NOTA DE TAPA
Reina Roffé supo ser una escritora revelación y una novelista censurada por la dictadura. Los avatares del exilio y la literatura la alejaron de la Argentina, pero desarrolló una importante carrera literaria en el exterior. Autora de novelas de ruptura, biógrafa de Juan Rulfo, actualmente prepara una novela sobre un drama oculto que vivió García Lorca en Argentina. Desde Madrid, donde reside actualmente, habló con Radar.
› Por Alicia Plante
Reina Roffé nació en Buenos Aires. Sin embargo, siempre en alguna forma de relación con su actividad como escritora, vivió exiliada durante largos períodos, generalmente por motivos políticos aunque luego también económicos. En 1973 había publicado Juan Rulfo: autobiografía armada (reeditada en Barcelona en 2001). Su primera novela, Llamado al Puf, había obtenido ese mismo año el Premio Pondal Ríos al mejor libro de autor joven en el concurso de la Fundación Odol. Sin embargo, la aparición de su segunda novela, Monte de Venus, en el aciago año 1976, ofrecía una visión iconoclasta de la mujer en la sociedad porteña y uno de sus personajes era una mujer homosexual. Dada la época que se vivía, lejos de ser premiada y celebrada fue inmediatamente prohibida por la censura militar, que la secuestró de las librerías por inmoral y escandalosa. A la sazón, Roffé tenía 24 años, y para ella y su pareja, el escritor Juan Carlos Martini Real, comenzó un período angustioso de idas y venidas promovidas por el miedo, la rabia y el dolor de la pérdida de amigos y colegas.
En 1978 Roffé y Martini Real tuvieron la oportunidad de viajar a Estados Unidos, donde prolongaron su estadía todo lo posible. Unos meses más tarde, a poco de regresar a Buenos Aires, la pareja se separó, como ocurría con frecuencia en esos días de disolución y quiebre. En 1981 Roffé obtuvo la beca Fullbright para escritores y regresó sola a Estados Unidos por tres años y medio. Allí editó el libro Espejo de escritores (Ediciones del Norte, New Hampshire, 1984). En 1987, de vuelta en su tierra desde 1984, publicó su tercera novela, La rompiente, editada simultáneamente en Buenos Aires por la entonces ascendente editorial Puntosur y en México por la editorial Universitaria de Veracruz; con esta novela corta había ganado el Premio Internacional de Narración Breve otorgado por la Municipalidad de San Francisco, Córdoba, Argentina. Este libro ha sido y es objeto de estudio por investigadores americanos y europeos, y al momento de su publicación, en la mitad de los ‘80, obtuvo buena atención también por parte de crítica y público.
Actualmente y desde 1988, Roffé reside en Madrid, una ciudad a la que no considera “su lugar en el mundo” pero en la cual, entre una y otra visita a la Argentina, coordina talleres de lectura y escritura creativa en el Centro Cultural Pablo Iglesias de Alcobendas. Es además colaboradora de la revista Cuadernos Hispanoamericanos y firma invitada en el Centro Virtual Cervantes. Asimismo, desde ese “puerto” en el cual recaló inicialmente por un ofrecimiento de trabajo, la labor creadora continuó y en 1996 la Editorial Sudamericana publicó su cuarta novela, El cielo dividido, mientras en 2001 la Editorial Páginas de Espuma de Madrid puso en las librerías Conversaciones americanas, un libro que contiene doce entrevistas a autores latinoamericanos. Asimismo, una extensa biografía, Juan Rulfo. Las mañas del zorro, aparece en Madrid en 2003, y en 2004 Roffé da a conocer los relatos reunidos bajo el título Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras.
¿Cómo se entrevista a una escritora a la que vacilamos en acercarnos con una pregunta concreta? La lectura de textos recientes en un primer contacto nos engaña con la impresión facilista de que la maduración de su escritura develará a la secreta autora de La rompiente. Porque a Reina Roffé no se la devela. Está –diría– en su esencia no ser nunca indudablemente comprendida, permanecer de este lado de la incertidumbre mientras explora aguas abisales, deslumbrantes, en las que no existen el tiempo como orden ni las razones habituales. Cada tanto asomamos con el personaje a la superficie de lo cotidiano y nos sentimos pletóricos de oxígeno y sentido, hasta que el relato nos arrastra consigo a mayores simas, a la reconstrucción del instante a partir de su fractura, y lo no dicho, lo ambiguo, la belleza conmovedora de lo onírico nos cortan la respiración y a la vez nos dejan con la sensación de haber extraviado por un momento el hilo conductor... No es así. En realidad entendimos todo. Todo el tiempo.
Leer a Roffé podría semejar un súbito viaje a Oriente, amanecer perplejos ante lo profundamente extraño. Sin embargo, en un recodo incierto la estética de sus imágenes, las palabras –apenas una herramienta exquisita–- nos invitan a calar con ella cada vez más hondo, hasta los últimos repliegues, donde tal vez encuentre –y encontremos con ella– la explicación primordial que al fin acerque el horizonte, la que no pasaba por el lenguaje, por la belleza ni por los sobresaltos de ninguna historia, pero a la que sólo así podremos, quizás, acceder.
¿Qué podés decir de la incidencia de tu historia personal en la relación entre imágenes y palabra escrita?
–Antonio Tabucchi, en su Autobiografías ajenas, señala que toda forma de escritura novelesca, especialmente la que pasa a través del Yo, refleja siempre una imagen de uno mismo. Dice: “Escribir, escribirse: la cuestión es siempre la misma, para hablar de uno mismo es necesario buscar el uno mismo que no existe”. Y asegura que él siempre ha escrito autobiografías ajenas. De otra manera, o a mi manera, podría decir que buena parte de la literatura de imaginación es una suerte de simulacro de la autobiografía y las memorias.
¿Dirías, entonces, que en tu obra, por ejemplo La rompiente, te internás en la ficción desde resortes de la memoria?
–Sinceramente, no lo sé. Coincido con Tabucchi cuando afirma que tanto la verdad como la mentira en literatura no significan nada. “La literatura es una realidad paralela”, siempre es otra cosa, afirma.
¿Volverías a transitar por caminos o propósitos ya recorridos?
–Ahora prefiero itinerarios distintos, porque me gusta tomarme el pulso como escritora, aun a riesgo de no ser comprendida, de fracasar en el intento, de perder o disgustar a mis lectores habituales, que son pocos y muy queridos. El ejercicio de romper con moldes y modelos una lo debe practicar también con su propia escritura. De cualquier forma, ciertas obsesiones persisten, temas que piden una recreación constante. En este sentido debo reconocer que algunos elementos de La rompiente se colaron a El cielo dividido, especialmente los relacionados con el cuerpo y la enfermedad.
Y entre los personajes de las dos historias, ¿hay situaciones o conflictos que se reiteran, circunstancias que las emparientan u oponen?
–Ambas novelas están atravesadas por climas reconocibles que se filtraron en los textos y las situaron en una Argentina asolada por sus vaivenes dictatoriales y políticos. No podía ser de otra manera: toda violencia deja sus marcas en el cuerpo social e individual. Marcas que no quería ni podía describir dado su peso aterrador, pero que están, aun de manera soterrada, condicionando la vida de los personajes.
En tal sentido, ¿buscaste nuevas formas de trabajo? ¿Dirías que se produjo una evolución en tu manera de aproximarte a lo que vas a narrar?
–Ese es un constante desafío. De hecho, empecé a escribir La rompiente guiada por el imperativo de encontrar una voz propia liberada de cualquier mediación o autoridad y que pudiera hablar oponiéndose al discurso dominante, que sirviera para romper con las voces autoritarias de la Junta militar, que tuvieron una fuerte ascendencia en buena parte de la sociedad argentina durante los ‘70 y ‘80. Trabajé con el tema del viaje y del exilio, y el del silencio, aunque me interesaba especialmente tratar cómo la mujer vivió esos desplazamientos y esas censuras. La novela arranca con el viaje al extranjero, donde a la protagonista, una escritora, se le facilita el poder hablar, sin embargo cuenta una historia que está trabada por el miedo, por la imposibilidad de decir “la verdad”. Otra cosa que me propuse fue mostrar la permeabilidad entre lo real y lo ficticio, entre vida y literatura. Hacia el final se expresa sin tapujos el impacto de la violencia en el personaje femenino. El quiebre de su identidad se manifiesta en depresión, “anhedonia”: es decir, enfermedad, la cama se erige en fortaleza contra un tiempo de oprobio.
¿De qué manera es diferente El cielo dividido? ¿Y en qué dirías que no lo es?
–En esta otra historia seguí explorando alternativas para interpretar la temática del viaje pero centrándome en las violencias que presenta un regreso tras largos años de ausencia, lo que se dio en llamar el “desexilio”. Ocurre a mediados de la década del ‘80, ya recuperada la democracia. Les di mucha importancia a ciertos hitos de escritura y trabajé la técnica de fragmentos, la multiplicidad de voces, la superposición de tiempos narrativos. Intercalo la tercera persona con relatos en primera dirigidos a diferentes escuchas que oyen, interfieren u opinan, y modifican lo contado.
Diría que ese recurso, que también utilizás en La rompiente pero no tan sutilmente, produce un desdoblamiento constante, algo como un juego especular entre los personajes y sus voces, que enriquece mucho el punto de vista. ¿Es eso lo que buscás?
–Busqué alternativas discursivas para interpretar de otra manera que en La rompiente los efectos de la violencia vivida por muchos argentinos, pero colocando a la mujer en el centro del discurso para analizar su relación con la historia. Estos libros me permitieron elaborar aquellos temas que me obsesionaban: el silencio, el viaje y la memoria como recuperación. También las modulaciones de una voz, ésa tan anhelada por la protagonista de La rompiente, y que no resultó esplendorosa sino extraña, extrañada, una mixtura de modalidades y giros lingüísticos, una voz contaminada por la migración, cosa que denotan, de forma significativa, algunos relatos incluidos en Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras, mi último libro de ficción.
¿Mujeres raras en qué sentido?
–En verdad, sólo son raras para quienes esperan de ellas un comportamiento que se amolde a las generales de las leyes sociales, religiosas o políticas, que no acatan, porque se rebelan hasta de la rebeldía. Raras, en todo caso, porque viven como extranjeras incluso en su propio país. Raras, por el extrañamiento que desencadenan ciertas situaciones en las que se ven envueltas. Raras, porque la realidad, el afuera enrarecido, las descoloca. Algunas son víctimas de exclusión; otras, incluso, de explotación paterna o laboral.
¿Algo enlaza un cuento con otro?
–Diría que es el propósito de representar los distintos tipos de exilio, de batallas íntimas que se libran en estados extremos de descomposición social. Por ejemplo en el cuento “La noche en blanco” pongo en escena a una mujer mayor, una francesa que sobrevivió a un campo de exterminio nazi y está exiliada en la Argentina, y a una pobre niña que se queda sola cuando el ejército secuestra a su madre. Hay ahí dos patrias que están en toda mi producción: la histórica, asfixiante y llena de prepotencia; y esa otra, la de la niñez, pilar sobre el que se construye la vida, se encarama la memoria, se elabora el lenguaje –que es la patria más íntima de un escritor–.
¿Estás en deuda con alguna historia que sentís que te está esperando?
–No sé si en deuda, pero en este momento estoy trabajando sobre una década que yo no viví y que me interesa explorar porque me parece significativa de nuestra historia como país, la del ‘30, pero poniendo el acento en el presente con el objeto de rodear el enigma de la cuestión argentina, representar el efecto de la transculturación y poner en juego elementos que se cruzan entre dos siglos, el XX y el XXI. En el marco de una Buenos Aires culta y festiva –pese a la crisis que experimentaba–, tanguera y melancólica pero llena de esperanza, por la que desfilan personajes muy importantes de la literatura y la mitología del Cono Sur, se sitúa la novela, que girará en torno de un drama oculto, inexplorado hasta ahora, que el poeta granadino Federico García Lorca vivió durante su visita a la Argentina.
Esta indagación, recuperación y re-puesta en escena de aspectos de la vida de otro escritor, se asocia per se con tus trabajos sobre Juan Rulfo. En ese caso específico, ¿cómo surgió tu romance con su obra?
–Surgió cuando leí los cuentos y luego su Pedro Páramo, a principios de los setenta. Recuerdo que quedé absolutamente seducida por el lenguaje poético-campesino de su prosa, que dijera tanto en tan pocas palabras, que recreara sutilmente, con ironía y con humor, capítulos muy importantes de la vida política de México, como son la Revolución Mexicana y la revuelta cristera. Fueron primero sus libros y luego lo que me llegó de su extraña personalidad, su melancolía, su negativa a seguir publicando, su perfeccionismo, lo que desembocó inmediatamente en aquel primer texto, Juan Rulfo: Autobiografía armada. Luego fue el segundo, Juan Rulfo. Las mañas del zorro. Con la novela Pedro Páramo Rulfo logró algo que fue un postulado para muchos narradores de su generación: revitalizar la palabra en función de un género que parecía sucumbir en aguas estancadas, apostar por una auténtica renovación estética. Y éste fue, quizá, su mayor hallazgo: ajustar hasta el paroxismo el lenguaje particular con el que se expresan sus personajes. Operar con la condensación y el rigor del poeta que lo llevó a corregir sus textos hasta la desesperación, persiguiendo siempre la forma más eficaz de expresar una idea o un sentimiento, de dar con una voz única. Esta fue la lección de Rulfo que yo traté de asimilar para mi proyecto de escritura, una lección que también encontré en autores geográficamente más próximos, como Borges y Onetti.
¿Conociste a Rulfo?
–Sí, estuve con él un par de veces en 1974, cuando visitó nuestro país como parte de la comitiva del presidente Echeverría en un recorrido por América latina para preparar un encuentro de escritores de la región. Yo ya había publicado Autobiografía armada y llevaba un ejemplar para él. Aunque parco en palabras, porque era tímido e inseguro, habló extensamente de ciertos temas, por ejemplo uno que lo obsesionaba: el asesinato por la espalda de su padre a los 33 años, cuando Rulfo tenía sólo seis. Un hombre amable que a pesar del éxito inmenso de su obra llevaba en el rostro la pena enorme de sentirse un escritor fracasado, uno que por inhibición o autoexigencia desmesurada no podía escribir nada que considerase apto para su publicación. Sentí que en esto consiste el verdadero fracaso de un escritor.
¿Existe en vos un lector imaginario, ideal, para el cual escribís?
–Como no soy complaciente cuando leo y suelo subrayar líneas del texto, apuntar comentarios en los márgenes de los libros –cosa que indignaría a los profesores que tuve–, imagino a mis lectores haciendo lo mismo; los veo con un lápiz en la mano, llenando de interrogantes, tachaduras y correcciones algunas de mis páginas; los veo escribiendo otro libro, más diáfano, casi perfecto, ése con el que yo sueño y no puedo realizar. Son los lectores ideales que necesito para alimentar la ilusión de escribir algo que supere todo lo anterior y me salve como escritora.
¿Qué autores tuvieron peso en tu propia estética?
–A Maupassant, Chéjov, Poe y Kafka, que circulaban en mi casa, empecé a leerlos a los diez o doce años. Luego conocí a Camus, Sartre, Simone de Beauvoir y la literatura latinoamericana. En los sesenta y setenta todos los jóvenes teníamos un libro de Cortázar, Rulfo, Onetti, Vargas Llosa o García Márquez en la mesa de luz. También me interesé especialmente en Borges, Silvina Ocampo, Felisberto Hernández y, desde luego, Roberto Arlt. También tuvieron gran peso en la construcción de mi propia estética las obras de Virginia Wolf, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Djuna Barnes, Salinger, Nabokov, incluso Marguerite Duras y Yourcenar. Escritores diversos y estéticas distintas que sin embargo me permitieron encontrar una dirección propia que todavía intento consolidar.
Al escribir, ¿cómo te relacionás con la belleza, con la verdad, con el bien?
–Vuelvo a Tabucchi cuando dice que los creadores son quienes mejor sospechan la verdad a través de la ficción. Diría que una escribe para acercarse a la verdad y la belleza, para poner orden en el caos, para encontrarle ciertos atisbos de esplendor a la realidad, que es, de por sí, opaca, desangelada y simplificadora. Sin literatura, sin colocar la novela en la vida, a mí quizá se me habría hecho imposible entender ciertas cosas que hemos vivido los argentinos de mi generación, no hubiera podido ver ni sentir nada con la misma intensidad o con la misma conmoción. En cuanto al bien, sin un sentido ético de la vida sería imposible escribir algo que mereciera la pena de ser leído. Un escritor en la Europa del post Holocausto o en la América de las dictaduras y las democracias complacientes, debe tomar parte, declarar su repudio y trabajar, desde los estrados a su alcance, contra la intolerancia. Y eso es lo que yo hago, modestamente, sobre todo a través de la escritura, mi arma secreta.
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