Dom 01.04.2007
libros

NOTA DE TAPA

Inocencia y castigo

› Por Rodrigo Fresán, desde Barcelona

Ahora, en Barcelona —104 años después de que el Caso Edalji y “Las atrocidades de Great Wriley” conmovieran al Imperio Británico—, el escritor inglés Julian Barnes acepta firmar la primera edición de Arthur & George (un objeto precioso, imitando con éxito aquellos libros victoria—edwardianos, con ilustración grabada en la tela de la portada y sin sobrecubierta) y dedica algo con letra pequeña y meticulosa, y la conversación se inicia ahí mismo, con la novela en la mano. La novela más exitosa en cuanto a ventas y a crítica de su ya afortunada y admirada carrera (varios de sus compatriotas celebraron su dedicación y amor a cierto asunto nacional sin “complicarlo” con maniobras metaficcionales optando por una posa “suave” y clásica) y la favorita en las apuestas para el Booker Prize del 2004 hasta que El mar de John Banville, sin que nadie se lo esperara, acelera justo antes de la línea de llegada. El premio en particular —los premios en general— son algo que preocupa poco a Barnes, quien comenta al pasar su condición de “bingo elegante” y el modo en que, a la hora del Booker, se les paga a los jurados muy bien para que luego escriban artículos contando lo sucedido durante las deliberaciones: “Creo que ni siquiera tendrían que anunciar primero la lista ‘larga’ y luego la de los finalistas. Deberían limitarse a anunciar al ganador, decir: ‘Este es el mejor libro para nosotros’, como toda justificación, y punto y a otra cosa, y no generar toda esa histeria y esas intrigas año tras año. Pero así son las cosas. Vivimos en una época en que los escritores deben ser publicitados como ‘productos’ atractivos. Atrás, muy atrás, ha quedado aquella era dorada en que los escritores de mi patria eran considerados titanes e intervenían —porque se los convocaba a que lo hicieran, porque su opinión era importante y a menudo atendida por los gobernantes— en los asuntos más importantes del momento. Ya no es así. Pregúntenle a Tony Blair con quién prefiere fotografiarse, si con Ian McEwan o con Bono, y ya pueden imaginarse cuál será su respuesta, sin lugar a dudas. Lo que para mí, en realidad, no está nada mal; porque yo soy un convencido de que el arte es algo mucho más grande e importante que la política, y que es el arte lo que incluye a la política y no al revés. Y que la responsabilidad de los artistas pasa exclusivamente por ser fieles a su trabajo. Alguna vez tengo la fantasía de que una mañana me despertaré y en la primera plana del diario se leerá, en letras grandes, algo como NOVELISTA RESPETADO PUBLICA UNA MUY BUENA NOVELA. No creo que vaya a suceder. Pero, como dije, hubo un tiempo en que las cosas eran diferentes. Pienso en Wells, en Kipling, en Shaw, en Chesterton... y en Sir Arthur Conan Doyle, claro”.

Lo que nos lleva a la décima novela de Julian Barnes.

EL MISTERIO DE LOS ANIMALES MUERTOS

Inesperado y paradójico: Julian Barnes, el más “afrancesado” de los escritores ingleses de su generación, ha sido quien, finalmente, ha escrito la novela más decidida e inequívocamente british. Porque Arthur & George puede ser muchas cosas muy buenas: un thriller legal de alta calidad, una denuncia de las injusticias cometidas por la Justicia, una muy bien documentada novela histórica, una investigación de dos personalidades opuestas pero complementarias, una crónica invocada —como la amada Madame Bovary de Barnes— a partir de viejos periódicos, un estudio clínico sobre la dignidad como patología, un policial político (recordar que Barnes fue autor durante los ‘80, bajo el seudónimo de Dan Kavanagh, irlandés vagabundo y autor de varias novelas negras protagonizados por el ex policía Duffy), un informe del eterno duelo entre la metrópoli y el campo, un tratado de lo que ocurre cuando chocan la modernidad con la tradición y, finalmente, una perceptiva mirada sobre la nacionalidad y el origen.

Pero —por encima de todo— Arthur & George es una novela ciento por ciento inglesa.

Porque lo que aquí se cuenta es la insólita relación entre un redentor prohombre de su tiempo y un anónimo súbdito pagando con creces el insólito pecado de querer ser más británico que los británicos mismos.

El punto de partida es simple y complejo a la vez: en 1903, Sir Arthur Conan Doyle —el célebre creador de Sherlock Holmes— se interesa por la suerte del medio indio George Edalji, un obsesivo abogado de pueblo chico, Great Wriley en Staffordshire, autor de un panfleto sobre la circulación de trenes, y súbitamente acusado de matar animales en lo que se supone son sacrificios rituales. El asunto despierta la curiosidad de prensa y público, y Doyle decide acudir en ayuda de Edalji e investigar por su cuenta para excarcelar a una víctima de la paranoia y la xenofobia de un sistema más necesitado de culpables que de inocentes. Historia retorcida que Barnes (quien estudió Derecho, pero no llegó a tomar los exámenes para barrister —el encargado de representar a las partes en la vista oral de un juicio— porque se dio cuenta de que no era lo suyo; lo que no impide admirar su pericia a la hora de narrar y ordenar las escenas del juicio) desenreda con una admirable claridad primero en capítulos alternativos dedicados a uno y a otro protagonista hasta que llega el decisivo momento del encuentro. Así, Arthur & George se ubica entre la locura judicial de Casa desolada de Dickens y los admirables misterios “con abogado/investigador” de Turow. Así, es uno quien empieza a leer Arthur & George, pero son Doyle y Edalji quienes no se separan de nuestro lado hasta la última página. Y, aun después, el efecto de esta novela más cercana a Balzac que a Flaubert —y a la que sólo cabría criticarle cierta frialdad ante lo emotivo de ciertos momentos; pero, después de todo, eso es y de eso se trata la flema británica— nos sigue acompañando en un mundo culpable donde Sherlock Holmes no puede ayudarnos. Y el primero en reconocer esto es el mismo Barnes: “Así es. Vivimos tiempos difíciles. E inevitablemente —como también ocurrió con La conjura contra América de Philip Roth, otra novela ‘de época’ con supuestas resonancias actuales, pero que yo preferí leer como una magnífica crónica de una familia en peligro— se ha hablado y escrito acerca de si Arthur & George es un comentario sobre el estado de las cosas en el Reino Unido luego del 11-S y el 7-J. Entiendo que eso ocurra. Una de las virtudes y poderes de la ficción es enseñarnos a comprender mejor la realidad, y ahí está Shakespeare quien, virtual y metafóricamente, parece haber anticipado y comentado absolutamente todo lo que sucedió y sucederá. Pero lo cierto es que, al menos en principio, nada más lejano había de mis intenciones. Tampoco es que el libro estuviera en mis planes. Todo comenzó leyendo un libro de Douglas Johnson sobre el Caso Dreyfus y, a la altura del prólogo, detenerme en una pequeña mención al Caso Edalji y a la participación de Doyle en el mismo. El tema me intrigó y pronto descubrí que no había mucho disponible sobre la cuestión. Estaban los artículos firmados por el propio Doyle y lo que se contaba en las biografías del escritor. Y los artículos que publicó el propio Edalji luego del juicio. Poca cosa. Tampoco encontré ningún familiar más o menos cercano de Edalji, quien no tuvo hijos. Luego me puse en contacto con las personas encargadas de preservar los papeles de Doyle y, afortunadamente, no recibí ninguna respuesta de ellos. Digo ‘afortunadamente’ —luego me enteré de que son personas muy ‘cuidadosas’ del legado de Doyle y que no quieren que nadie se lleve ninguna libra en su nombre— porque el hecho de que me ignoraran por completo me funcionó como la coartada perfecta para imaginar una cantidad de detalles y situaciones. Lo que, claro, me empujó aún más a escribir la novela; porque lo que a mí me interesaba es que hubiera aire y espacio para crear dentro de los marcos de la realidad y de lo histórico y que mi Doyle, si bien respetara ciertas inevitables y necesarias coordenadas espacio-temporales, fuera inconfundiblemente mío. Mi sistema, cuando se trata de documentarse —incluso cuando se trató de escribir las notas que publiqué en The New Yorker— es leer lo suficiente sobre algo para calentar el motor, pero nunca tanto como para ahogarlo. De algún modo, me lancé tras Doyle como Sherlock Holmes tras un desaparecido o un sospechoso”.

EL CASO DE LA PAREJA DISPAREJA

No es ésta la primera vez que Barnes juguetea con lo verídico. Ahí están la meta-confesión enciclopédica que es El loro del Flaubert y algunos de las cuentos de La mesa limón. Y ahora Doyle, y le pregunto a Barnes si se trata de una figura importante para él, alguien sobre quien pensó escribir: “No, en absoluto. Doyle es para mí —como para tantos otros de mi generación— una lectura de juventud, un autor enseguida superado, en lo que a mí se refiere, por nombres como Evelyn Waugh o Graham Greene o Aldous Huxley o George Orwell. En principio, Doyle era para mí casi una incomodidad. No tenía ganas de escribir sobre un escritor. Me hubiera sentido mucho más cómodo si su sitio y participación en los acontecimientos hubiera sido ocupado por un comerciante o un dentista o un mecánico. A mí me interesaba más Edalji. Lo que no quita que, a medida de que iba avanzando en la escritura de la novela, Doyle me pareciera cada vez más interesante como persona y personaje. En especial en lo que hace a su vida sentimental, a la relación con una esposa inválida a la que quería pero no amaba y con una amante a la que adoraba. Y también tenía su intriga el hecho de que Doyle —quien a lo largo de su vida fue requerido varias veces para aclarar casos policiales complejos— tan sólo se involucrara en el enigma de lo sucedido en un pueblito donde habían sido ‘asesinados’ unos cuantos animales. Intrigante, sí, pero no a la altura de Holmes, pienso. De todas las cartas y los pedidos que recibió —muchas de esas cartas eran enviadas a él, pero dentro había otro sobre, con la dirección 221 B Baker Street, para que se las hiciera llegar a Holmes—, Doyle sólo respondió a la de Edalji, quien pasaba el tiempo en la cárcel leyendo las aventuras del gran detective. Doyle se interesó por alguien que no podía ser más diferente de él. Sus motivos, explicó, tenían que ver con distraerse de los ‘días de oscuridad’ que siguieron a la muerte de su esposa. Pero no me parece una explicación del todo satisfactoria. Ese, creo, es el verdadero misterio, el enigma que a mí me interesaba resolver siguiendo, sí, los mandamientos establecidos por el propio Doyle: ‘Primero, ser inteligible; segundo, ser interesante; y tercero, ser astuto’”.

Cómo explicar —le pregunto a Barnes— que el creador del personaje más lógico y cerebral de toda la historia de la literatura haya caído en las garras del más infantil de los espiritualismos. Responde: “Sí, es raro. Pero sólo si se lo contempla desde el aquí y ahora. Hay que tener en cuenta que, en tiempos de Doyle, el espiritualismo era una corriente científica como cualquier otra, tan discutida y defendida como las teorías de Darwin. Igual de extraño es que se haya armado semejante escándalo por un caso de mutilación de animales. Para que hoy se viviera algo semejante las víctimas mortales tendrían que ser los perritos de la Reina”.

LA (IRRE)SOLUCION FINAL

Y la realidad no equivale, necesariamente, a la verdad, del mismo modo en que la ficción no tiene por qué ser necesariamente mentira. La naturaleza mixta de Arthur & George basada en hechos reales a realizar por Barnes, así como su súbita actualidad tratando el tema de lo extranjero, la imposibilidad de ser asimilado, y el crimen de ser diferente y de venir de otra parte, se puso claramente de manifiesto desde el vamos, en tiempos en los que el pasado y el presente parecen confabularse para confundir aún más a las posibilidades del futuro.

“Lo de antes. Son muchos los que me preguntan —a medida que la novela se va traduciendo y visito diferentes países— si su escritura se vio afectada por las bombas en Londres y la posterior muerte a manos de la policía del brasileño. Y yo digo que no, pero que sí afectó su salida. Porque el 7 de julio de 2005 era el día en que la editorial celebraba la fiesta de lanzamiento de Arthur & George para mis amigos y la prensa especializada y, está claro, por razones obvias, la fiesta se suspendió. Pero sí tengo que admitir que, mientras escribía la novela, sentí por un momento la tentación de insertarle un contrapunto contemporáneo a partir de algo que leí en un periódico y... allá vamos otra vez: el tema de lo que sucedió para que nosotros lo escribamos. Y es que no hay muchas historias que ya no hayan sucedido. Lo que pasa es que —no es mi caso— a muchos escritores les cuesta confesarlo. Hay una anécdota que a mí me divierte mucho y tiene que ver con mi amigo Ian McEwan. Resulta que cuando publicó, hace unos cuantos años, su novela Amor perdurable tanto la crítica como sus lectores no dejaron de destacar una y otra vez su primer capítulo. El del accidente en globo. Un verdadero tour-de-force de técnica narrativa e imaginación pura. Pero al poco tiempo me encontré con un amigo común que me dijo: ‘Es formidable el provecho que le sacó Ian a ese recorte de periódico sobre el accidente de globo que yo le pasé’. Cuando se lo pregunté a Ian en plan ‘bien escondido te lo tenías’, él me miró completamente asombrado y me dijo: ‘No es cierto. Me lo inventé todo’. Y estaba convencido de que así era, pero... Lo que me lleva a lo que te estaba contando: hace unos años leí en un periódico la noticia de un indio que había aparecido muerto, ahorcado, en la verja de un parque en las afueras de Londres. El veredicto del forense fue suicidio. Pero un sobrino del occiso no estaba convencido y decidió ponerse a investigar por las suyas. A las dos semanas, él también había aparecido ahorcado, en la misma verja del mismo parque, y el caso se había cerrado, de nuevo, como suicidio. El tema me intrigó y decidí ir a la comisaría que se había ocupado de ambas muertes, y aquí viene lo más impresionante de todo: entro, me presento, viene a recibirme el encargado de turno, un sargento, me escucha, me mira entrecerrando los ojos y me pregunta por qué me interesa ese caso. Le explico que estoy escribiendo una novela sobre un caso muy poco conocido que tuvo lugar a principios del siglo XX. Me pregunta cuál caso y le digo: ‘El Caso Edalji’. Al hombre se le iluminan los ojos y me dice: ‘¡Pero yo vengo investigando ese caso desde hace más de veinte años! ¡Es mi hobby!’. Así que nos vamos a un pub, intercambiamos notas y, de pronto, noto que el sargento hace silencios cada vez más largos. Le pregunto qué sucede y, con voz helada y un poco triste, me responde: ‘Veo que usted también piensa que Edalji era inocente’. Demoro unos segundos, desconcertado, en decirle que por supuesto, que se me hace evidente. El sargento entonces me dice: ‘Bueno, Edalji le ha engañado a usted del mismo modo en que engañó al pobre de Doyle’. Le pregunto si no piensa que el accionar de la policía de entonces, el modo en que se llevó la investigación no fue, cuando menos, imperfecto. Silencio largo. ‘Es posible’, reconoce en voz baja. Le pido entonces que me explique cómo fue que lo hizo y qué sentido tenía para Edalji ponerse a matar pájaros y conejos y vacas y caballos y pasarse siete años en la cárcel hasta obtener el indulto —pero no necesariamente pudiendo limpiar su nombre y ser redimido— con la ayuda de Doyle. Lo que me respondió entonces el sargento me dejó atónito: ‘Es que Edalji era un genio del mal, uno de esos villanos súper inteligentes’. Le pregunté entonces qué motivos podía tener un genio del mal para dedicarse a asesinar animalitos y me dijo: ‘Cada vez estoy más cerca de saberlo’. Increíble. En cualquier caso, tengo que reconocer que me pasó data muy buena.”

Le pregunto a Barnes —quien, se me ocurre entonces, alto y de perfil anguloso, tiene un parecido más que notable con Sherlock Holmes— si le envió un ejemplar de Arthur & George al sargento de policía: “Por supuesto. Pero no recibí ningún acuse de recibo. Seguramente lo leyó y ahora piensa que yo también soy un genio del mal y un villano súper inteligente de esos que andan sueltos por ahí”.


Elemental, mi querido Barnes

Julian Barnes (Leicester, 1946) —definido por Joyce Carol Oates como “la quintaescencia del humanista” y “el más grande de los pre-posmodernos”— es uno de esos contados escritores a los que jamás se les puede adivinar su próximo libro. Como a Italo Calvino o a Peter Carey o a Jim Crace, a Barnes parece gustarle sorprender a sus numerosos lectores, sorprendiéndose primero a sí mismo desde la tranquilidad y el nervio de saber que ningún tema ni posibilidad le son ajenos. De ahí que, en entrevistas y perfiles, suela ser catalogado como “el camaleón de las letras británicas”.

Así —luego de desempeñarse como lexicógrafo para el Oxford English Dictionary y ser el crítico televisivo para la revista New Statesman (Barnes consideró la cobertura de la guerra del Atlántico sur como “la peor desde la guerra de Crimea”) y periodista bajo los alias de PC49, Fat Jeff, Edward Pygge y el waughiano Basil Seal—, Barnes debutó con una afrancesada novela de iniciación (Metroland, 1980) para saltar a una historia de celos patológicos (Antes de conocernos, 1982) y consagrarse internacionalmente con el más emotivo artefacto metaficcional de la historia de la literatura moderna apoyado en su confesa pasión por el gran escritor francés: El loro de Flaubert (1984). Siguieron una elegante novela histórica con reminiscencias de Virginia Woolf (Mirando al sol, 1986) y una novela-en-relatos unida por el tema del naufragio y la supervivencia (Una historia del mundo en diez capítulos y medio, 1989). Hablando del asunto (1991) fue la primera entrega de lo que anunció será una trilogía (continuada en Amor, etcétera en 2000 y quedando aún pendiente su conclusión) sobre las idas y vueltas de los tres componentes de un triángulo amoroso. El puercoespín (1992) fue una sátira política ubicada en el cambiante mapa de Europa central, Al otro lado del canal (1996) un volumen de elegantes cuentos cruzando de una orilla a otra el tema de las tan complejas como apasionadas relaciones franco-británicas, e Inglaterra, Inglaterra (1998) una distopía sobre la nacionalidad como parque temático. El libro de relatos La mesa limón (2004) está marcado por la idea de la vejez y la inminencia de la muerte. Sus artículos como corresponsal en Londres para The New Yorker fueron recopilados en 1995 en Letters from London: 1990-1995, sus ensayos franceses en Something to Declare (2002) y sus columnas gastronómicas para el periódico The Guardian en El pedante en la cocina (2003). Y aunque el Booker se le resista, Barnes es dueño de una vitrina de premios y condecoraciones envidiables: ganó el Prix Médicis, es Officier de l’Ordre des Arts et des Lettres, recibió el Premio E.M. Forster de manos de la American Academy of Arts and Letters, el premio Shakespeare de la alemana Fundación Alfred Toepfler, el premio Somerset Maugham, el Geoffrey Faber Memorial Prize, el Gutenberg, el Grinzane Cavour y el premio del Estado Austríaco. Arthur & George fue finalista del Booker, del British Book Award a la mejor lectura del año y del Commonwealth Writers Prize. A Michiko Kakutani de The New York Times, por supuesto, Arthur & George no le gustó, “a pesar de su evidente ambición”.

Barnes forma parte —junto a Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, Graham Swift, Salman Rushdie y Martin Amis, al que alguna vez consideró su mejor amigo y de quien posteriormente se distanció protagonizando una pelea literaria que recibió el trato de national affair por parte de la prensa— de aquella primera y acaso insuperable selección generacional que en 1983 hizo la revista Granta de los mejores young english writers de entonces.

Sus diez obras literarias favoritas son Madame Bovary de Gustave Flaubert, Don Juan de Lord Byron, Persuasión de Jane Austen, Anna Karenina de Leon Tolstoi, Cándido de Voltaire, Las costumbres del país de Edith Wharton, El buen soldado de Ford Madox Ford, El gatopardo de Giuseppe Tomaso di Lampedusa, la Tetralogía de Conejo de John Updike y Amours de voyage de Arthur Hugh Clough. Y si le piden que se defina a sí mismo, Barnes no duda: “Soy un moralista”. Alguien que afirma: “Los escritores deben tener las más altas aspiraciones y ambiciones: no sólo para sí mismos sino también para la forma en que hayan elegido trabajar. Flaubert una vez reprendió a Louise Colet por afirmar poseer el amor al arte, pero no ‘la religión del arte’: a ella le gustaban los rituales, las vestimentas y el incienso, pero en realidad no creía en las verdades que el arte le revelaba. Yo soy un escritor debido a la acumulación de razones poco importantes (el amor a las palabras, el miedo a la muerte, la esperanza de fama, el placer en la creación, el desagrado de cumplir un horario de oficina) y por una razón principal que se impone sobre todas las demás: porque creo que el mejor arte nos enseña las verdades más importantes de la vida. Basta con escuchar a las mentiras que compiten con él: la crispada retórica de la política, las falsas promesas de la religión, las voces contaminadas de la televisión y el periodismo... La novela, mientras tanto, se dedica a las hermosas y estilizadas mentiras que apenas esconden la dura y exacta verdad. Esta es su paradoja, su grandeza, su peligrosa seducción. De un tiempo a esta parte se vienen proclamando, alternativa e intermitentemente, dos muertes célebres: la muerte de Dios y la muerte de la novela. Ambas afirmaciones son exageradas. Y, si tenemos en cuenta que Dios no es otra cosa que uno de los más antiguos impulsos creativos de la ficción, así como uno de los mejores personajes de toda la historia, teniendo que elegir entre uno y otra, yo apuesto a la supervivencia de la novela que —no importa cómo vaya a mutar con el paso del tiempo— sobrevivirá incluso a Dios”.

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