ABRIL EN PARíS, DE MICHAEL WALLNER
Una fórmula eficaz y un tanto remanida atrapa la emoción en una novela que transcurre en la Francia ocupada por los nazis.
› Por Liliana Viola
Abril en París
Michael Wallner
Destino
170 páginas
De manera inequívoca, o por el contrario, compulsiva, el título, Abril en París, remite a aquellos años felices. Será porque Abril en París se llamaba también un musical de la década del ’50 en el que Doris Day, maquillada como corista, entonaba una canción con el mismo título. En la letra se repetían varias veces el mes y la ciudad como la síntesis perfecta del amor y el mundo ideal. Y como si esto fuera poco, en la tapa de la edición española de este libro, dos jóvenes bailan.
Pero además de este detalle, la imagen de París que elige Michael Wallner, actor y guionista austríaco para su cuarta novela, no tiene punto de contacto con las películas de Doris Day.
Es 1943 y Francia se encuentra bajo la ocupación nazi. La estampa de este miserable París que carece de alimentos y también de valores está avalado por una documentación que el autor consigna al final del texto. Los métodos de tortura y el tratamiento entre superiores y obedientes alemanes también reflejan informes de testigos, y un rastreo de fuentes realizados por el autor, como ya ha hecho en novelas anteriores.
Este retrato de París se incorpora a la versión que la literatura de los últimos años ha ido elaborando sobre este período de la historia de Francia: una resistencia más pobre y más contradictoria, un colaboracionismo mucho más cruel y masivo.
En este contexto, Wallner se propone contar otra historia de amor, que no sólo sea capaz de traspasar la inteligencia y las prepotentes botas de los nazis, también la virulencia de la resistencia de militantes comunistas y, además de todo esto, las ideologías, las concepciones éticas, lo aparentemente irreconciliable. Como Romeo y Julieta ajenos a un dilema –claro que en este caso es algo un poco más que una guerra familiar– los protagonistas del romance pertenecen, uno al bando de los opresores y la otra al de los oprimidos. Por momentos, y en función del protagonismo de un amor sin barreras, aparecen retratados como dos facciones con rasgos similares.
El personaje central, Michael Roth, es un soldado alemán de 21 años que por su excelente dominio del francés es destinado a las oficinas de la Gestapo en París para servir de traductor en los interrogatorios –tortura mediante– que se les hace diariamente a los sospechosos de resistir. Un verdadero soldado que cumple su trabajo sin cuestionarse nada y que en sus momentos libres se disfraza de francés, recorre la ciudad como un travestido que no cambia el sexo, pero el cambio de nacionalidad en este contexto tiene el mismo efecto de transgresión y quiebre de identidades. Estando dentro de este personaje que lleva nombre francés, Antoine, se enamora de una chica francesa sin saber, y luego sin importarle, que pertenece a una familia de la resistencia. Entre la traición, la mentira y la violencia, lo que se rescata y se queda con el primer plano es la pureza de un amor a primera vista.
Con alguna reminiscencia de aquello que planteaba la película italiana La vida es bella, pero sin humor, Abril en París se propone presentar un romance en un contexto adverso. Pero, quitado el contexto adverso, lo cierto es que lo que queda, mayormente, es un amor de folletín. Personajes esquemáticos y adolescentes que aman hasta la muerte, que sufren la prepotencia de los mayores. Una combinación no muy novedosa que los hace aparecer en la novela tal cual se los ve en la tapa del libro: dos siluetas sobreimpresas, como Doris Day, su sonrisa y sus canciones, en un mundo que se derrumba.
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