NOTA DE TAPA
La publicación de la biografía Charles Bukowski (Circe) de Barry Miles es la punta de un renovado interés por la vida y la obra (difícil separarlas) del viejo Hank. Correspondencia traducida al castellano y jóvenes escritores que asumen su influencia completan un cuadro aun empapado de vitalidad, experiencia y olor a encierro.
› Por Mauro Libertella
Hay una serie de escenas que fundan lo que podríamos llamar el mito Bukowski. Con prolijidad, fue el mismo Hank el encargado de acuñarlas y difundirlas, pero sobre todo de salir a buscar un choque frontal con ellas. Esto es lo primero que nos muestra la reciente biografía Charles Bukowski, de Barry Miles. Insiste una y otra vez en la imagen de Bukowski saliendo a la calle para recoger experiencias, para empaparse de la suciedad del bajo Los Angeles y luego, sí, volver a la máquina de escribir y hacer sonar las teclas gastadas con la fuerza y la persistencia fatal de un obrero.
Algunas de estas escenas: cuando empezó a tomar alcohol, a los 17 años, ganaba de quince a veinte dólares diarios en concursos del tipo a-ver—quién-toma-más. En una de aquellas ocasiones volvió a su casa totalmente borracho y le pegó por primera vez a su padre, invirtiendo y clausurando los términos de una terrible relación que dejó más de una marca en el cuerpo y en la personalidad de Bukowski. Otra escena, ahora casi una vida después. Bukowski es ya un autor reconocido, sus libros venden bien en Estados Unidos pero sobre todo en Alemania y en Francia. En su primer viaje a Francia —Hank salió de su país sólo tres veces— lo invitan al prestigioso programa de televisión Apostrophe. El programa se transmitía en horario central, tenía millones de televidentes y se entrevistaba allí a los más célebres escritores de todo el mundo durante una hora y media. En el centro de esa pantalla ardiente lo pusieron a Bukowski, que era profundamente reacio a las entrevistas porque, según él, no hablaba bien, y porque, según su biógrafo, no sabía pronunciar apellidos como Dostoievski. Cuando la transmisión empezó, Hank rechazó la copa de vino blanco que le ofreció el conductor, Bernard Pívot, y se aferró directamente a la botella. Alrededor de la mesa había otros invitados. La primera intervención de Bukowski fue así: “Conozco a muchos escritores norteamericanos a los que les encantaría estar ahora en este programa. No significa tanto para mí”. Lo interrumpió una escritora francesa, pero Hank la tapó diciendo: “Bueno, no sé si es usted una buena escritora o no. Levántese la pollera para que le pueda ver las piernas y le diré si es una buena escritora o no”. Se terminó dos botellas de vino, se levantó y se fue en la mitad de una conversación. Al día siguiente ya se habían agotado miles de ejemplares de las ediciones francesas de sus libros.
Así, con una larga estela de anécdotas épicas o cotidianas, Barry Miles ha ido rastreando el modo en que Bukowski fue moldeando las aristas de su propio mito. Y, por supuesto, son infinitos los modos que tiene un escritor para trocar esa materia que es la experiencia en esa otra materia que es la literatura. Bukowski pareció haber optado por un modo que a veces se imagina sencillo, pero que es en realidad uno de los más altos y refinados artificios. Bukowski elaboró, en cuentos cortos, poemas y novelas, un estilo libre de metáforas, directo, despojado, genuino. Leer a Bukowski es casi como estar hablando con él, acodados en la esquina imposible de la última barra. Y es curioso: Charles Bukowski, que cargó durante toda su vida con un resto de acento alemán que en su infancia le trajo más de una incomodidad, y que como tantos otros entró a la lengua inglesa desde un derrotero dislocado, paralelo, fue uno de los grandes maestros del siglo XX en esa arte de recortar del río del habla cotidiana el slang y el dialecto llamado a perdurar. Lo mismo hizo Salinger, y por eso sus libros son al mismo tiempo un registro de época y una literatura profundamente actual. Bukowski, en lo que hace al imaginario lingüístico y al uso concreto de una lengua, ha resistido con solidez al paso huracanado de los tiempos, y no es delirante afirmar que probablemente ese estilo nunca se oxide. El único problema, para los lectores en lengua castellana, es la pérdida notable que sufre su escritura cuando se la azota con una traducción muy localista. Si bien es cierto aquello de que los buenos libros resisten prácticamente cualquier traducción, una edición castellana con menos “gilipollas” y “pitillos” ayudaría.
Desde que Charles Bukowski empezó a publicar sus primeros libros, en los albores de los ‘60, hasta su consagración literaria hacia mediados de los ‘70, la crítica y los lectores fueron armando el esqueleto de influencias y escritores afines que lo envuelve desde entonces. La tradición de Bukowski se construyó con una serie de nombres de una central marginalidad, una figura paradojal que tan bien le calzó al mismo Bukowski en las historias de la literatura. De Hemingway aprendió bien esa máxima del autor de Adiós a las armas que rezaba: “Escribe la frase más sincera que puedas”, y a lo que podríamos agregar “y escríbela con la mayor sencillez a la que puedas llegar”; de Céline absorbió la irreverencia y la desenvoltura en la forma y en la manipulación de temas delicados (a ambos se les criticó su simpatía para con el fascismo, aunque el caso de Bukowski fue mucho más silencioso); después de leer a Henry Miller su literatura incorporó ese torrente sexual que es el cuerpo mismo de su escritura; Scott Fitzgerald le legó aquel gusto por meterse en el submundo, la tentación de la noche, del exceso; y los escritores de la novela negra le enseñaron, llanamente, a ir para adelante. Pero la influencia mayor de Bukowski fue, sin dudas, John Fante. Hank conoció a Fante cuando el primero ya era un autor consagrado y el segundo era un viejo olvidado que sólo esperaba la redención del final. Cuando las obras de Bukowski prácticamente sostenían a la editorial que le publicó toda su obra, Black Sparrow Press, Hank le pidió al editor John Martin que reeditara Pregúntale al polvo, el libro de Fante que más hondo caló en Bukowski. Aprovechando una carta para comentarle lo de la reedición, Hank le mandó a Fante muchos de sus libros publicados, y la dedicatoria que estampó en uno de ellos lo dice todo: “Para John Fante, que me enseñó a hacerlo”. Cuando el libro se editó, Fante estaba ya internado en un hospital, medio ciego y con una pierna amputada. Hank lo siguió visitando durante meses, mientras a Fante le iban cercenando el cuerpo parte por parte. La agonía duró años y en ese ínterin Black Sparrow Press reeditó toda su obra. En 1983, Bukowski fue uno de los pocos amigos que estuvieron en su entierro.
A Bukowski no le agradaban especialmente los beatniks (su relación con Ginsberg es ambigua y en más de una ocasión el autor de Mujeres se refirió con sarcasmos al poema Aullido, aunque en un poema propio toma prestada la forma de la tercera parte del mítico poema de Ginsberg, en una actitud que algunos críticos entendieron como un “yo también lo puedo hacer”). Sin embargo, el viento de las lecturas ha empujado su obra, como la de los beatniks, hacia ese terreno donde todo se lee como autobiografía. El mismo Hank ha promovido esa lectura, con el simple acto de escribir absolutamente todo lo que le sucedía. Pero eso no significa, por supuesto, que su literatura sea rigurosamente autobiográfica. Barry Miles, controvertidamente, piensa el paso de lo autobiográfico a la ficción como mitomanía. Para Miles, cuando Bukowski se mueve hacia la ficción pura, nos está mintiendo. Le pide la verdad absoluta, una correspondencia con los hechos que es imposible, además de innecesaria. Sin embargo, la obra de Bukowski es tan autorreferencial que pareciera como si a Barry Miles le hubiera bastado con ella para armar la biografía. El pulmón autobiográfico en la obra de Bukowski está sobre todo en sus poemas y en la pentalogía de novelas en donde aparece el alter ego de Hank, Henry Chinaski: La Senda del perdedor, Cartero, Factotum, Mujeres y Hollywood (ése es el orden cronológico en el que la acción crea su continuo, no el orden en que fueron escritas). Para Mujeres, por ejemplo, un Bukowski con más de cincuenta años encima abría las puertas de su casa para que prostitutas, yonquis, alcohólicas y mujeres delirantes entraran y, con el paso de los días y la convivencia, le aportaran un poco de material para sus historias. En ese sentido, Hank tuvo una vida extrañísima y única, pero al mismo tiempo fue siempre un observador. Hank es el tipo que vuelve tarde a su casa y lo escribe todo, y hacia finales de los ‘70 la gente se le acercaba y le contaba su historia pidiéndole por favor que la inmortalizara.
Mirando la obra de Bukowski en perspectiva, y sobre todo teniendo la posibilidad de medir el paso de las generaciones de lectores sobre esas páginas, podemos suponer que peligra caer en ese pozo sin fondo que es la literatura para adolescentes. Por lo menos, en eso concuerdan muchos de los escritores que el suplemento Babelia del diario El País de España entrevistó hace unos meses con motivo de una nota sobre Bukowski en la literatura de hoy. Pablo García Casado dice: “Conozco los trucos del jefe. Tiene una expresión con una potencia salvaje y una mirada ácida sobre el mundo contemporáneo, pero creo que es más importante como lectura de aprendizaje que de continuidad”. Rodrigo Fresán: “Su obra vale en sí misma como la de Carver, pero es una lectura algo adolescente. Si seguís leyéndolo a los ‘50, es bastante triste”. Asimismo, los escritores entrevistados llegan a dos conclusiones compartidas, que ya son una constante a la hora de hablar de Bukowski: que su obra vale más que su mito (como sintetizó Ray Loriga: “Me interesa su literatura, me dan igual sus borracheras”) y lo peligroso que es para un escritor joven acercarse a su obra, porque “su melodía no produce buen contagio”. Bukowski sería el caso de un escritor altamente fértil que ha sido sucedido por epígonos casi siempre lamentables. Sin embargo, como se dice, un maestro no es culpable de sus discípulos.
Si bien el peso de Bukowski en la literatura que vendrá no puede ser medido con exactitud, es cierto que las biografías y las reediciones de su obra siguen brotando y ya han rebalsado las aguas de aquello que alguna vez fue un tímido arroyo. El flamante Charles Bukowski, si bien puede ser algo falaz en sus propuestas críticas, está narrado con buen pulso y muestra un vasto y agudo trabajo de investigación. Es curioso ver los efectos que se producen si jugamos el juego de poner a Bukowski en un mismo sistema con los otros artistas cuyas vidas han sido narradas por Barry Miles. Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Paul McCartney, Bob Dylan. ¿Qué hubiera dicho Hank si le hubieran reservado un lugar en ese lunático firmamento? ¿Lo habría aceptado? Según Barry Miles, sí. El libro va mostrando, casi sin quererlo, cómo Bukowski, además de tomar litros y litros de alcohol, se emborrachaba con ese licor más peligroso que es la búsqueda de la gloria literaria. Y le llegó. Pero Hank no era un hombre hecho para la conferencia, para el galardón, para el premio. O, por lo menos, no encarnaba la clásica figura del escritor moderno. Quizás, más allá de las idas y vueltas que atraviese su obra, lo que quede de Bukowski sea el ímpetu de choque, el quiebre, la grieta en el corazón de un sistema literario.
Editados todos sus poemas y relatos, las editoriales se vuelcan ahora sedientas de revolver los cajones en busca de cartas perdidas. Hace unos meses en España se editó un volumen finito con cartas seleccionadas, y en un de ellas, fechada en 1960, cuando Hank empezaba a publicar con cierta frecuencia, se podía leer: “No uso patillas, me lavo los dientes, pero no obedezco órdenes chinas, obedezco mis propias órdenes y detesto a los policías porque la mayoría son jóvenes y van vestidos de negro, llevan porra y pistola y menean su culito engreído; y no entiendo a Beethoven ni a Mahler ni Chopin ni ninguno de los músicos o escritores rusos. Hay mucho de cierto en eso que dicen de que me limito meramente a enumerar la vida y hay mucho de cierto en lo de que no estoy contando gran cosa y estoy contando demasiado en el sentido subjetivo, que hay cierta basura, pero sencillamente sobre la base de los clásicos y la certeza de que no voy bien, no puedo liberarme. La obra en sí debe encontrar su propia conclusión a partir de mí mismo y únicamente conmigo mismo como base, liberarse de lo que ha ocurrido o de lo que otros han hecho. Cumpliré los cuarenta en agosto y, quizás, aún sigo viviendo como un chico, y escribiendo como tal, pero eso va a continuar mientras me resulte natural y cómodo”.
Léaselo como una poética, como una provocación o como una seca verdad sobre la escritura, lo mismo da. Lo cierto es que, a esta altura, ese borracho que saltaba de trabajo en trabajo y de ciudad en ciudad, ese norteamericano que hasta en sus días de gloria prefirió el bar de la esquina al vasto mundo, es hoy un modelo literario. No diríamos un clásico, pero sí un referente de alta proyección en los mapas rotos de la literatura que aún hoy se escribe.
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