NOTA DE TAPA
› Por Angel Berlanga
”Lo que se ignora es sólo lo seguro:/ este mundo, república de viento,/ que tiene por monarca un accidente.” Rodolfo Alonso cuenta que entrevió, en estos versos de Gabriel Bocángel, “una metáfora que se adaptaba bien a cierta idea del país, de la Argentina”, y que de allí salió el título del libro que reúne ensayos, conferencias, prólogos, artículos y semblanzas escritos en las últimas dos décadas. Algunos de los temas que aborda en República de viento: cultura, política, inmigración, literatura, nación. Juanele Ortiz, Gombrowicz, Molinari, Yupanqui y Berni son algunas de las figuras perfiladas. Este porteño de 72 años, hijo de gallegos, miembro en los 50 del grupo vanguardista Poesía Buenos Aires, traductor de Pessoa, Eluard y Pavese —entre tantos—, ex editor, ex director del Fondo Nacional de las Artes —durante la segunda parte del gobierno de Alfonsín—, autor de más de veinticinco libros, sostiene que esta es una época de “desolada indiferencia” hacia la poesía y que la vida pública del género “vegeta en un silencio atronador”.
¿Qué tono diría que predomina en el libro?
—Como me pasa con la poesía, no me propongo escribir; los textos, más bien, me ocurren. No son ensayos tradicionales, se trata de escritos de circunstancia que, en su mayoría, se deben a un estímulo externo: la participación en un congreso, la invitación de alguna revista. El tono común no es el de un proyecto, sino el de una evidencia ligada a mi visión de las cosas. Es difícil juzgarse o verse a uno mismo, aunque tal vez de eso se trata; como dijo el gran poeta italiano Mario Luzi, quizá uno escribe para tratar de explicarse las cosas y ese proceso, entonces, tal vez llegue a los otros. Creo que de estos trabajos surgen temas o ideas sobre el país y la historia que en los últimos tiempos están como ocultos. Un tema que me parece muy importante, por ejemplo, es la constante negación de los aborígenes que estaban aquí desde la conquista, quienes ni siquiera fueron defendidos por los patriotas de la Revolución de Mayo; hasta los supuestos “nacionalistas” los niegan. Al mismo tiempo, también es negado el impacto de la emigración, que modificó al país completamente. Otro tema que me interesó mucho es la desaparición, el ninguneo, de personalidades importantísimas de la cultura argentina, de las que ya no se habla más.
¿Cree que ha pasado eso con usted?
—No, no soy tan importante ni significativo. Y no creo que sea mi caso, al menos en los últimos tiempos, porque han pasado cosas que no dejan de sorprenderme. Premios, reconocimientos. Supongo que debe tener que ver con la persistencia y la fidelidad.
¿Fidelidad a?
—A la poesía y al arte, una fidelidad que no tiene nada que ver con el mercado. Y es una fidelidad bastante exigente. Aunque hoy parece la más fácil, me parece que es la más difícil.
¿Por qué?
—Bueno, cuando empecé era muy joven, un adolescente, y la noche anterior a cumplir 17 años me acerqué a Poesía Buenos Aires, que en la década del `50 modificó la poesía argentina. Me convertí en el más joven del grupo. Recuerdo que Nicolás Espiro me decía, al pasar: “Se puede ser poeta y otra cosa, pero no otra cosa y poeta”. Y eso implicaba una exigencia estética y ética. Tiene que ver con no prestarse al espectáculo, al show. Porque se supone que se busca algo más profundo, aunque no sea una cosa tan oculta; se trata de algo evidente, o general, pero secreto al mismo tiempo. Y todo eso tiene que ver con el lenguaje que usamos todos, no sólo los grandes escritores o poetas.
¿Compartiría, entonces, con los artistas sobre los que escribe, una postura de retraimiento?
—Puede ser, aunque algunos de ellos eran hombres públicos. Los poetas dejaron de ser hombres públicos al comienzo del siglo XX, los últimos fueron Rubén Darío y Neruda. Sería un retraimiento ante “el show”, aunque no temática; estos textos un poco muestran eso, porque estos temas siempre han estado relacionados conmigo, no son algo aislado. Un poco por mi manera orgánica de ser y otro por mi historia personal, muy ligada con la lucha contra el fascismo durante la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Me formé un poco con ese clima, con las noticias de los exiliados.
¿Vivió aquí durante la última dictadura?
—Sí. Tenía una pequeña editorial, que se llamaba como yo, y todos los días en los diarios salían libros prohibidos. Lo pasé mal, con angustia, vergüenza y dolor.
¿Lo amenazaron, pensó en irse?
—No, nunca. Tenía amigos con problemas, estaban las prohibiciones, pero no pensé en irme. Era imposible sustraerse del clima de Buenos Aires: bastaba andar por la calle para ver los Falcon, o cómo sacaban a la gente de las casas. Los cadáveres aparecían en cualquier rincón.
¿Allanaron su editorial?
—No, no. Era muy pequeña. Yo había hecho, después del golpe a Salvador Allende, varios libros ligados a eso. Por otra parte, tuve mis problemas personales durante la dictadura, estaba tan obsesionado con algunas cosas que no tenía tiempo de salirme de ellas. Para bien y para mal. Quizá por eso, al retornar después la democracia, muchos de nosotros participamos. Me pareció que se recuperaba la idea de una democracia laica, civil y progresista, pero no demagógica. Lógicamente, nos chocamos con la realidad: la vida política argentina seguía siendo la misma. Por supuesto que las dictaduras son mucho más cruentas, pero era doloroso ver ajarse las esperanzas. Y adaptarse a eso. En una época los escritores eran perseguidos y prohibidos y a raíz de eso uno podía pensar que el arte era importante; pero ahora eso ha sido completamente dejado de lado, se puede publicar lo que uno quiera sin tener la más mínima repercusión, no jode a nadie. Lo que llamamos vida política en la Argentina no se mueve, desgraciadamente, por ideas. Lo que pesan son las cuestiones personales de poder o supervivencia, lo que se llama la democracia rentada: el puesto, el acomodo, el favor, la bolsa de regalo, la asesoría, los ñoquis. Hay una anomia terrible. Este libro trata de recordar otras épocas; es como una cosa irrisoria frente a esta situación nacional que tiene un contexto casi planetario. Se ha instalado una sociedad de consumo y del show que vende la banalidad, el no calentarse, el no pensar, sobre todo a partir de la seducción, la juventud y la trasgresión. Antes al opresor se lo veía y se lo identificaba, se tenía conciencia de la situación, pero ahora los nuevos amos están en todos lados, aunque travestidos o disfrazados.
¿Y no observa, al mismo tiempo y por el contrario, signos alentadores?
—Sí, por supuesto, pero me parece que comparado con la magnitud de lo otro... Me identifico con Bertrand Russell en cuanto a que se definía como un escéptico apasionado. Si uno no fuera optimista no diría ni escribiría nada. Pero tampoco hay que ser ingenuo, maniático o mitómano. Este libro no parte de ningún dogma ni tiene respuestas; un intelectual tiene que plantear preguntas. Hay muchas cosas que me deprimen, pero el movimiento de los obreros que han tomado fábricas y las han puesto en funcionamiento me parece un gran ejemplo de mi idea de democracia y justicia social: que cada uno sea capaz de tener una actitud participativa y crítica. Con los demás y con uno mismo.
Cita en su libro a Martínez Estrada: “La Argentina se tiene que hundir”. ¿Por qué?
—Es que hemos vivido tantas veces esto de la Argentina potencia, o que somos los mejores, y con eso se ha manejado a la gente durante muchísimo tiempo. La mejor forma de querer a alguien es decirle la verdad y no que es hermoso, perfecto, joven y bueno. Creo que a Martínez Estrada le dolía el país y lo quería. Hay que ser especialistas para hundir este país, no cualquiera puede. Y ha sido devastado desde afuera y desde adentro. Se han robado todo. Treinta o cuarenta años atrás queríamos cambiarlo de raíz: para volver ahora a la situación de ese momento tendríamos que hacer una revolución muchísimo mayor. Los actos tienen consecuencias, eso pasa en la vida privada y en la social. No se conoce un país en el mundo cuya sociedad haya votado entregar el petróleo de esa manera. Y no es que no se supiera; recuerdo, de niño, que había estribillos sobre YPF, y hasta una oblea que decía si no cargás YPF, Gardel llora. No sé. Es un misterio la Argentina.
¿Cómo se define usted ideológicamente?
—Difícil, porque las palabras cambian permanentemente. No creo que haya que elegir entre justicia y libertad. Es una tradición que tiene una historia. En la Guerra Civil española se vivió eso. Conocí muchos anarquistas y socialistas que estuvieron allá y me contaron de las cosas del fascismo, pero, además, del stalinismo. La ambigüedad también forma parte de la condición humana. Antes se la veía peyorativamente, pero Merleau Ponty la consideraba la base del existencialismo y en el lenguaje también está. Y no es la ambigüedad, es la capacidad de poder elegir. Me emocionan los momentos en que la gente es solidaria y al mismo tiempo no es autoritaria. No sé cómo definirme: socialdemócrata. Pero la democracia está muy devaluada y el término socialismo fue usado hasta por López Rega. ¿Qué puntos de contacto hay entre estos ensayos y su poesía?
—En mi poesía siempre estuvo ese telón de fondo de conciencia de la violencia, la persecución, la censura, las cárceles, el fascismo criollo. De los momentos metafóricos en el pueblo, cuando las personas se rebelan contra las cosas y se convierten en metáforas. Siempre digo que los milicianos republicanos son para mí como la mitología griega. También me pasa un poco con la revolución mexicana, que surgió de abajo. Ocurre que hemos vivido siempre en regímenes autoritarios o dictatoriales, con pequeñísimos lapsos de leve democracia. Y creo que tenemos inyectado el terror. El terror siempre fue didáctico, desde las cruces de los gladiadores de Espartaco a la crucifixión de Cristo. Cuando los señores feudales en el castillo colgaban a un tipo en la jaula para que muriera afuera y lo vieran los otros, cuando se empala, se quema en la Inquisición, se extermina en los campos de concentración. Todo eso queda dentro.
¿Y la poesía qué papel juega frente a eso?
—Hay un trasfondo que está ligado. De hecho el libro comienza con un ensayo sobre lengua, patria y poesía. La poesía para mí también es un misterio: ¿cómo aparezco yo escribiéndola? Hace poco reeditaron mis seis primeros libros, que son de cuando era chico, e hice un prólogo para tratar de explicarme cómo había llegado a escribir eso: tiene veintiuna páginas y no logro responderlo. Soy hijo de inmigrantes, en mi familia no hay una vida académica universitaria ni nada por el estilo: ¿de dónde salen esos textos que todavía me sorprenden? Yo creo que del lenguaje que estaba en el aire. Tiene que ver con vivir dos infancias, porque mi infancia fue bilingüe. El único don que tengo es el de lenguas, manejo un montón de lenguas latinas. Yo era el primero en mi linaje en nacer en un monstruo como éste, que en esa época era mucho más Babel que ahora. Se cantaba en los boliches en todos los lenguajes del mundo, había exiliados de todos los países y en mi casa se vivía la infancia que ellos contaban de otro lugar. Y estaba la nostalgia por el verde: yo soy el primer urbano. Me mudé a Olivos porque estaba lleno de árboles; después pusieron la Panamericana. Me formé con el cine, las revistas de historietas y la canción popular. El lenguaje es lo más íntimo y, a la vez, es ineludiblemente social. Al mismo tiempo es ambiguo, porque nunca se llega a decir nada del todo. Y siempre se intenta. Por eso no creo que exista la poesía con mayúscula, como una entelequia, como una idea platónica. Por supuesto que existe una historia del género que podríamos llamar poesía, pero la idea de la poesía me parece que no existe, se encarna en palabras, poemas, líneas.
Su infancia coincidió con una buena época para el tango, además.
—En los 40, mientras descubría Buenos Aires, el tango era como el aire que se respiraba. Y en la década siguiente desapareció, de raíz. Pero en los 40 surgen unas letras extraordinarias. Homero Manzi u Homero Expósito son grandes autores que trabajan con figuras y técnicas literarias que los poetas de ahora ni se imaginan. Y eran poetas populares. En esos momentos yo estaba en la vanguardia y había una gran discusión, sobre todo con los comunistas: si ir hacia el pueblo o ser elitista. Aparentemente, nosotros éramos elitistas. Pero como dijo Césare Pavese, al cual traduje desde muy joven, no se va hacia el pueblo, se es pueblo. Hacia el pueblo van los fascistas. Las artes más sutiles que llegaron a la cumbre son el jazz y el cante hondo, el flamenco, y las dos son de origen nítidamente popular. Y eran absolutamente exigentes, aunque no fueran intelectuales. Mi idea de la poesía es la jam session, cuando los músicos de jazz se reunían en algún lugar para tocar entre ellos, para ellos, y empezaban a improvisar. Había una exigencia tan grande del arte que no se podía mentir, ahí. No era cuestión de acomodarse, de ser el más conocido, o el más simpático.
¿Qué opina del arte popular actual?
—Está muy afectado. En el texto sobre Yupanqui recuerdo que en el año 36 él ya decía que en Buenos Aires las editoras consideraban al folclore una industria. De chico también me llegaron mucho el Cuchi Leguizamón, Castilla, Atahualpa. El folclore más auténtico. Pero todo eso ahora es atacado, porque la televisión llega hasta los collas. Y además va de arriba hacia abajo y es seductoramente masificante. Hoy se llama popular a lo que es predigerido para vender a las masas, no a lo que surge del pueblo.
¿Y qué visión tiene de la poesía que se escribe en estos días en Buenos Aires?
—Es imposible decirlo. Está muy ligado con estos temas. Me temo que estamos en una situación de decadencia. Pero es difícil hablar de eso. Y además, ¿quién conoce toda la poesía?
No rescata la obra de ningún poeta en los últimos tiempos, entonces.
—Es difícil. Lo que no hay son lectores. Los libros de poemas se los pagan los autores. Son muy contados los que financian las editoriales. Nadie lee. Incluso en esas lecturas de micrófono abierto —que vienen un poco de cuando recuperamos la democracia y empezamos a ocupar espacios públicos— pasa lo mismo que en los congresos internacionales: nadie escucha al que está al lado.
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