RESCATES
› Por Juan Pablo Bertazza
Hay escritores cuya idea sobre la belleza permanece como velada, más allá de la extensión de su obra. Uno de esos autores es Honoré de Balzac quien, a pesar de haber desarrollado ese monumento que es La Comedia Humana, no reflexionó tan seguido sobre su proceso de creación.
No obstante, por estos días se reeditaron dos libros que, a pesar de no citarse explícitamente entre sí, tienen en común, justamente, la imagen de Balzac. Y aportan mucho a la hora de esclarecer qué pensaba uno de los escritores franceses más importantes del siglo XIX, sobre el arte.
Por un lado, Ediciones del Zorzal reeditó La obra maestra desconocida (1831, mismo año de La piel de Zapa), un relato de su autoría que tiene como protagonista al anciano pintor Frenhofer, el cual no sólo adelantó ciertos rasgos del arte abstracto sino que incluso inspiró –entre otros– a Picasso y Cézanne, quien llegó a decir “Frenhofer soy yo”.
Por el otro lado, la editorial sexto piso vuelve a traernos Retrato de Balzac (1858), una biografía muy particular sobre Balzac del poeta Théophile Gautier, contemporáneo y amigo suyo.
Y aquello de “por un lado y por el otro” no es azaroso, ya que estos dos libros podrían leerse simultáneamente como aquellas historietas que comparan dos historias paralelas en sendas columnas.
De hecho, ambos libros comienzan en esas buhardillas tan típicas de París: una ubicada en la Rue des Grands Augustins y la otra situada en el callejón del Doyenné, a pasos del Louvre. También en las dos obras sigue inmediatamente una visita a esos ateliers, en uno de las cuales muchos años después Picasso pintaría el Guernica: en los dos casos un discípulo sentirá palpitaciones a causa de la presencia de su maestro. En La obra maestra desconocida, es el aprendiz de pintor Nicolás Poussin (pollito en francés) quien visita a su maestro François Pourbus, el cual a su vez no es más que un mero discípulo del anciano genio Frenhofer, en una cadena pictórica plagada de Platón. En la biografía, es el propio Gautier quien comienza contando su emoción cuando un ayudante del mismísimo Balzac golpeó su puerta para invitarlo a escribir en su periódico semanal La crónica de París: “Me palpitaba el corazón, pues nunca me he acercado sin temblar a un maestro”.
Del lado de la biografía de Balzac, lo que cuenta Gautier es el ascetismo de un autor que desaparecía meses enteros para trabajar y casi no dormía, ya que veía el signo francos en cada minuto de su tiempo.
Cuando el pintor Frenhofer finalmente decide mostrar su obra secreta, sus dos pollos no van a ver en él más que “un caos de colores, de tonos, de matices indecisos, especie de bruma sin forma”, aunque –eso sí– Pourbus descubre algo así como una mano: “Ahí debajo hay una mujer”.
Cuando Gautier accede a los manuscritos de Balzac, los cuales estaban compuestos de varias capas de tinta con correcciones interminables, rayas, flechas y hasta papelitos que ensanchaban los márgenes, va a sorprenderse con su “letra rápida, atropellada, salpicante, casi jeroglífica”.
Mientras el pintor había estado trabajando tanto en la forma que ya sus trazos iban más allá de cualquier tipo de configuración, su creador Balzac se encarnaba en la lucha entre la forma y la idea con ese material que recién en el año 1842 bautizaría como La Comedia Humana: “Algunas veces una sola frase ocupaba toda la velada: la retorcía, la amasaba, la forma necesaria, absoluta, no se presentaba sino después de agotarse todas las formas aproximadas”.
En el final del relato lo que se ve es la confusión que genera aquella obra terminada mientras que, en la biografía, impresiona aquel triste final feliz de Balzac, quien justo cuando había resuelto todos sus problemas financieros, era reconocido e incluso empezaba a sentirse enamorado, murió. Tal vez porque, como dice el mismo Gautier: “Cuando está acabada la casa, entra la muerte; por eso los sultanes tienen siempre su palacio en construcción”.
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