CRONICAS
La historia de Penélope, el barco más antiguo de la guerra de Malvinas, es la reconstrucción de una red de pequeñas solidaridades y aventuras contadas por un protagonista casi insólito.
› Por Sergio Kiernan
La guerra es uno de los fenómenos más extremos que puede conocer una persona, y uno de los más variados. Hubo y hay experiencias tan diferentes que dejan la pregunta picando: ¿estamos hablando de la misma guerra? Esto lo reflejan los testimonios que cuentan las fiestas parisinas de Ernst Jünger en la Segunda Guerra Mundial, siempre impecable y de uniforme con medalla, simultáneos en el tiempo con los que cuentan cómo los panzer patinaban sobre cadáveres en Kursk, una batalla tan gigantesca que hasta cuesta concebirla. Malvinas es una guerra a la que le caben estas generales de la ley, pero para todos los efectos prácticos fue una guerra de chicos estaqueados, enviados al matadero y perreados por sus jefes. Esto se entiende por el patético autoritarismo del militar argentino, que sigue imitando a prusianos que se las arreglaron para perder todas y cada una de las guerras en las que se midieron, y porque la guerra tuvo lugar bajo una dictadura feroz y boba. También porque Malvinas fue una batalla breve y porque se perdió ante una fuerza mejor entrenada y realmente profesional, como sólo una democracia puede producir. Pero la etiqueta no deja de ser profundamente desvalorizante para el veterano de esa guerra.
Roberto Herrscher muestra todo este repertorio en su interesante Los viajes del Penélope (Tusquets). Este periodista profesional andaba vestido de marinero cuando fue mandado al frente, justo antes de cumplir los veinte. Al llenar la hoja de habilidades, rito de la colimba, había anotado que sabía hablar inglés, habilidad que lo terminó poniendo en un transporte militar rumbo a las islas, primero como lenguaraz con los kelpers, luego como asistente –cocinero, che pibe y planchador– bilingüe de un grupo de oficiales y finalmente como marinero embarcado en la unidad naval más pequeña, vieja y querible de toda la guerra.
Resulta que la Armada, como todas las armadas en todos los escenarios de combate del mundo, decomisó todo lo que flotara en el archipiélago, incluida la escasa flotilla civil local. A Herrscher lo mandaron con seis marinos “de verdad” a tomar la Penélope, una mínima goleta ya anciana que se ganaba la vida llevando carga y pasajeros entre Stanley y las estancias más aisladas, que en varios casos consistían en las islas menores de las Malvinas. El joven intérprete –que confiesa de movida que su inglés era de secundaria privada, nada más– es de la partida porque el capitán y el mecánico de la goleta no hablaban más que inglés y tenían que enseñarles a los argentinos cómo hacer que el antiguo y caprichoso motor se dignara arrancar, además de las mil manías que tiene todo barco.
La tripulación termina llevando y trayendo tropas, buscando náufragos, esquivando ataques y conociendo rincones de un aislamiento casi literario. Los dos ingleses hasta se hacen amigos de los argentinos, y cuando se despiden, el oficial al mando le regala al capitán del Penélope su pin de submarinista, como recuerdo y prenda de amistad. La misión final es bélicamente absurda: la navecita debe llevar combustible de helicóptero a Puerto Stanley, donde el cerco se va cerrando y donde entrar es un albur de los peligrosos. En el camino, los tripulantes encuentran una isla que tentaría a Crusoe y los tienta a ellos: una casa antigua y cómoda, un paisaje ensoñado, un lugar donde quedarse a esperar que todo termine.
Pero la Penélope llega a destino y su arribo es festejado como un triunfo contra un enemigo claramente superior.
El resto del libro es una recuperación de historias. Por un lado, la de sus compañeros de tripulación, que se reúnen en un asado de provincias y resultan de lo más decentes y simpáticos. Por el otro, la del barquito, que nació como la goleta alemana Feuerland, propiedad del explorador alemán Gunther Plüschow, héroe de la Primera Guerra Mundial y enamorado patagónico, que acaba volviendo a Alemania para ser restaurada como pieza histórica. Toda una aventura en la que por suerte Herrscher se olvida seguido de que fue un pobre chico de la guerra y se dedica simplemente a contar, logrando que todo sea creíble, de verdad.
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