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Domingo, 1 de abril de 2007

SONTAG

Neoclásica y moderna

Si Susan Sontag supo configurar el mapa de lecturas emblemáticas de los años ’60, su último libro, dado a conocer póstumamente, recupera ese gesto aplicándolo a la cultura de las últimas dos décadas. Un heterogéneo compendio de alta cultura y un toque de vida cosmopolita.

 Por Mauro Libertella


Cuestión de énfasis
Susan Sontag

Alfaguara
389 páginas

Cuando Los Beatles sacaron su primer disco, Susan Sontag no había cumplido los treinta años. Había tenido el tiempo suficiente para percibir los temblores previos al estallido y, antes de que la cultura implosionara, elegir de qué lado quedar parada cuando el mapa ya fuera otro. Así, su época y la propia voluntad hicieron de Sontag un referente medular de los años ’60, configurando el arquetipo de la mirada sensible que percibe la novedad estética y puede transmitir la buena nueva a los lectores entendidos. Contra la interpretación, uno de sus libros emblemáticos, reúne los filamentos que arman el sistema nervioso de una época. No en vano se suele afirmar, en fajas y contratapas, que Sontag “hizo época”. Entre Contra la interpretación y Cuestión de énfasis, Sontag escribió mucho. Publicó libros fundamentales y libros de una asombrosa superficialidad. Pero su escritura y su figura funcionaron siempre como la brújula que marcó el estado del imaginario de la clase ilustrada de los ’60. Por eso su último libro, Cuestión de énfasis es, además de un puñado de artículos reunidos, un documento para verificar el paso del tiempo en el cuerpo de una generación que se forjó en esa moneda de cara y cruz que fueron Nueva York y París en los años dorados. Los happenings, la Cinématèque, Warhol, el Mayo Francés, John Lennon, Godard. La efervescencia de un imaginario donde hay una obra maestra a la vuelta de cada esquina, y donde las palabras utopía y revolución brotan sin anestesia de los labios de los artistas.

Cuando Sontag murió, en diciembre de 2004, Cuestión de énfasis ya estaba prácticamente terminado. Son 41 ensayos compuestos entre 1982 y 2003, en los que conviven prólogos, artículos, semblanzas y recorridos, divididos en tres partes: la más literaria, “Lecturas”; la enfocada a la fotografía y el cine, “Miradas”; y la marcadamente autobiográfica y territorial, “Aquí y allí”.

Los nombres que componen el mapa literario son –tal vez– predecibles, pero son también de una elocuencia casi simbólica. Hablan de una búsqueda por erigir un canon con una línea de autores bien literarios, prestigiosos pero no “comerciales”, clásicos modernos pero con poéticas de quiebre. Ahí están Gombrowicz, Juan Rulfo, Walser, Borges. A Borges, Sontag le escribe una carta en 1996, a diez años de su muerte. Una carta profusa en elogios y signada por cierta forma de la melancolía, que se cristaliza en el miedo que parecen infundirle a la autora las precipitaciones tecnológicas y la posible “muerte del libro”. Ya había escrito, en 1985, que Borges era de lejos el mejor escritor vivo, y a diez años de su muerte no deja de repetir que todavía no ha llegado otro como él. Los artículos sobre Gombrowicz y Rulfo (prólogos a la edición inglesa de Ferdydurke y Pedro Páramo) sirven para explicar al lector norteamericano quiénes fueron esos iconos esquivos que marcaron cierta periferia central del siglo XX. Lejos están de ser textos críticos. Podemos pensar que se acercan a la semblanza, y que Sontag prioriza la transmisión de un entusiasmo por sobre la agudeza crítica y la penetración teórica. Por eso, claro, Sontag admira tanto a Roland Barthes, quien supo concentrar en un mismo gesto, en una misma puñalada, pasión e inteligencia.

Si los artículos literarios son semblanzas, los textos sobre cine son recorridos. En este sentido, “Un siglo de cine”, ese fresco que aglutina el nacimiento, el esplendor y la fragmentación y agonía de la cinefilia en siete páginas, puede leerse a la vez como declaración de principios –el nombre Cahiers du Cinéma lo resumiría todo–, y como una plegaria que reza por la vuelta de una pasión que el tiempo y los grandes estudios parecen haber corroído (escribe: “Si la cinefilia ha muerto, el cine, por lo tanto, ha muerto”). Es curiosa la relación de Susan Sontag con el paso del tiempo. Tratándose de una pensadora y operadora cultural que le explicó tanto a su generación en el momento en que los hechos sucedían, estos textos últimos parecen destilar la idea de que la aceleración de lo tecnológico y los cambios de las relaciones del hombre con la cultura la exceden. Si bien la vuelta a aquellos tiempos mejores que pregona Sontag con elegancia es pintoresca, también habla de que esta realidad cultural, masiva, indiscriminada y fragmentada, se le escapaba.

El libro se cierra con una tercera sección dedicada a anécdotas, viajes y reflexiones varias. Allí anuda los últimos trenzados de una cuerda que ha tendido con la Europa de las grandes tradiciones literarias y artísticas, en una búsqueda por leer las huellas que ha dejado el viejo mundo en la cultura norteamericana del siglo XX. Sontag siempre se ha considerado una “eurofílica” acérrima, y quizás en el rescate de ciertas líneas ancestrales se pueda condensar la poética de un presente al mismo tiempo moderno y neoclásico que la autora de La enfermedad y sus metáforas ha sabido imaginar. Allí estaría el énfasis de la cuestión: en el rescate sentido y apasionado de ciertas expresiones artísticas que tal vez no requieran de interpretación y doxa, sino que sólo puedan ser expresadas a partir del gusto y el entusiasmo.

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