RESCATES > FRANCISCO GANDOLFO
› Por OSVALDO AGUIRRE
En 1974, cuando publicó El sicópata. Versos para despejar la mente, Francisco Gandolfo (Hernando, Córdoba, 1921) decidió agregarle una faja que decía “poesía diferente”. También publicó avisos en un diario de Rosario en que promocionaba el libro con el lema “la poesía como terapia”. Y tenía varias razones para afirmar esa singularidad: su formación como autodidacta, al margen de los grupos literarios y los circuitos de difusión consagrados, lo que explica además su ubicación excéntrica en los panoramas de literatura argentina (incluso con su incorporación en la historia de Capítulo); el oficio de imprentero, un trabajo con que ganarse la vida y tener también un tiempo de lectura (durante las largas horas que exigía un tiraje de miles de boletas comerciales); y, sobre todo, una escritura que procesaba referencias antitéticas (las formas fijas de los clásicos y los experimentos de la vanguardia, como Trilce de César Vallejo, con las letras de tango como mediadoras) y se armaba de recursos más bien extraños para la poesía de la época, como el humor y las estructuras de la narración.
En general, los escritores ordenan destruir sus papeles en el final de sus vidas. Gandolfo hizo al revés: su punto de partida fue el momento en que decidió tirar a la basura lo que había escrito en un período aproximado de veinte años. La escena fue coprotagonizada y luego relatada por su hijo Elvio E. Gandolfo en un cuento, “Filial” (lo que sitúa el origen de un tema de su poesía, el del ambiente familiar, los hijos que “me obligaron a ser poeta / medio a la fuerza”). De aquellas cenizas surgieron Mitos (1968), todavía en un período de transición, y luego El sicópata y Poemas joviales (1977). Los tres libros, inhallables desde hace tiempo, acaban de ser reeditados por la Editorial Municipal de Rosario con el título Versos para despejar la mente.
En el prólogo, D.G. Helder reconstruye en detalle la biografía de Gandolfo. Allí, propone, se encuentran las claves de su poesía. O más bien en el modo en que ha relatado su vida a través de las entrevistas que concedió y de la correspondencia que mantuvo con colegas: con el tiempo ese relato define una serie de núcleos que, de modo directo o velado, son también temas de su poesía o revelan escenas y personajes “que de otro modo parecerían arbitrarios o de pura invención”: entre otros, el ambiente anarco-socialista del pueblo natal, el servicio militar, los estados de tensión entre el trabajo cotidiano y las necesidades del arte. En este sentido aparece la cualidad terapéutica que Gandolfo le asigna a la escritura: el humor y la jovialidad, “el goce inteligente y primitivo / de la naturaleza y sus dones”, disuelven el peso de las presiones sociales y relativizan los problemas de la vida diaria. Esta poesía construye así un personaje que observa al mundo con un estado de inocencia y pureza tan natural como desconcertante.
La trilogía, ciclo fundacional de la producción de Gandolfo, sorprendió a sus contemporáneos (corresponsales, escritores ligados a El Lagrimal Trifurca, la revista que publicó en Rosario entre 1968 y 1976, pero también lectores comunes, según anotó en la administración de sus ventas) y de modo lento pero creciente fue valorada por las generaciones siguientes, como se observa en su reivindicación por parte de distintos grupos, de Ultimo Reino a Diario de Poesía; y de hecho la incorporación de mecanismos narrativos adelanta una característica dominante en la renovación poética de los ‘90. Treinta años después, aun con esas relaciones, la poesía de Francisco Gandolfo preserva el misterio y el encanto de su diferencia.
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