DE COLECCION
Las cartas del mal (Caja Negra) es un cuidado volúmen que reúne la correspondencia de Spinoza con un teólogo calvinista. Y es la historia de un intercambio destinado a la incomprensión
› Por Gabriel D. Lerman
Dos antagonistas producen un intercambio epistolar. ¿Estaban dispuestos a cambiar de ideas? ¿Era el fin de su diálogo la plataforma de una mudanza personal, de una instancia superadora? ¿Intercambiar ideas arrastra el supuesto de cambiar de ideas? El propio desarrollo del intercambio genera un tiempo que se recorta de ambos mundos de origen con una apariencia de evolución, de acicates, de estiletazos, de argumentación profusa y voluntaria, pero ese discurrir transcurre en una temporalidad distinta de la idea de desarrollo como progresión, y dibuja desde el vamos la fisonomía irreductible del conflicto y la polémica. No hay ni debe haber acuerdo. No puede haber acuerdo, nos revela cada página.
Las cartas del mal se inician el 12 de diciembre de 1664 en Dordrecht, Holanda, donde el teólogo calvinista Willem van Blijenbergh fecha su primera misiva dirigida al filósofo Baruch de Spinoza. Y culminan hacia mediados del año siguiente con la última respuesta de Spinoza. Son ocho textos breves, apasionados, donde cunde la esgrima intelectual y el ejercicio diplomático de exponer y contraponer los argumentos de uno y del otro. El calvinista y el librepensador podrían haberse citado en una taberna de La Haya, y disputado a lo largo de una noche como espadas de dos mundos que, en cierto modo, expresan finalmente dos cosmovisiones de la vida política holandesa y del hombre. Porque detrás o entre las preguntas por Dios, por el mal, por el alma y sus rostros, acaso asome la pregunta por la libertad, por las capacidades del individuo, sus límites, y su encuentro con la historia.
Gilles Deleuze, autor del ensayo Las cartas del mal donde se intenta justificar la autonomía de este corpus peculiar, señala que es en estas cartas donde Spinoza considera en sí mismo el problema del mal y arriesga análisis y fórmulas que no tienen equivalente en sus otros escritos. “Ocurre como si a Spinoza el amor a la verdad le forzara a dejar a un lado su propia prudencia, a desenmascararse, incluso frente a un sujeto que presiente hostil o rencoroso, y con respecto a un asunto de mucho cuidado”, señaló Deleuze.
No hay intercambio en la correspondencia Spinoza-Blijenbergh sino controversia, sondeo, conmoción. Porque el teólogo, tras la apariencia de una voluntad filosófica, escamotea la obsesión de ser el portador de la verdad, la manía de juzgar y esmerilar el pensamiento del otro.
La correspondencia tiene lugar en un contexto en que Blijenbergh es un oscuro comisionista de cereales y aislado redactor de panfletos para fanáticos religiosos, mientras que Baruch de Spinoza, partidario de los regentes, ideólogo republicano y protegido de la fracción dominante, despliega su obra. Diez años más tarde, los duques de la casa de Orange, lugartenientes del emperador, han retomado el poder holandés, Spinoza vive recluido en una buhardilla de un barrio de ancianos de la capital, y Blijenbergh publica con apoyo oficial su Vindicación de la Religión Cristiana y de la autoridad de las Sagradas Escrituras contra los argumentos de los ateos.
La edición de estas cartas es una traducción de Natasha Dolkens y está al cuidado de Florencio Noceti, autor además de la presentación. La generosidad de los editores no deja escapar un documento biográfico sobre Baruch Spinoza, judío de familia sefaradí, cuya ascendencia hizo el camino de los expulsados por España, Portugal y Francia hasta recaer en los Países Bajos. Spinoza, por su parte, se inicia en la vida intelectual a los veinticuatro años con el texto Apología para justificar una ruptura con la sinagoga, con lo cual termina de romper lo que su familia había restituido emigrando. Faltaban nueve años para que conozca al teólogo. En el decreto de expulsión de Spinoza de la comunidad judía holandesa, reproducido en este libro, puede leerse: “Que nadie lea nada escrito o trascripto por él”.
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