Dom 17.06.2007
libros

EL EXTRANJERO

La noche japonesa

Haruki Murakami publica una de sus novelas pequeñas y emocionales, que transcurre durante una noche de otoño en la que, como siempre en su universo, todo es posible con la más absoluta naturalidad y lirismo.

› Por Rodrigo Fresán

After Dark
Haruki Murakami
Knopf, 2007
208 páginas

No pasa semana sin que los diarios nos informen que se ha descubierto la zona exacta del cerebro donde reside el sentimiento

de culpa (o del pensamiento religioso, o del temor a la muerte) y que los noticieros nos muestren cómo es que se ha conseguido fotografiar las fluctuaciones del diástole-sístole en el momento exacto en que uno se enamora o algo así.

Y nadie pide demasiadas pruebas de que todo esto sea posible. Se lo acepta sin problemas. Que pase el que sigue y lo que vendrá. Por lo que yo –para cualquier día de éstos– propongo que se lleve a cabo el siguiente experimento: precisar qué es lo que ocurre exacta y simultáneamente tanto en la materia gris como en el rojo corazón cada vez que uno se pone a leer un libro del escritor japonés Haruki Murakami.

Porque, seguro, algo raro sucede entonces, algo muy particular y que no pasa con ningún otro autor que yo recuerde. Uno empieza a leer un nuevo Murakami y se siente un poco incómodo y hasta irritado por ciertos tics y guiños al lector que se supone cómplice de entrada. Y cuando uno comienza a preguntarse si se habrá terminado el amor o uno ya estará más allá de todo esto, algo hace click (algo que hasta es posible que se trate de una cuestión no decididamente literaria) y nos descubrimos, otra vez, rendidos y encantados y con una sonrisa en la boca mientras pasan las páginas.

Sí: hemos vuelto a ser abducidos y está bien –muy bien– que así sea.

(Y entre paréntesis: junto a After Dark he leído Rant, la nueva y divertida y monstruosa novela de Chuck Palahniuk armada como si se tratara de biografía oral à la George Plimpton de un supuesto serial killer y, de acuerdo, produce un efecto también extraño e intransferible pero de polaridad muy diferente: porque mientras Palahniuk es tóxico, Murakami es purificante. Y es mucho más difícil ser un escritor que limpia que un escritor que contamina.)

After Dark (publicada en Japón en el 2004, y otra vez un título que alude a una canción, esta vez “Five Spot After Dark”) es, también, la variedad de Murakami que más me gusta a mí: la de relatos como “Chica de cumpleaños” o de novelas como Al sur de la frontera, al oeste del sol y de esa cima nunca superada que es Madera noruega.

Es decir: no hay aquí preocupaciones con el pasado histórico de su patria ni gatos parlantes; pero sí gatos que maúllan y hermosas chicas tristes (una de ellas víctima de lo que en principio parece un maleficio que la mantiene bella y durmiente) y un músico de jazz (que se pregunta si no será hora de ponerse a estudiar Derecho) y un hombre sin rostro que lo observa todo como si se tratara de una película y un rostro en una pantalla de televisión sin canales y nombres de marcas occidentales y mini-relatos con la boca llena de ensalada de pollo (que es lo único que se puede comer en Denny’s) y teorías insinuadas sobre dobles y otros mundos y un hotel alojamiento que se llama Alphaville en honor a Jean-Luc Godard y diálogos epifánicos en su compleja sencillez y una pequeña inmensa anécdota que se va desenvolviendo sin prisas, cruzando sus piernas y sus diferentes líneas narrativas casi en tiempo real, con el dibujo de un relojito precediendo cada uno de los capítulos, a lo largo de las siete horas de una noche de otoño: de “esas secretas entradas en la oscuridad, en el intervalo entre la medianoche y el momento en que el cielo comienza a aclarar” donde “nadie puede predecir cuándo o dónde esos abismos devorarán a las personas o dónde o cuándo acabarán escupiéndolas”.

Un poco Magnolia de Paul Thomas Anderson, otro poco cuadro de Edward Hopper tokioficado (aunque nunca se nos precisa la neonizada ciudad donde todo fluye sin prisas ni pausas), un poco más de la Naomi de Junichiro Tanizaki (novela de 1924 que, para mí, prefigura las obsesiones del autor de Kafka en la orilla); pero por encima de toda influencia ese delicado aire de amenaza constante y el tan sutil surrealismo que es inconfundible marca de la casa. Surrealismo en el sentido de que cualquier cosa puede suceder en uno de sus libros y, aun así, nada nos sorprende del todo por más ilógico e inesperado que parezca en principio: un segundo después y todo tiene sentido y Murakami es uno de esos muy contados autores a los que les creemos todo porque, fundamentalmente, creemos en ellos.

Así, After Dark es una nueva y siempre bienvenida ocasión de volver a rendir culto (apenas estropeada por la primera portada fea que le he visto al gran diseñador Chip Kidd) y de sentir, dentro nuestro, eso que nos ocurre cada vez que leemos a Murakami.

Algún día –más temprano que tarde, antes que amanezca– alguien considerará imprescindible e impostergable el sacarle una foto o un encefalograma o un electrocardiograma a tan extraño fenómeno.

Y aun así, por suerte, seguiremos sin comprender cómo es que lo hace, que lo hizo, que lo seguirá haciendo, noche tras noche.

Para y por y a nosotros.

Algo.

Eso.

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