Dom 17.06.2007
libros

NOTA DE TAPA

Alma de road movie

› Por Juan Pablo Bertazza

el número 21 de la revista Crisis, los análisis teóricos sobre hiperinformación reunidos en el volumen La marca de la bestia y la flamante antología de cuentos que incluye, bajo el título de El orden de las coníferas, cinco relatos inéditos. Como si fuera a hacerle un test de personalidad, dejo las tres cosas sobre una mesa de la casa de Aníbal Ford en Colegiales, tres obras, se supone, capaces de representar cada uno de los principales campos de acción de su carrera: el periodismo gráfico, la investigación y la literatura. El objetivo es que sea él quien elija por dónde empezar la charla y no al revés (quizá para otorgarle el privilegio de aquella máxima que reza: “El que habla primero, habla dos veces”).

El intento, no obstante, rápidamente se revela fallido: Aníbal Ford se queda pensando y replica: “Pero ahí falta algo muy importante”.

Se levanta, va hasta la computadora y muestra una foto en la que se lo ve en la playa luego de haber pescado un pez espada impresionante. “Es la foto que corresponde al cuento ‘Aleta dorsal’. Faltó incluir el terreno de la experiencia: casi todos mis cuentos vienen de una foto que, a su vez, corresponde a una vivencia.”

Los cruces

Una de las palabras clave para referirse a Aníbal Ford va a ser entonces cruces. Porque, más allá de que así se llamaba una columna suya en El Porteño, son más que recurrentes en su carrera los correlatos: con su primer libro de cuentos, Sumbosa (1967), salió al cruce del estructuralismo de Lévi-Strauss para deshacer en pedazos la estructura arquetípica y formalizada de la narración. Los cuatro artículos sobre la Pampa que están en su libro Desde la orilla de la ciencia (1987) tienen su contrapartida en la versión absurda y alucinada de su nouvelle Ramos generales (1986). Y, por fin, en el inédito “Los sonidos del túnel”, tal vez el relato más perfecto de esta nueva entrega, puede verse la contrapartida ficcional de sus hipótesis sobre la hiperinformación que hoy es protagonista privilegiada de Internet: “En el túnel hay una concepción de la cultura contemporánea. En Río de Janeiro, los chicos trepan por afuera de las casas para pintar graffiti, lo cual no se da tanto acá; el desafío está en pintar lo más alto posible. Como si alguien quisiera pintar la torre de los ingleses, pero desde lo más alto y trepando por afuera”, explica Ford. Y lo notable es que esos cruces permanentes van de la mano con las particulares direcciones que toma la conversación de Aníbal Ford. Como un alpinista que a partir de unas pocas rocas seguras –¿el compromiso político?, ¿el compromiso estético-literario?, ¿la siempre buscada innovación formal?– busca nuevos y desconocidos puntos de apoyo. Soy muy disperso. Esa pregunta me abre varias puertas son típicos entremeses de las respuestas de este escritor, a quien tal vez baste formularle tan sólo una inquietud para armar toda una entrevista. Acaso su discurso se enhebre de la misma manera que se articulan los links de Internet: ante cada asociación, Ford dispara hacia un link mental, aunque con la rara virtud de, por un lado, avanzar y, por el otro, no olvidar el origen de la ramificación, la página de inicio.

En varias partes del libro decís algo así como que cada cuento tuyo es una autobiografía profunda. ¿Qué significa?

–Cuando pesqué un merlín en una zona muy jodida del Pacífico mexicano, durante el cierre de un congreso latinoamericano, del cual me había escapado, me obsesioné pensando qué significado sagrado podía tener ese pez en las religiones mesoamericanas. En ese entonces había empezado el cuento “La aleta dorsal”, pero tenía sólo el arranque. Me la pasé buscando información hasta que, finalmente, un amigo me tumbó contándome lo que le habían dicho en una de las tribus de la Isla Tiburón: “El merlín trae mala suerte”. Así que terminé de escribir el cuento para conjurar todo eso. Una transformación parecida se da en el primer relato de “Salmos”: la carta que recogen junto al cadáver es una carta que le había escrito Celedonio Flores a Manzi y que completé gracias a la memoria, ya que pude verla sólo una vez en un archivo de Manzi... Era el año ’71, y su mujer me dijo que era inoportuno darla a conocer. Finalmente la incluí en este cuento: Celedonio, que estaba arruinado, le pedía a Homero llevarlo a alguna gira para hacer glosas, ya que todavía contaba con su única herramienta, el smoking.

¿De qué forma se cruzan tus investigaciones y la enseñanza sobre comunicación con la narrativa?

–La relación entre investigación y literatura es muy densa porque con la generación posterior a Contorno, para definirla de alguna manera, nos planteamos el problema de la falta de teoría literaria, leímos estructuralismo, marxismo, las primeras cosas de Barthes y empezamos a hablar de la necesidad de la teoría. También nos planteamos si había que escribir literatura o no; por eso creo que dejé varias veces de escribir y siempre salen artículos que dicen: “Ford vuelve a la literatura”. A veces ni figuro en el padrón de escritores, soy profesor de ciencias sociales y mi idea en este momento es cruzar ambas cosas. Primero porque tengo más ganas de escribir y después por cierto escepticismo que surgió de mis análisis sobre tendencias internacionales de globalización y, si bien no soy pesimista, veo muy jodidas las cosas. Yo encuentro en la literatura una enorme posibilidad para elaborar preguntas. Porque tenés la posibilidad de escribir sobre lo que se te cante y de la manera que se te cante, aunque siempre estén presentes ciertos problemas que emergen del análisis teórico o de la experiencia de la investigación. Por ejemplo, hay un cuento que guardé para el próximo libro sobre la potencia del 10 escala, que es la visión que se tiene desde un helicóptero.

Pero en el primer cuento, “Cosas que caen del cielo”, precisamente hay una visión desde un helicóptero.

–Sí. Y creo que tiene gran incidencia en la cultura contemporánea en el cine, en la ciencia ficción, desde Apocalipsis Now! hasta las filmaciones desde helicópteros en los realities shows. Siempre hay una relación muy íntima entre lo que escribo y las tesis que muevo cuando enseño. Pero también hay diferencias: en mi plano teórico siempre me apoyo directamente en las fuentes primeras. Mientras que, con la literatura, intento hacerme preguntas desde otro lugar. Por eso para escribir me motiva tanto una discusión teórica como mis propias experiencias: siempre parto de algo real, aunque después me piante para cualquier lado.

¿Tendrá algo que ver el vínculo permanente entre teoría y literatura con el hecho de que trabajaste mucho el género del cuento?

–Yo di cursos, publiqué antologías y soy gran lector de cuentos. El cuento me permite plantear problemas de manera puntual, la novela la veo más emparentada con el desarrollo de historias de la vida cotidiana: la novela de familia o la novela de aprendizaje, por ejemplo. No me veo escribiendo novela ni en pedo. Por otro lado, estamos en un país con una tradición de cuentistas que chocó contra la industria editorial, que pide novelas para las vacaciones. Muchas novelas son sumas de cuentos entrelazados. Borges, Cortázar, Walsh, Quiroga, Arlt, marcan una tradición muy fuerte.

El trabajo y el absurdo

En la literatura argentina no se suele hablar de trabajo. Son muy pocos los protagonistas literarios más entrañables de nuestro país que revelan su fuente de ingreso y su rutina laboral. Los cuentos de Aníbal Ford parecen querer revertir de un tirón esa insistente omisión. En casi todos los relatos de su antología Del orden de las coníferas –título que parece burlarse, por otro lado, de lo taxonómico y clasificatorio– puede verse una gran marca de lo laboral sobre los personajes. Especialmente, están presentes en las páginas de Ford los trabajos que implican oficios, aunque el listado no se reduce a eso y en un cuento como “Haiku” late, incluso, el generalizado terror al desempleo.

–Sí –acepta Ford–. Incluso la fábrica aparece claramente en “El arenado”. Si pienso en mi experiencia, cuando me fui del Centro Editor empecé a trabajar de fletero para Paidós, entre otras editoriales, haciendo servicio de novedades. También tengo una gran afición al trabajo manual. Yo tallo también, creo que tengo un tipo de inteligencia espacial. La literatura se parece un poco a tallar: las cosas se van desarrollando a medida que las vas escribiendo. Ah, y ahora que me acuerdo, está el cuento “El hilito inglés”, que publiqué por primera vez en Crisis, justo en la etapa que estaba laburando sobre el movimiento obrero, a principios de los ’70, y es también un homenaje a Francisco Calipo, un excelente sindicalista gráfico que murió por esos años. Ya durante la dictadura trabajé como director de desarrollo en una fábrica de productos químicos. El plano de la invención, en definitiva, cruza lo literario con el trabajo. Trabajé y viví la cultura del laburo. Pero también creo que tiene que ver con una discusión mía con el campo intelectual argentino que, en términos generales, es hiperteórico y cuando intenta bajar a lo concreto, por más libros que tenga leídos, no siempre lo hace bien.

En eso estarías emparentado con Arlt.

–Sí, en el cruce entre la invención y el trabajo; también con Quiroga. Los dos pertenecen a esa tradición de inventores-escritores tan típica de la cultura argentina. Pero detrás de eso hay una tradición mayor que es la invención propiamente dicha. Este es un país de inventores, fracasados muchas veces, y la invención está relacionada con lo manual. Por eso creo que trabajo mucho con el tipo habilidoso que inventa, como el protagonista del cuento “Del orden de las coníferas”, que tiene destrezas particulares o junta desechos para armar cosas sin sentido. Eso sería lo contrario al trabajo como valor típico del capitalismo.

Un trabajo que se sale del trabajo, deliberadamente o no; en “Salmos”, un hombre pesca una tortuga sin quererlo, por ejemplo.

–Uno quiere hacer algo y le sale otra cosa, eso es literatura. El asunto de la tortuga es real, la pesqué en un arroyo de una casa en el Tigre. Parece algo de vanguardia. Pero fue así.

El humor y el absurdo marcan otro gran rasgo de tus relatos, incluso para tratar temas fundamentales; en “La respuesta”, unos policías pintan de amarillo a un hombre.

–Llegué a la conclusión de que estos cuentos son totalmente psicóticos. “La respuesta” lo publicaron en Cuba atribuyéndolo a la última dictadura militar, pero lo escribí durante el onganiato. En esa época estuve en cana, aunque todavía no había tortura. Es una forma de trabajar la realidad y en eso me acuerdo de escritores polacos que trabajan la realidad pero con rajes imaginativos para cualquier lado. Un tipo como Slawomir Mrozekc, que trabajaba simultáneamente la política y el absurdo, me dio muchas pistas. Otro que tuvo mucha influencia en mí fue Fidel Pintos y su inolvidable sanata.

De Crisis a la desorientación vocacional

Si la carrera de Ford es próspera en los cruces entre experiencia, teoría, viajes y narrativa, hubo también momentos en que el arte de combinar se volvía una tarea mucho más compleja. Hacia mediados de los ’70, Aníbal Ford prácticamente no escribió narrativa, en parte debido a su agenda sobrecargada de crítica (publica en ese lapso estudios sobre Homero Manzi, Walsh y la literatura, Crónica y periodismo, Mito y literatura, entre muchos otros), periodismo y enseñanza (abundan en esa época sus trabajos en el suplemento cultural de La Opinión, en la cátedra de Introducción a la literatura en la UBA, y como jefe de redacción de Crisis).

¿Qué significó en tu literatura el silencio, el tiempo que estuviste sin escribir?

–Dejar de escribir siempre genera fuertes conflictos. Durante Crisis casi no escribí. Estaba diez horas metido en la revista, reformulando cada artículo con todos los autores. Pero creo que fue una cagada, lo descuidé demasiado. Y ahora, realmente, tengo ganas de escribir y me encuentro con que me excluyeron del padrón de escritores. La Argentina es un país con una gran producción, pero con un canon muy cerrado. Hay un gran desconocimiento sobre una producción muy rica que casi no circula. Faulkner o Steinbeck hubiesen sido catalogados como escritores de temas regionales que acá no le interesan a nadie. ¿Cuánto costó que Tizón dejara de ser visto como un escritor regional para convertirse en escritor nacional? De todas formas, creo que además del silencio de la escritura, otra experiencia aún más traumática es el no publicar lo que uno tiene escrito. Eso me pasó a partir del ’76; no publicaba porque me tenía que guardar, pero escribía y guardaba muchísimo. Apenas volví a publicar, empecé a escribir cruces por todos lados, mezclaba todo. Tenía tantas cosas pensadas a distinto nivel, que se me amontonaba todo.

¿Hay alguna publicación actual que se parezca a Crisis o haya continuado su lugar?

–No.

¿Por incapacidad o porque ya no hace falta algo así?

–Una revista buena se puede hacer, pero el costo es alto. Y una revista mensual hoy no puede tener coyuntura, tiene que estar en lo estructural, porque si te metés en internas, te vencés muy rápido. Ya los diarios, con una lógica de 24 horas, quedan atrasados, y por eso el New York Times está tirando ahora varios artículos de opinión en las primeras páginas. Los materiales de Crisis tenían una durabilidad muy grande en el tiempo. Por otro lado, no sé si se puede armar un equipo como el que tuvo Crisis: Eduardo Galeano era redactor de Marcha antes de los 20 años, Rivera tenía una formación muy fuerte, Juan Gelman y yo éramos jefes de redacción del diario Popular, aunque es cierto que yo me hice gráfico en el Centro Editor, gracias a Boris Spivacow. Estoy seguro de que con otro tipo de intelectuales, más apegados al comité de discusión, la revista habría durado tres números. ¡Esto es el problema del director de orquesta de Fellini, viejo! Con Galeano nos sentábamos con pilas de tres meses de producción y elegíamos y diagramábamos la revista en una hora. Por otra parte, yo no sé si ahora hay temas para una revista como Crisis, tan enmarcada en una perspectiva latinoamericana. Y aun si tuvieras material y un buen equipo, habría un tercer problema: la gran dispersión del público actual.

¿Eso no puede ser una consecuencia de que no haya una revista que concentre a ese público?

–Es probable, pero yo no vi la propuesta todavía. Y el público de hoy es muy distinto al de ese entonces, lo veo por las revistas que hoy tienen cierto éxito a nivel internacional: revistas con onda new age que toman bandas de público muy limitadas. Ni hablar del fuerte cambio entre la forma de producción de hace 30 años y ahora: el periodista ya no va al taller, tampoco está la linotipia que producía en la nota la idea de la pirámide invertida, todo eso fue. Pero si alguien te da guita, el problema es qué lector modelo elegís, porque el lector modelo de Crisis era el militante abierto, lo cual puede sonar contradictorio, pero explica por qué nos puteaban tanto de la izquierda como del peronismo. Después habría que hablar de una crisis estructural de la memoria, de la pérdida del patrimonio nacional y de la ignorancia sobre el país y sobre América latina: hoy nadie leería, aunque esté muy bien hecho, un artículo sobre la economía de Bolivia. Las revistas, como los canales, se especializaron: es un signo de esta época, no es algo bueno ni malo. Algunos defienden la televisión abierta porque es más general, pero la realidad es que la televisión abierta también es una mierda. Pero que se entienda: si bien Crisis, igual que el Centro Editor, fue para mí una experiencia fantástica de laburo y producción, hoy es parte del pasado. No me ato a eso.

¿No les queda hoy la sensación de que ya no van a poder lograr algunas de las cosas que pensaban conseguir?

–En cierta medida sí, y es algo que, por lo menos yo, pienso mucho. Lo que se me aparece es un gran interrogante: no sé si estábamos equivocados cuando pensábamos que esas cosas se podían lograr o si la realidad cambió de tal manera que en el momento en que pensábamos que se podían lograr, realmente se podía, y ahora ya no... ¡Ah! Y dejame agregar algo para la entrevista, aunque no tenga que ver con la última pregunta: en Los Angeles han desarrollado una gran industria del road movie que no cuenta con nada parecido en la Argentina, que es un país donde, paradójicamente, si te vas de viaje un poco lejos tenés que hacer tiradas de mil kilómetros por día. Tengo alma de road movie, y siempre extraño los caminos y no porque haya leído a Kerouac. Haroldo Conti hizo su último viaje conmigo para comprar aletas de tiburón y vendérselas a los japoneses porque es un afrodisíaco: recorrimos todo el sur en 1975 y de paso recogimos barbaridades políticas que estaba haciendo la Triple A. Quiero decir, como decía Juan Carlos Dávalos: “Déjese de joder, amigo, lo importante no es llegar sino ir”. Muchos dicen que soy populista de vanguardia. Yo me considero un explorador de la literatura y de la cultura, pero también me río de esa propia exploración, nadie puede decirme que me la creo. Estoy yendo a orientación vocacional, quiero saber qué quiero hacer cuando sea grande.

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