Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
ANDRéS EHRENHAUS
Una propuesta lúdica que, a fuerza de un lenguaje liberador, se salva de la pretenciosidad del absurdo.
Por Osvaldo Aguirre
Tratar a Fang Lo
Andrés Ehrenhaus
Paradiso
191 páginas
Tratar a Fang Lo se presenta como la “primera cosa más o menos larga” que publica Andrés Ehrenhaus (nacido en Buenos Aires en 1955 y residente en Barcelona desde 1976). Y la definición no resulta caprichosa: decir que se trata de una novela y remitirla al género sería desconocer la apuesta que pone en juego la escritura y cuya posible clave está declarada en una observación incidental, que pasa casi desapercibida: “Al principio el caos es un punto imperceptible, pero a fuerza de giros y torsiones se va adueñando como si tal cosa de la situación hasta que acaba imponiendo un nuevo lenguaje”.
La palabra que inicia ese movimiento es procastinación, neologismo acuñado para designar cierto padecimiento que aqueja a Fang Lo y lo lleva a internarse en un establecimiento. El término (del que deriva además el verbo procastinar) carece de significado preciso: en principio, es lo que se le ocurre decir al personaje para explicar su comportamiento. Por el uso que le dan los otros personajes define menos una enfermedad que una falta de tipo moral, algo que causa vergüenza y es objeto de censura, pero también de burla. A partir de ese núcleo la narración se construye sobre un lenguaje propio. Ehrenhaus inventa palabras por deformación de las disponibles, juegos de homofonía e incorporación de voces de otras lenguas, distorsionadas por su pronunciación (apremidí, danyerosas); transforma sustantivos en verbos, genera adjetivos enigmáticos, comete faltas de ortografía y, en fin, practica diversas cruzas (el inglés several deviene severales; el francés profiter, aprofitar). A la vez recurre a refranes y clisés para darlos vuelta, literalmente, o someterlos a parodia. La corrosión es general: los diálogos traman juegos de palabras; las anécdotas constituyen a veces paradojas sin salida y los nombres de los personajes, con la excepción del protagonista, suenan en general ridículos, imposibles. En las conversiones hay una ganancia singular: por ejemplo, aplicada a cierto personaje la palabra sincerone es aquí mejor que cicerone, porque añade un matiz cáustico de sentido.
Fang Lo no comprende nada de lo que le ocurre y, llegado el final, tampoco sabe mucho más. Los lugares donde transcurre la acción (o donde no transcurre, ya que el tratamiento esperado se demora sin fin) renuevan cada vez su desconcierto: el gabinete de una terapeuta es una peluquería unisex, por caso, y en un monumental salón de máquinas se pasean individuos de aspecto intimidatorio, aunque vestidos de bañeros y provistos de flotadores con cabezas de jirafa. La incomprensión se vuelve mutua, como si la narración apuntara a tramar un diálogo de sordos, de hablantes de una lengua que si bien es la misma está socavada por la distorsión: los otros perciben “guturalidades o quejidos”, lo escuchan mal, sienten que “habla pero no dice”; él, a su vez, puede decodificar el discurso de los demás, pero esa competencia sólo sirve para hacer nuevos ecos al malentendido. La atmósfera kafkiana del establecimiento y sus habitantes queda aligerada por la infinidad de detalles absurdos (a la doctora Peni le falta un brazo, pero no siempre el mismo brazo; y por otra parte atesora un rubí de jade entre sus nalgas) y el descubrimiento de que el personaje en realidad nunca estuvo encerrado.
Los propósitos lúdicos y las escrituras que se toman a sí mismas como objeto han dado lugar a textos tan pretenciosos como soporíferos. Este no es precisamente el caso. Si bien el contexto permite en ocasiones recuperar para la norma estándar el sentido de los términos, esta cosa que termina siendo el relato plantea una lengua intraducible, cuyos significados quedan virtualmente a cargo del lector y proponen el desafío de leer como el que descubre un idioma desconocido. En definitiva el caos purifica: a través suyo la lengua hace catarsis y crea un orden nuevo, imposible de sistematizar y sobre todo más libre y divertido que el habitual.
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