DILLON
Las crónicas de la cárcel de Marta Dillon conjugan fuerza, emoción y denuncia.
› Por Osvaldo Aguirre
Corazones cautivos.
La vida en la cárcel de mujeres
Marta Dillon
Aguilar
312 páginas
En 1989, cuando se iniciaba como periodista, Marta Dillon visitó por primera vez una cárcel. “De inmediato –dice– quedé fascinada por ese mundo cerrado sobre sí mismo en el que una lengua paralela da cuenta de leyes y lealtades propias.” El deslumbramiento puede explicarse: tener una buena historia es la ambición de cualquier cronista, y en ese lugar, en principio, había muchas. Pero para que se revelaran había que aprender a contarlas. Y no solamente en el sentido de adquirir cierta destreza narrativa. También eran necesarias una perspectiva y un modo de acercamiento inusual: el origen de Corazones cautivos se encuentra en el interés de Dillon por los problemas de género y en sus visitas periódicas al penal de mujeres de Ezeiza a partir de 1998.
El libro retrata la vida cotidiana en la cárcel en base a entrevistas realizadas con presas de distintas edades y clases sociales. El primer día de encierro, los vínculos que se establecen tras las rejas, las rivalidades internas, las visitas, las familias que se arman y desarman y, sobre todo, el amor y la frustración y esa otra ley que impera en prisión son algunas de las cuestiones que aparecen a través de las voces de estas mujeres. Cada capítulo puede ser leído en forma autónoma, pero es en el desarrollo del conjunto donde se aprecia el sentido final: mostrar la experiencia de la cárcel en su diversidad, tal como se registra en las historias concretas de un grupo de mujeres, y romper con el aislamiento, la pena agregada a sus condenas.
Esa experiencia tiene características particulares, desapercibidas. Las mujeres que delinquen, dice Dillon, transgreden su mandato de género; de ahí que la “resocialización” apunte a feminizarlas según criterios que, en última instancia, no han variado demasiado desde la institucionalización de las cárceles en la Argentina.
Vivir en la cárcel implica el aprendizaje de un código. El robo de bancos es el delito más prestigioso para las que están adentro, y cargar con una condena de prisión perpetua asegura una especie de aura protectora; en el extremo opuesto están las mujeres penadas por crímenes relacionados con chicos (homicidio, corrupción), que terminan segregadas dentro de ese sitio de exclusión en que se encuentran. En ese mundo, las acciones, las palabras y los objetos no tienen el mismo sentido que el habitual. “Valores” se llama a las chucherías que uno lleva encima; el teléfono y las cartas manuscritas cobran una importancia vital porque son instrumentos para romper el aislamiento y alimentar los sueños; por la mala atención médica, situaciones que en el exterior podrían solucionarse sin problemas adentro terminan en emergencias.
Corazones cautivos se ocupa de un tema cuya bibliografía es prácticamente inexistente. Pero lo central es que hace escuchar voces que rara vez escapan de las cárceles, o que circulan, según dicen aquí las mismas presas, como bichos raros que salen a dar un paseo para retornar a su encierro. Por eso el concepto de entrevista resulta muy limitado para describir el trabajo que subyace al libro. Dillon se propuso respetar al máximo las voces de sus interlocutoras y lo hizo al punto de armar el relato a partir de las propias protagonistas, con sus palabras, desde el lugar en que enfrentan lo que les toca vivir. No obstante, ya que no se trata solamente de “una buena historia”, hay también una narradora que replica las demandas brutales de ciertos reclamos de seguridad y señala arbitrariedades o mecanismos perversos que el funcionamiento del sistema carcelario o el sentido común judicial han naturalizado, como los criterios según los cuales se califica la conducta de las presas o el muy diverso modo (según se trate de hombres o mujeres) en que se castigan los llamados crímenes pasionales.
Estas historias tienen al menos un secreto, y es el modo en que pudieron ser contadas. En la cárcel, con las presas, no había lugar para las preguntas, pero sí para la escucha. La experiencia debía transmitirse de esa manera, en una situación compartida. Ahí se tramaba otro saber, otra cuestión de respeto, aquello que preserva la fuerza y la emoción de las palabras que fueron confiadas.
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