BIOGRAFIAS
Vuelve la Vida de Rosas de Manuel Gálvez, un clásico histórico del nacionalismo cultural argentino, más novelesco de lo que su autor estuvo dispuesto a admitir.
› Por Claudio Zeiger
Vida de Juan Manuel de Rosas
Manuel Gálvez
Claridad
575 páginas.
Hacia 1940 (antes de Perón, claro está), Manuel Gálvez consideraba que Rosas era “el más serio problema que nos divide”, y para poder superar la división creía absolutamente necesario que los argentinos empezaran a comprender a Rosas, y aclaraba con tino que comprender no significa amar y ni siquiera admirar. Si se supone que esta Vida de Juan Manuel de Rosas, un libro de gran difusión popular en su tiempo, estaba orientado a ese objetivo de conciliación de los opuestos, su lectura marca algo diferente: es un acto de franca admiración hacia el patriotismo de Rosas (expresado obviamente en su defensa frente a franceses e ingleses bloqueadores) y por extensión de amor a la patria. Es una lectura absolutamente impregnada de nacionalismo cultural. Un año antes, Gálvez había escrito la vida de Hipólito Yrigoyen, y entre 1930 y 1954 publicó una serie de siete novelas bajo el título de Escenas de la época de Rosas. Pero en la Vida de Rosas dice abandonar cualquier pretensión ficcional, cualquier ropaje novelesco: la considera una biografía estrictamente histórica “a pesar de su comienzo y de ciertos procedimientos de la biografía novelada que aparecen aquí y allá”. Se entienden las prevenciones. Consciente de estar poniéndose de punta con la historia oficial, liberal o unitaria (términos más o menos equivalentes en este contexto), Gálvez alejaba cualquier posibilidad de que su afán se rebajara al de un literato que se sirve de la historia, o que la corrige y maquilla con fines estéticos. Es la verdad histórica, nada menos, lo que está en juego. Para consolidar su posición, el gran realista argentino dice que esta obra se amasa a la luz de nuevos materiales conocidos recientemente: cartas inéditas, ciertos documentos que vienen a alumbrar algunas zonas oscurecidas no sólo por el liberalismo sino también por las limitaciones lógicas del revisionismo. Su intento es dar unos pasos más allá de la obra decisiva de Adolfo Saldías, con quien comparte, junto a casi todos los revisionistas, la obsesión rojo punzó.
Para el nacionalismo, Rosas es más que una reivindicación, es una obsesión por la gran mentira de la historia oficial. Gálvez no niega que a partir de los poderes absolutos Rosas haya sido un dictador, pero recurre al argumento de que ha gobernado siempre en tiempos excepcionales (algo cierto, pero a condición de que se acepte que casi todo el siglo XIX argentino fueron tiempos excepcionales o, por lo menos, difíciles). Va marcando no sin un gran sentido del suspense, el camino del dictador en relación con un contexto sin salida, como si la suma de imposibilidades derivaran en la suma del poder público de manera inexorable. Pero el punto de partida es la figura de Rosas como emblema del orden y la seguridad en la campaña, o sea, una figura en línea con Roca, a quien no se menciona pero resulta de fuerte latencia en la idea de que ciertos hombres son los que van a definir los grandes asuntos de un país más allá del juicio de sus pares y del juicio del futuro. Rosas es un elegido. Y Gálvez tiene maestría en el sutil trazado del desplazamiento de la época al hombre: si en el comienzo la época es lo excepcional, lo que termina siendo excepcional es el hombre que se termina convirtiendo en factótum de esa época narrada.
Si bien se trata de una biografía “estrictamente” histórica y no novelada (poco romántica, podría pensarse), no hay que exagerar este aspecto y creer que Gálvez dejó de lado los recursos literarios para escribir esta vida de Rosas, ni creer que estos recursos no hacen a las virtudes y a la eficacia del voluminoso texto. Hay sin dudas un fuerte dispositivo retórico –algo así como el arte de machacar y convencer– tendiente a disculpar a Rosas, y que consiste en señalar que cada posible exceso suyo ya fue cometido antes –y con creces– por los unitarios (ejemplo clásico y decisivo: el fusilamiento de Dorrego). Para afianzar su argumento, Gálvez juega una carta fuerte en su argumentación sobre la suerte de Dorrego: “Es como si en 1930, vencedor en una revolución idéntica y que responderá casi a iguales motivos, el general Uriburu hubiera fusilado a Hipólito Yrigoyen”.
Es por el lado del género y las estrategias narrativas que este texto se nos vuelve presente, mucho más que por sus discusiones ideológicas entre liberales y nacionalistas alrededor de la figura de Rosas. En tiempos candentes de divulgación de la historia donde los hechos del pasado tienden a homogeneizarse en importancia y a trivializarse bajo la forma de la anécdota, la búsqueda apasionada y convincente de Gálvez tiene algo para decirnos: su biografía, por momentos excesiva, es puntillosa y cuidada en ese exceso, hecha a contrapelo de la historia oficial pero sin el coqueteo muchas veces demagógico con la historia de los vencidos que campea en los discursos al uso. El suyo es un gesto reivindicatorio que tiende a hacerse cargo de la porción de terror y horror que conlleva, por momentos obcecado y negador, y con bastante brillo literario como para perdonar los excesos de comprensión de su amado restaurador.
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