Dom 29.04.2007
libros

NOTA DE TAPA

Cerrado por Victoria

En 1973, con la idea de una donación a la Unesco, Victoria Ocampo hizo el inventario de sus posesiones en Villa Ocampo y en la casa de Mar del Plata. Todo debía ser incluido y tasado: desde las cucharitas hasta la alfombra. Además debía ser fotocopiada su abundante correspondencia. Esta es la crónica de ese inventario contada por una de sus protagonistas.

› Por Alicia Plante

—Ya contaste bastantes cucharitas por hoy, ahora vamos al cine...

De pie en el último peldaño más o menos seguro de la escalera, giré la cabeza para mirar a Victoria Ocampo desde arriba: la idea me hizo gracia y sonreí. Para ella esa sonrisa debió confirmar que no estaba demasiado cansada, posiblemente la única objeción que habría aceptado una persona tan poco acostumbrada al desacuerdo.

—Hay que salir en veinte minutos —dijo, antes de pegar media vuelta y dejarme allí, apoyada contra aquellos armarios grises del office que se estiraban hasta el techo y contenían cientos de platos, tazas, soperas, fuentes, jarras, juegos incompletos de porcelana o loza inglesa que desde la mañana venía enumerando uno por uno, pieza por pieza, para incorporarlos a las hojas de mi lista encabezadas con el título ligeramente ampuloso pero correcto de “Vajilla”.

En realidad no sentí temor alguno de ir sentada a su lado en el auto: Victoria ya era vieja en 1973, pero manejaba con desparpajo y Mar del Plata no era todavía una ciudad que en abril tuviera mucho tráfico (como ella, desafiante, insistía en decir —”Tránsito” es tan fea, comentó entre dientes con aquella voz profunda que tenía, mientras estacionaba frente al cine y con absoluta indiferencia incrustaba la rueda trasera contra el cordón—; me hace pensar en el tránsito de la Virgen —agregó—, o peor, en el intestinal).

Creo que vimos “I” como Icaro. Francesa era, seguro, y no recuerdo si comentamos algo al salir, en cambio la veo hablando del enorme hecho del cine, de su nostalgia por la viejas películas, y desde ahí, como al pasar, de su admiración por Niní Marshall, por su talento.

Yo decía poco. Nunca fui callada, pero me apabullaba la riqueza de sus transcursos, la gente con la que se había codeado naturalmente, los que había recibido en su casa de Buenos Aires, asomada a las barrancas de San Isidro. Uno de sus amigos, Graham Greene, tenía allí su propio dormitorio, amueblado en Reina Ana y vestido con un chintz floreado perfectamente inglés. Yo había tomado nota de cada objeto de la vieja mansión en ausencia suya —”la señora está en París”—, durante las jornadas que había demandado esa primera etapa de la tarea que me había sido encomendada.

Ahora, de los tres días en la casa de Mar del Plata, de los momentos en que nos sentábamos ante aquella mesa imponente del comedor para comer o tomar el té —nunca para desayunar, ya que el café con tostadas, manteca y mermelada de naranjas amargas era servido en mi habitación, y creo estar viendo el servicio de loza Blue Willow con pequeñas piezas individuales—, mis imágenes a veces se volvían vagamente fantasmales: en aquel dormitorio, inundado de intensas fragancias vegetales avanzando en oleadas desde las ventanas, seguramente alguna vez habían dormido personajes importantes del arte y el pensamiento de cualquier latitud. Mi mente se apoyaba con tanta facilidad en la sustancia palpable, untuosa de un comentario, de lo leído u oído antes en otra parte, que lo real se desplomaba sin ruido dentro del espacio virtual pero casi concreto de mi imaginación.

Unos meses más tarde, Victoria —a la vista, supongo, de un grado convincente de eficiencia de mi parte— por su cuenta me encomendaría un nuevo trabajo, esta vez algo muy delicado: fotocopiar sus archivos de correspondencia, conservada en henchidos biblioratos. Yo retiraba del departamento de Silvina, su hermana, los bolsos con aquellos miles, diría, de cartas, algunas con membrete —como una para recordar, por supuesto, de Charles de Gaulle, u otra de Le Corbusier que incluía un pequeño dibujo a mano alzada mostrando cómo solucionaría él un problema urbanístico de Buenos Aires comentado por ella—, unas pocas mecanografiadas, la mayoría manuscritas. Solamente de Gabriela Mistral había dos de aquellas carpetas desbordantes de papel de avión; Virginia Woolf, en una de varias cartas, le agradecía la información sobre esas asombrosas aves americanas, los loros; Sartre, Camus, Roger Caillois, André Malraux, Rabindranath Tagore, William Faulkner, Colette..., más de un perfil seminal peregrinó por mis umbrales durante alguna charla en Mar del Plata o luego, mientras el ronroneo de la fotocopiadora —esquina de Tucumán y Leandro Alem, uso de la máquina, toneladas de papel incluido, sin cargo, sólo a cambio de una carta de agradecimiento a Xerox de parte de la señora Ocampo..., yo me daba maña y ella me miraba vagamente sorprendida— acompañaba mis

incompletos, casi espasmódicos curioseos del material.

Por otra parte, volviendo a Mar del Plata, mientras estuve allí con ella los temas no fueron constantes ni predecibles, pero indudablemente fueron suyos: la recuerdo comentando por ejemplo el mes de encarcelamiento en El Buen Pastor a causa de su última provocación al general Perón. Desde esa derecha elitista y poderosa suya que no precisaba andar demostrando nada, se había permitido descalificar públicamente la concesión del voto a la mujer por provenir de un presidente no democrático. Había sido la

irritación final y Perón pretendió quebrar su ariete soberbio y arrogante encerrándola junto con mujeres “de la vida”. El sutil corte de manga de Victoria fueron las reuniones conmemorativas que año tras año organizó para recordar junto con ellas la grata convivencia.

Y todo mezclado como en botica, durante otra sobremesa apareció el relato de un viaje a Rio de Janeiro con su amigo Igor Stravinsky, donde sobre la base de una única experiencia anterior en una composición de Honegger, se subió al escenario —espacio al que por vocación siempre había querido pertenecer— y recitó el texto de una obra que el maestro había terminado de componer en el piano de media cola de Villa Ocampo, la casa de San Isidro heredada del abuelo.

Mi trabajo en Villa Victoria —la casa de madera importada de Suecia en piezas para armar—, con el cual completaría lo ya hecho en San Isidro, era un inventario y una tasación aproximada de cuanto contenían las dos propiedades. Esto era necesario para que una compañía de seguros de incuestionable prestigio internacional pudiera emitir un seguro adecuado y resultaba de la decisión de Victoria de donar sus bienes a una institución aparentemente a salvo de la corruptela y las chantadas de los gobiernos y las instituciones oficiales y políticas argentinas de turno. En abril de 1973 esa institución, comprometida con las iniciativas culturales al más alto nivel mundial posible, era la Unesco. Por lo tanto, las casas, su contenido y la correspondencia de inestimable valor de la señora Ocampo pasarían a manos de la Unesco en el momento de su muerte.

La persona que organizó el operativo era director de Comunicaciones de la Unesco —uno de los tres funcionarios que compartían el segundo nivel de la verticalísima pirámide de poder dentro de la organización—. Se trataba de un abogado argentino que venía de desempeñarse como secretario de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires en muy rebeldes (y a veces divertidas) funciones cumplidas a un costado, jamás “bajo las órdenes” del intendente, el obviamente fascista pero inteligente general Iricíbar. Y digo divertidas porque cuando a un hombre no le interesa retener un cargo no hace concesiones y por ejemplo puede rehusarse a estampar su firma en el documento de censura de la primera novela de un joven escritor de talento, un tal Germán García... Yo vi con mis propios ojos los destacados en amarillo de las malas palabras y las referencias sexuales explícitas en un ejemplar de aquella primera novela. A los censores se les transforma la libido reprimida en espanto y, luego, en odio. Históricamente ha sido así, y “Monseñor” Tato no fue más lúcido ni más libre que los jerarcas del Santo Oficio. Finalmente, desde orígenes irreparablemente católicos que sin embargo no lo condenaron a la eterna miopía, y de antecedentes de clase con aspiraciones (generalmente satisfechas) a la determinación del pensamiento de sus portadores, resultó ser un peso pesado del ámbito de la cultura, mi amigo Alberto O.

Pero esa es otra historia, una de amor. Y no todas las historias de amor tienen un final feliz. Esta tampoco. Al menos para él, Alberto O., este hombre brillante, de sutil sensibilidad y vasta cultura, que se había enamorado de mí varios años antes, en aquella época dorada en que la juventud es eterna. Lo hizo —o le ocurrió—, enamorarse quiero decir, a pesar de todo, de sobrarle veinte años, de llevarle yo media cabeza (sólo de estatura, claro, dada mi “basta” cultura), de su estado civil once veces corroborado por diez hijas y un varón, de que jamás lo acompañé en aquel viaje de sus emociones. Para mí, producto de una historia familiar desesperante, su amor desinteresado resultó profundamente interesante.

Alberto empezó siendo mi maestro; después yo iba a decirle que me había enseñado a pensar, algo tonto a lo que contestaba que sólo me había dado información. Ambos sabíamos que eso no era cierto: yo abrevé en su lucidez, en su forma de fertilizarme la cabeza, de abrir ciertas puertas y hacerse a un lado, de echar una delicada luz sobre las ideas para mostrarme que en la verdad siempre se gesta la belleza —y viceversa— porque ambas están y son para bajar la guardia y gozarlas... Su pensamiento no era nunca convencional, y valga como mísero ejemplo aquello de que los argentinos éramos más europeos que los europeos, porque ellos eran italianos, franceses, ingleses, españoles... O aquella frase seguramente olvidada sobre todo por él de que los países que entraban en guerra de inmediato retiraban sus embajadores justamente cuando más falta les hacían.

Alberto O. era precedido por una nariz que no merecía y unas manos hermosas, más suaves que las mías, con aquellos largos dedos un poco espatulados, manos de lector, de ser pensante más que fabricante. Y aquella corte de cinco o seis fieles que año a año seguían sus cursos sobre historia de la cultura también tenía, y yo me incorporé sin darme cuenta a los entreactos de diez minutos de pasillo con que partía cada clase. El resto del grupo andaba cerca, tal vez observando desde afuera aquel círculo de privilegiados que continuaban hablando con él de Parménides, Proust o Caravaggio... Fui aceptada en el riñón sólo porque él me escuchaba —y me respondía— cuando en clase daba una opinión osada. Algunas veces la ignorancia deviene inocencia y quizás eso agregó destellos a mi juventud. Mucho no me importó nunca saber qué había visto desde su lado de la mesa, me bastaba con sentir que el despertar me seguía despejando los ojos clase a clase, o durante los almuerzos clandestinos que luego empezaría a proponer y que nunca pretendieron obtener nada de mí. Tiempo después supe, por ejemplo, que este hombre con un abuelo y un tío-abuelo de bronce, poetas seguramente celebrados con alguna calle o alguna plaza, él mismo bastante cercano a lo que se considera un prócer, había dicho de mí que era “neta” cuando no acepté su invitación a participar gratuitamente del viaje a Europa organizado cada año por la institución que presidía.

—Una tontería empobrecedora —contestó.

Y fui. Claro. No sólo porque tenía razón sino porque me moría de ganas. Dos largos, intensos, maravillosos meses de los que él nunca participaba. Recién al final ponía el moño a la experiencia con unas charlas en Madrid.

La entrecasa secreta de nuestra relación había empezado una tarde de lluvia cuando Alberto se levantó del sillón en el que estaba sentado detrás de su escritorio de abogado y vino hacia mí, sentada enfrente, con intención de darme un beso. Cuando el recorrido terminaba, su pie se enganchó en mi paraguas, colgado de una bandeja llena de papeles, y ambos nos quedamos paralizados mirándolos volar y caer de a poco.

Luego, para siempre, Alberto fue mi amigo querido, ahí para escucharme contar un dolor o una soledad, o para darme una mano. Y aquel recorrido meticuloso por las pertenencias de Victoria Ocampo, aquellos preciados honorarios en moneda internacional, fueron una de sus legítimas contribuciones a mi monedero.

Ella, Victoria, leyó una noche después de comer ciertos poemas míos que le entregué con mano tensa pero firme. Sentada en su sillón junto a un atril rodante que deslizaba bajo las patas con gesto habituado, encendió la lámpara de pie y se tomó un buen rato. Yo la miraba leer queriendo que le llevara la noche entera, le escrutaba la boca acechando gestos, la ida y vuelta de los ojos, noté que a veces releía un verso, quizá dos, vigilé los párpados por si se ajustaban para comprender mejor, una arruga

repentina separando en mitades el entrecejo, la cabeza concentrada, sin un sólo miedo en la vida: tenía mi alma en carne viva frente a ella, pero eso no importaba, en este mundo áspero las almas se reponen, la poesía no.

—Está bien —dijo—, seguí escribiendo. Todavía necesitás definir tu estilo, dominar el oficio, quizá tener más claro lo que querés decir, pero la fibra está ahí..., se reconoce; ciertos juegos con las palabras, hay imágenes...

Y entonces, como al pasar, Victoria me hizo una pregunta que provocó mi toma de conciencia, no de “lo que quería decir”, sino de lo que quería hacer con esto de andar por las palabras. Sin embargo no fue inmediato, no en ese momento por ejemplo. Hizo falta un hervor a fuego lento y con la tapa puesta, como los dulces, para que la cuestión generara por sí misma una respuesta, algo que, de todos modos, a ella no le habría interesado, yo no era nadie:

—¿Pensás seguir escribiendo poesía o te preparás para alguna forma de prosa? —fue la pregunta. Recuerdo hasta el ángulo de su cabeza mientras lo decía, la luz amarillenta y cálida de la lámpara formando desde atrás algo como un aura extraordinaria.

Me turbó tanto tener que definir de golpe un asunto que nunca me planteaba —como si la novela, mi pasión, fuese sólo para otros, algo inabordable— que en lugar de decir que no me atrevía a considerarlo disimulé la

opacidad del tema poniéndome a divagar sobre las diferencias entre prosa y poesía. Frente a Victoria Ocampo. Ella me prestó atención un momento pero creo que se distrajo enseguida.

Guardé mis papeles y le di las gracias. El día había terminado.

Luego, mientras la sensación de haber quedado desnuda, expuesta, le desviaba el carro al sueño, visiones de la casa de San Isidro se mezclaban en mis recuerdos de la quincena anterior: aquel busto de ella, aquella escultura que pudo más que la fiera venganza del tiempo y fijó en mármol blanco el perfil de su juventud, y al que Victoria coronaba displiscente con su sombrero de anchas alas cada vez que entraba del parque; su

dormitorio, un escenario de conmovedora sencillez, mucha luz, libros por todas partes, un televisor a lo lejos, de frente a la cama y a una silla con asiento de junco, una sillita cualquiera; la biblioteca en la habitación contigua, sólo libros y un escritorio para trabajar; los bellos pisapapeles de cristal del living; el piano que tocaba Stravinsky; los inodoros de porcelana inglesa empotrados en grandes pedestales cúbicos de roble; las hojas de los árboles arremolinadas en la galería, entre los grandes sillones de ratán y rafia y los maceteros cubiertos de noble verdín, y allá, abajo, en la base de las barrancas, el río color de león de Neruda y los perfiles advenedizos de las casas del Boating avanzando por la costa.

Al fin me dormí, seguramente, y al día siguiente terminé mi trabajo: la última habitación recorrida fue su dormitorio infantil, con el juego de dormitorio de la niña que fue alguna vez; estaba ahí: una camita angosta, mesa de luz, ropero, un pequeño escritorio con su silla, todo en pinotea lustrosa, y en el frente de cada pieza un papagayo o un loro pintados a través de la veta en deslumbrantes colores tropicales.

Mi tarea estaba cumplida.

Me despedí de ella mientras un taxi arrimaba a la puerta y no volví a verla hasta que varios días más tarde llevé a Sur el resultado de mi análisis: un inventario y una tasación que dejé en sus manos para que la aprobara u observara. Con lo único que no estuvo de acuerdo fue con el valor que calculé para la alfombra bella pero muy gastada que cubría el piso del comedor de Villa Ocampo, la casa de San Isidro:

—Agregale un cero, está medio raída pero es una Boukara auténtica —dijo. Lo demás debió parecerle bien pero no hizo comentarios.

Victoria Ocampo murió seis años después. Alberto O. renunció a su cargo en la Unesco más o menos en la misma época, ya que el director general que sucedió al que lo había designado resultó ser un personaje dado a los favoritismos que decepcionó a todos. Alberto no pudo hacer nada para defender los bienes donados por Victoria, que fueron desprotegidos, casi abandonados. Una ironía que debe haber amargado su “tránsito” en el más allá.

Victoria Ocampo, una mujer frontal, polémica, una precursora del feminismo, de la modernidad, de la lucha contra las fronteras arbitrarias del idioma y sobre todo de la estupidez humana, alguien que usó el poder que le fue dado por la cuna para favorecer el entendimiento entre

culturas, una transgresora que, para cierta mirada tanto de la izquierda como de la derecha, hizo todo mal, un ojo de águila para detectar y dar una oportunidad a los talentos nuevos.

La doctora Raquel Simoes, mi psicoanalista políticamente correcta de aquel momento, emitió una opinión breve y lapidaria cuando a mi regreso de Mar del Plata, todavía bajo los efectos hipnóticos de aquella personalidad, yo llevé a sesión algo como una excusa, no para su clase pero sí para sus aportes personales a la cultura argentina:

—Siempre eligió volver al país. Y no tenía por qué —dije.

—Sí que tenía —respondió ella—, acá era alguien que podía pisar fuerte, por mérito propio pero también por privilegios heredados; allá, en Francia por ejemplo, era sólo una más tratando de multiplicar sus conexiones y descollar.

Et voilà!

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