido amada, las llevaba encima, para nada encerradas en escapularios, las llevaba dentro de su cuerpo, entreveradas en su rodete, sostenidas en sus dobladillos (...) Julia conservaba intactas sus preferencias, sus puntos de vista, sus arrebatos y sus ternuras y sus lucideces. Conservaba de sus muertos sus deseos. Cada uno de ellos seguía siendo el que había sido (...) La muerte no los había espiritualizado ni universalizado, no los había alejado. Sus muertos gozaban de buena salud, ni se habían amalgamado. Cada uno seguía siendo sí mismo. Julia no había tragado sus consistencias; no se había obsesionado; seguía combatiendo. No los había perdonado”.
Adelaida no dice “todos los desaparecidos son mis hijos” sino otras frases cinceladas al borde del aforismo si no fuera porque suenan a esas sentencias del yo trágico cuando se libera de todo deber ser hacia los otros. No es una versión individual de las Madres de Plaza de Mayo sino que explora, sin hablar por las otras, lo que de la experiencia de éstas no puede pasar al lenguaje.
En el final de “Una” hay una frase inquietante: “Ningún torturador tendrá mi boca”. Y León Rozitchner (la leyó en la presentación del libro) tiene una intuición genial.
“Leídos sus cuentos por nosotros, como si hubieran sido escritos para ser leídos por otros que no eran ella, nos va dando cuenta de las zozobras y los enfrentamientos, las desdichas y los desencuentros, la soledad en fin aún en el abrazo compartido de una mujer a través de los momentos fulgurantes o anodinos de sus relaciones, sus impulsos, etcétera. Todo se ha metamorfoseado, pero sigue siendo mujer-madre para expresar aún en esta ocasión la permanencia femenina de un cuerpo de mujer sintiente, que sigue verificando allí el sentido de lo que nunca será hollado: lo que el asesino se pierde. El asesino pierde a la mujer entera, nunca podrá ya ser amado por nadie, le dice Adelaida. Nunca podrá ser amado por una mujer entera, no tendrá nunca una boca como la suya. Y con ello, creo, expresa el más profundo desprecio pero al mismo tiempo la más íntima degradación y fracaso del asesino. Es como si hubiera querido ir, a partir de ese instante en que su vida de mujer-madre se ha quebrado, a ponerse en juego nuevamente como mujer, y reconocer la metamorfosis que ese nuevo modo de ser ha producido en su vida. Y descubre que ya no habrá boca de ningún hombre que la suya pueda besar: las bocas de los hombres son para siempre bocas de torturadores.”
Los jueces, los abogados, los compañeros, las ex parejas, entonces, comparten el cuerpo con los torturadores. En su vida, Adelaida hace el amor encarnizadamente: su duelo no consiente en el renunciamiento ascético de cuño cristiano como si la sobrevivencia de los deseos de la carne formara parte de aquello que no pudo serle expropiado. En ella el sexo es experiencia de sí y del otro pero sin las connotaciones profilácticas de los años sesenta sino con una alegría dionisíaca de la que dan cuenta sus cuentos y sus cartas. Pero la frase enigmática (“Ningún torturador tendrá mi boca”) deja resonancias definitivas. Se dice que las putas niegan la boca, que se reservan esa región de su carne para el amor, que aún públicas, no entregan. Adelaida copia esa reserva y la hace suya aunque su cuerpo lleve la carga de sus muertos. En contraposición a esos ausentes vitalicios, las manos de Adelaida exploran cuerpos, los amasa para interrogarlos o trabajan la materia, le da color y calor hasta que ésta logre sacarla de la pena: “Bebita: Desde que llegué, tuve la libido aplastada. Tu carta la encontré 20 días después, ya que no se me ocurrió abrir el buzón. Después de leerla me fui ‘incomodando’, es decir me morí. Vino un tipo a comprarme una ‘piastra’ y a ofrecerme una muestra. Para esto, tuve que bajar al depósito donde guardo mis cerámicas pretéritas, y me gustaron”, le escribe a Beba Eguía.
Adelaida no relaciona unívocamente escritura con publicación, como si escribiera para ir sabiendo. El exilio no fue para ella un territorio otro sino una exclusión de sí que tenía la misión de explorar. Cuando se fue de la Argentina dejó no sólo los beneficios de la coalición masculina sino la lengua misma. Pero aceptaba, autoexcluida de su campo cultural de origen, la participación en concursos locales adonde parecía querer consagrase en pequeñas dosis y por afuera del territorio del exterminio –allí donde no pisara sangre.
Según Adrián Bravi, Paralelas y solitarias es una recopilación que Adelaida Gigli hizo para mandarlos en 1987 al Premio Fundación Alfredo y Amalia Fortabat, categoría cuento (seudónimo: Recanati, n0 de inscripción: C-05). Este gesto que puede ser interpretado como una distracción pudo haber sido la gran performance de Adelaida: el retorno al campo cultural propio a través de un símbolo femenino de la reacción espantaizquierdas. Si Adelaida Gigli siempre abjuró de ser una protagonista de las políticas de la memoria, su desmemoria actual tienta a una lectura más filosófica que paramédica y León Rozitchner la realiza: “No creo que haya perdido la memoria, como los médicos dicen. Creo que Adelaida ha tocado fondo: ha ido hasta el fondo de sí misma, ese lugar íntimo e indescifrable al que estos cuentos la llevaban. Que no eran cuentos: eran experiencias inenarrables, porque sólo ella podía entender lo que escribía: porque se lo decía para sí misma mientras imaginaba y describía los frustrados intentos de seguir viva. Pero no era posible, para ella al menos, por ser Adelaida. Había que tener su coraje extremo de abrir un camino solitario que ella sola sabía adónde la llevaba, pero era la verdad más cierta la que buscaba, encontraba y se decía. Como ahora, aunque ya no hable y no reconozca a los amigos, la memoria del cuerpo permanece muda, y nosotros decimos entonces que no tiene memoria. Pero ¿hemos acaso escuchado sus sollozos, sus gritos, hemos visto acaso sus lágrimas? Ese cuerpo intenso, intensivo, fue llevado al silencio como un escalón más de ese camino que desde estos cuentos se vislumbra: que la llevaba al silencio de estar sola, el más absoluto, en medio del mundo luego de haber alcanzado quizás una verdad en la que al fin la Adelaida que fue y la Adelaida que era terminó coincidiendo consigo misma: sin palabras, sin otros. Quizás desde ese mundo insoportable, sin palabras, sólo quepa, imaginamos, el grito de la desesperanza última que la vida le dice que grite a los que la dejamos sola”.
Entonces Adelaida Gigli, aquella de la que se dice que delataba todas las imposturas, hasta la de decir “buenos días” para que la verdad también alcanzara lo nimio, lo dado por menor y cotidiano, la que su amiga Beba Eguía considera la gran trágica de su época y la más radical es, en realidad Todamemoria. ¿Cómo seguir recordando, hablando luego de haber escrito: “Y recién todo sería muerte cuando ella muriese, cuando ella ya no fuera más mecanismo, cuando ella no pudiera más constatar lo que iba de sus muertos hacia los vivos, lo que ahora estaba en ella, presionando otra vez la faz de la tierra”?
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