Dom 24.06.2007
libros

NOTA DE TAPA

Anatomía de un diálogo interminable

Es notoriamente escasa la repercusión en medios escritos que ha tenido la publicación del voluminoso diario sobre Borges que Bioy Casares llevó durante más de cuatro décadas. Tan notoria que Rodolfo Rabanal, tras el breve comentario que escribió hace poco más de un mes para el número especial que este suplemento le dedicó al libro, decidió aventurarse en un ensayo más largo que expusiera al menos algunas de las múltiples pistas que esas 1600 páginas arrojan sobre el escritor más importante del siglo XX en lengua castellana.

› Por Rodolfo Rabanal

Muy pocas personas han producido hasta ahora, aparte de las reseñas críticas y de las breves opiniones periodísticas, algún trabajo más o menos destacable sobre el libro Borges, por Bioy Casares. No es improbable —en el mejor de los casos— que este relativo silencio obedezca a una labor en marcha que busca, comprensiblemente, aislarse en tanto va desarrollándose el proceso de creación y no, como sería de temer, a una fatiga o a una indiferencia más o menos consciente ante la figura más notable de la literatura argentina y, por supuesto, de la literatura en idioma español.

Hasta la aparición de este libro ignorábamos cuánto le preocupaba a Borges su reputación, porque aquí sale a la luz que era un excelente administrador de su fama, tanto, contrariamente, como era un pobre administrador de su escasos bienes materiales.

Tampoco sé si existen ya arreglos con editoriales europeas o norteamericanas en vista a ediciones traducidas. No hubo, igualmente, ninguna polémica que crispara el ambiente de las letras argentinas, tal como, seguramente, esperaban sus editores que ocurriera, apostando, no sin razón, a la virulencia e iconoclastia de muchas de las opiniones personales de Borges reproducidas por Bioy Casares en este diario que, prolijamente, llevó durante algo más de cuatro décadas.

Por lo visto, ninguna de las personas citadas por Borges, y aun vivas, sintieron ofensa alguna, o discrepancia ante ciertos juicios valorativos sobre libros y autores. Nadie parece haber experimentado el frío temblor de descubrir su propio retrato en perspectiva desfavorable, cómica o ridícula. Quizás —en el peor de los casos— la astucia del silencio, una de las estrategias a favor del olvido, esté prevaleciendo en la Argentina sobre el ejercicio del criterio y la osadía de la inteligencia. Pero si nadie se da por aludido, ¿de qué habla el diario de Bioy, a quién, a quiénes se dirige?

En principio, este es un libro de escritores para escritores. Tal vez el último elogio, la última defensa de una idea hoy antipática, considerada “incorrecta” por excluyente, la idea de que la erudición y “la alta cultura” son predios minoritarios, aristocráticos, rechazados por las democracias populistas. Y es, además, un libro de escritores para lectores ávidos que todavía creen en la literatura y encuentran en ella la gozosa incitación a seguir leyendo, a seguir buscando sendas imaginarias y replanteos interpretativos en medio de lo que podríamos llamar la aventura íntima del texto. En este caso particular, la aventura nos propone (y ofrece) rondar y escuchar, como invitados invisibles, una larga conversación de más de cuarenta años entre dos hombres que se reúnen casi a diario alrededor de una mesa para compartir la cena. Que ambos hombres sean amigos facilita los encuentros, pero que los dos sean hombres de letras le otorga al libro la sustancia específica que lo distingue.

Borges es invariablemente el invitado y Bioy, el anfitrión. Los platos no se nombran, salvo una o dos veces, los dos eran comensales austeros y agasajaban sin pompa alguna una comida sencilla, siempre la misma o apenas agitada por alguna variante igualmente sencilla: puré de papas, un bife, una ensalada, a veces pastas, y no mucho más. Ellos en particular y el país mismo en distintos grados, estaban todavía lejos de la bacanal minuciosa con que hoy se celebra la cocina internacional como el más alto logro en las jerarquías mundanas.

¿Y de qué hablan estos dos hombres? Sobre todo de libros y autores, naturalmente. Intercambian opiniones sobre el uso o el desuso del soneto, ahondan en los riesgos del verso libre, discuten sobre métrica y rima, intentan hallar el origen, el sentido, la utilidad de una frase. Leen (el que lee es Bioy, Borges repite y de pronto recuerda y entonces recita un poema entero, o recompone un largo párrafo del Dr. Johnson) y comentan lo leído, mientras nos va quedando claro —a sus lectores— que están estableciendo un consenso en materia de gustos, cuya exigencia es tan inflexible e inexpugnable como una torre de granito alzada en los bordes de las tierras bárbaras.

De todos modos, esta suerte de firme estatuto que articula para ambos el sistema de lecturas desde Homero a Stevenson, Conrad o Wilde, o el mejor Lugones, está muy lejos, afortunadamente, de toda sospecha de solemnidad. Ni Bioy ni Borges, lo sabemos, fueron nunca solemnes y Bioy transcribe aquí (con una precisión sorprendente) ese espíritu y esa atmósfera que los rodeaba o que ellos mismos iban creando a lo largo de las conversaciones. No hay convicción estética o referencia precisa a una obra muy estudiada que autorice en ellos cometer el error de la gravedad académica o adoptar un tono de circunspección sabihonda. La erudición considerable de Borges, la misma que le permite inventar “erudiciones” falsas, no conoce la pedantería ni el acierto prepotente, en parte gracias a esa habilidad suya consistente en convertir una afirmación discutible en una pregunta cortés, y en parte gracias a la permanente tentación que le opone su escepticismo.

El carácter, la modalidad de ambos en esas mesas y sobremesas, los da una cierta soltura de entrecasa, como si vagabundearan en procura de una idea que les abrirá un camino, y no pocas veces es la broma la que se impone, el chiste inesperado, la burla cruel a un colega o a un amigo, el chismorreo que recuerda un error de dicción de alguna señora amiga o, al menos, del trato habitual de ambos. Hasta los versos malos y procaces tienen lugar en las noches dialogadas. Las reuniones son divertidas y no pocas veces la risa estalla para coronarlas. Borges, dice Bioy, se ríe como un loco. Silvina, que participa de muchas de esas veladas, los trata de “pavos”. Se ríen de estupideces, comenta. Uno siente que la vida fluye.

Borges es seguramente la parte más sustancial de los diarios personales de Bioy Casares y, sin duda, la más copiosa y abundante y también la que torna más bien pálidos y convencionales los demás volúmenes en los que el narrador fue trazando su propia vida día por día. Es interesante comprobar de qué modo Bioy se desdibuja en estas mil seiscientas páginas dedicadas a su amigo, a su amigo y seguramente maestro, si bien en ningún momento la relación se plantea expresamente en esos términos. Y aquí aparece, precisamente, esa presencia recurrente del paralelo que ofrece este diario con La vida de Johnson escrita por James Boswell en la segunda mitad del siglo XVIII. Yo me pregunto si hay lugar para imaginar ese paralelismo y me parece que no. Es indudable que ha de haber estado en la secreta intención de Bioy observar ese modelo como paradigma argumental a tomar en cuenta, pero salvo por el hecho del registro de las conversaciones, este diario no aborda, como lo hace Boswell con Johnson, los detallados hitos biográficos de Borges, ni asume Bioy en ningún momento la actitud de scholar que despliega Boswell, quien no sólo escucha y transcribe lo que Johnson dice sino que, además, escucha a otros hablar de Johnson, investiga, sondea, comprueba citas y datos y confronta opiniones y testimonios sobre el sujeto de su atención y estima, y establece, como un aplicado estudioso, un criterio normativo para lo que llegará a ser, entre los escritores de habla inglesa, el género de la biografía.

Nada de esto es aplicable al Borges de Bioy, quien, hemos visto ya, jamás deja traslucir una relación discipular, no al menos de manera declarada o manifiesta en el trato amistoso entre ambos. No sabemos cuáles pueden haber sido los sentimientos de Borges sobre esta cuestión y apenas si, en algunas entradas del diario, la admiración que manifiesta Bioy por la inteligencia de Borges nos permite sospechar en él alguna forma difusa de ese sentimiento, en alguna medida subalterno. No obstante, hay suficientes razones en el mismo libro para figurarnos el oculto diseño de un cierto orden jerárquico implícitamente entendido por ambas partes, aunque nunca expuesto de forma directa o expresa. Es cierto que Bioy confiesa haber aprendido mucho de Borges, hasta el extremo venturoso y decisivo de reconocer la influencia que tuvo su amigo mayor, en su juventud, para que abandonara los estudios de derecho en beneficio de su genuina vocación literaria. Es cierto, igualmente, que Borges ha declarado haber aprendido no poco de Bioy, y acaso sea verdad además de una cortesía, pero también es cierto que esta última verdad resulta mucho menos convincente que la primera.

Cuando los dos se conocieron, entre 1931 y 1932 (Bioy no recuerda la fecha con exactitud), Borges tiene más de treinta años y Bioy no llega a los veinte. Borges es ya conocido en los círculos literarios más bien tumultuosos de la época y Bioy está aprendiendo a escribir trabajosamente. Los dos se hacen amigos de por vida, con un corte un poco abrupto y sin duda doloroso para ambos en los últimos dos o tres años de Borges, que muere en 1986. Entre esas dos fechas, fluye más de medio siglo —56 años— de amistad, “conspiración”, trabajos en común, proyectos de publicaciones, alianzas esporádicas con otros escritores, enemistades, pasiones y claro, no pocas muertes. En ese largo período, la misma literatura argentina adquiere mayoría de edad y decenas de nombres aparecen y decenas de nombres se olvidan. ¿Quién leerá hoy a Gómez de la Serna, a Arturo Capdevila, a Conrado Nalé Roxlo, a Mastronardi?, se pregunta Borges en 1970. Hoy nos hacemos parecidas preguntas con idéntica perplejidad.

El diario de Bioy es, entre muchas otras cosas, una guía informal de quienes escribieron en todos esos años. Es a la vez una denuncia —mayormente en boca de Borges— de la curiosa indigencia que muestra esa abundancia: pésimos o mediocres escritores enancados en famas deleznables. Sin piedad, por ejemplo, Horacio Quiroga es desmontado de su trono. Los mismos amigos, entre ellos Peyrou y José Bianco, reciben el castigo apodíctico de Borges. Salvo Silvina Ocampo, prácticamente ninguna mujer escritora pasa la prueba. Días hay en que ni Shakespeare se salva.

Es preciso admitir que Borges es caprichoso y en buena medida arbitrario y tiránico. Hasta la aparición de este libro ignorábamos cuánto le preocupaba su reputación porque aquí sale a la luz que era un excelente administrador de su fama, tanto, contrariamente, como era un pobre administrador de su escasos bienes materiales. Con harta frecuencia incurre en un pecado habitual entre las personas de gran ingenio; por una ocurrencia feliz y una frase brillante es capaz de exponer la cabeza, aunque después se arrepienta clamando piedad de rodillas. Sus debilidades humanas —como las crisis melancólicas y coléricas de su admirado Dr. Johnson— lo instalan (ahora gracias a Bioy) en una dimensión más asible. Algunas de sus ingeniosas salidas malignas, o quizá mejor provocadoras, lo vuelven memorable de un modo salvaje: “No hay ciudades argentinas —le dice a Bioy volviendo de Salta—; hay Buenos Aires y pedazos de barrio tirados en medio del campo”. O esta otra: “No es verdad que a los argentinos les guste el campo; les gusta París”. Si viviera, ahora diría Disneyworld, o Miami.

Siento que al escribir sobre este libro asoma un peligro que acecha en cada página, es la tentación malsana de las citas; resulta demasiado fácil engolosinarse con la transcripción de la ingente agudeza del Borges coloquial. No hay nadie que sea más libre que él, nadie tan “políticamente incorrecto” avant la lettre, tan oportuno y temerario al mismo tiempo. Resuelve que Molinari es muy ignorante y recuerda que Victoria Ocampo estaba traduciendo al francés un poema suyo y le preguntó qué había querido decir con tal verso: “y él no supo contestar. Estaba muy asombrado de que alguien creyera que sus versos significaban algo”. Ni siquiera Manucho Mujica Lainez, un temido contertulio, ácida y graciosamente maligno, llega a tanto, porque Manucho, en sus peores momentos, roza siempre la indecencia, la guarangada, categorías adversas que Borges deplora. Pero entonces, volviendo a la tentación malsana, citar es redundante porque deberíamos, si de eso se tratara, transcribir todo el libro, volvernos copistas cuidadosos, espejos, no otra cosa. En cierto sentido, duplicaríamos a Bioy. O imitaríamos la ocurrencia que alguna vez confesó Walter Benjamin: “Sueño con escribir un libro compuesto únicamente de citas”.

Más importante o, en todo caso, menos inútil, es registrar el efecto que este libro produce en el lector voraz que, eventualmente, es también él un escritor. El Borges de Bioy difunde, al menos para mí, el vigoroso estímulo que trae consigo evocaciones posibles, reales e imaginarias; toda su riqueza pertenece a la categoría de los libros muy buenos, y los libros muy buenos son inagotables y siempre, afortunadamente siempre, elusivos, incompletos, sus carencias son sugestivas y elocuentes, sus inevitables fragmentos arden como si fuesen las brasas que alimentan la intuición. Supongo que los grandes clásicos pertenecen a esa familia. Si no, por qué seguiría exasperándonos la terquedad vengativa de Aquiles y nos obsesiona la “injusta” muerte de Héctor. ¿No nos tienta acaso reinventar de vez en cuando el diálogo andariego entre Quijote y Sancho? El Infierno de Dante no admite un término aunque él lo fije, y entonces volvemos a los desdichados amantes que son Francesca y Paolo con el deseo inútil de redimirlos y añadirles otra historia menos aciaga.

Es muy posible que la riqueza excedentaria de este libro resida, justamente, en lo no dicho, en las tramas inconclusas, en lo que se nos esconde, ya sea por el olvido o la prudencia o por la convicción —por ambos compartida— de que todo lugar común es una insignificancia que degrada a quien la comete. Pero una de las omisiones más notables es la ausencia de confesiones íntimas entre Borges y Bioy —protegidos ambos en ese pudor que Borges asimilaba a cierta manera de ser de los argentinos (hoy habría que revisar esa creencia)— y este vacío, cuya fuerza atractiva es muy grande, plantea la rica y acaso indecorosa invitación a “novelar” esa carencia. ¿De qué nos ha privado, por ejemplo, el hecho de que Borges no haya llevado un diario personal? Desde ya, la demanda no es sensata, porque un diario íntimo no se dicta y Borges, ciego, no tenía más remedio que dictar; no obstante, esa tentación “contrafactual” forma parte de todo cuanto sugiere esta obra. En otros términos, esa privación funda la peregrina nostalgia de lo que no ocurrió pero que podía, razonablemente, haber ocurrido. Esa privación propone la hipótesis, o la conjetura, o el arranque irresistible de las vidas imaginarias.

Una de las cosas aquí mostradas —lo cual es evidentemente bastante más que una sugestión— es la distancia existente entre el Borges público y el Borges privado, el Borges de entrecasa, no en vano él hablaba “del otro Borges” y es ese “otro” el que enciende las desmesuras de la imaginación. Porque ese otro Borges es el desdichado a quien insulta Estela Canto en el andén de Constitución o a quien aplasta con un sarcasmo procaz Silvina Bullrich, informándole que mientras él la anhelaba observando desde la calle la luz prendida de su cuarto, ella estaba con un amante. Fracasos y humillaciones de un enamorado “romántico”, en cierto modo platónico, resueltamente imposible. Dolores, pero también ataques inspirados por la indignación ante lo que él consideraba grosero, afrentoso, antiestético, insensible, desinteligente, y en esta banda suficientemente extensa y ancha, caen muchos, desde Roberto Arlt hasta Perón y Sabato. Y desde luego, ese otro Borges es asimismo el humorista fino, el risueño comensal de las noches de Bioy, y el “asesino” al que el arrepentimiento torna piadoso.

Es por todo lo anterior que la imaginación rumorea el sueño insensato de producir un texto ilusoriamente completo, capaz de comprender cabalmente estas dos vidas y olvidar, o ignorar, que estas dos vidas ya están fatalmente cerradas, y que toda nueva palabra que se les atribuya nada sumará a las suyas, ya definitivas, ya inmodificables.

¿Y Buenos Aires? Aquí está la ciudad, sin duda, el escenario definitivo e impermutable de este “drama” a dos voces, básicamente a dos voces, porque suele haber otras pero son como un coro, o un eco. No es que se nombre a la ciudad con la intención demagógica de promocionar un centro; ni siquiera se la nombra, salvo que la necesidad ineludible lo exija. Son unas calles y unos hábitos, un idioma, unos personajes, los diarios “de toda la vida” , el recuerdo o la evocación repentina de una gruta, de una estatua, de las luces al atardecer en las avenidas Santa Fe o Corrientes, las peregrinaciones desde el centro a Puente Alsina, a Saavedra, el aroma fuerte a café en El Paulista de Callao y Córdoba, que ya no existe. El encuentro con libreros y librerías que tampoco ya existen. Es curiosa —en realidad, no debería resultar curiosa— la tenacidad quieta, tanto en Bioy como en Borges, con que sienten su arraigo, su afincamiento, la imposibilidad, aunque no declarada de este modo, de vivir en cualquier otra parte que no sea Buenos Aires. Llama la atención, sí, en estos espíritus culturalmente universales, esta suerte de tozudo apego casi provinciano. Y no es que no viajen, sólo que viajan para volver.

Buenos Aires es la irrenunciable patria de estos dos porteños que, como tales, se proclaman todavía (medio en broma y medio en serio) “unitarios” y se comportan, paradójicamente, como hijos del mundo, retoños de Occidente, cosmopolitas y políglotas (son raras las veces en que las charlas no pasen del español argentino al inglés o al francés, ya sea porque se impone una cita o se elige un refrán o un proverbio específico). Evidentemente conservadores, aunque menos en un sentido político que filosófico —upper class, sobre todo Bioy— agasajan la rutina y los hábitos fijos haciendo caso omiso de modas y novedades. Adscriptos, pero sin elección alguna, a esta fidelidad porteña, la patria, entonces, se reduce y abisma a dos categorías contiguas, la ciudad y el campo y eventualmente el río. Y esta noción de patria, principalmente en Borges, nunca es declamada, nunca es “patriota” y mucho menos “patriotera”. El suyo, e igualmente el de Bioy, no es un yo “nacionalizado”, ninguna confiscación ideológica lo limita o determina. La instintiva pertenencia está tan arraigada que Borges no puede si quiera concebir para sí un exilio en Harvard, cuando se lo ofrecen. La patria, en fin, es algo íntimo y compartido. Y que Borges haya ido a morir a Ginebra no desdibuja este sentimiento.

Sólo cuando terminé de leer el libro o cuando me aproximaba a las últimas y ya desoladas páginas, percibí de pronto lo que siempre había sabido aunque jamás había reparado en ello con el desconcierto que me produjo ahora. El “descubrimiento”, lo que vemos “por primera vez” realmente la segunda vez, suele tener sobre nosotros un efecto revelador, algo parecido a la leyenda milyunanochesca del campesino que sale a buscar un tesoro a una ciudad lejana para enterarse de que lo tiene guardado en el jardín de su casa. Aquello que me llamó poderosamente la atención es que nunca en las conversaciones de Bioy y Borges (tampoco en sus escritos) parece tocarlos el formidable embate cultural del siglo XX, sobre todo el de la primera mitad del siglo. En las mil seiscientas páginas de Borges por Bioy Casares no recuerdo que haya una sola referencia medianamente extensa a los problemas filosóficos de la modernidad avanzada y ya tardía. No hay una sola mención a Wittgenstein, Russell, Heidegger o Sartre, para no ir más adelante. Tampoco al arte, crítico y perturbador que encarnan, digamos, Picasso o Paul Klee. ¿Y la música? Prácticamente no existe y uno tiene la impresión de que jamás oyeron hablar de Schönberg, Bartók, Prokofiev, Britten o Stravinsky. Es verdad que les gusta el jazz y el tango (a Borges sólo cuando no es cantado). Pero ocurre como si esas predilecciones musicales acaso exclusivas relegaran todo lo otro al olvido, o al silencio. En todo caso, no deja de parecerme una muy extraña, una muy rara inadvertencia en dos hombres como ellos, dos hombres del siglo, ilustrados como pocos y detalladamente atentos a las más altas complejidades de la literatura. Acaso leyeran el presente desde el pasado. Tal vez sintieran que la única manera de concebir una obra literaria “no contaminada” fuera desoyendo las invenciones contemporáneas. Es esta omisión (¿en sus gustos, en sus capacidades selectivas?) profunda, aparentemente no creíble, la que hace de Borges —principalmente— un hombre “antiguo” en el seno del siglo XX, casi un fenómeno único de provincianismo ilustrado.

El sábado 22 de junio de 1985 es la última vez que Borges come en casa de Bioy, y quizá la última vez que comen juntos en cualquier otra parte. Con voz vacilante, Borges confía: “Tanto viajar me está deshaciendo”. Ya no es más él, sino dos cosas a las que acaso no llegó a habituarse nunca: un anciano moribundo junto a una mujer joven que suele vestir de blanco, y una figura internacional casi legendaria. Los posteriores y pocos encuentro entre él y Bioy o son telefónicos u ocurren en dos o tres situaciones públicas, donde el anciano ciego repite sus viejos motivos como si soñara. El lunes 12 de mayo de 1986, Bioy recibe una llamada desde Ginebra y es María Kodama quien habla. Le pasa el teléfono a Borges, que dice a su amigo: “No voy a volver nunca más”. Cuatro días después muere. Bioy se entera porque se lo comenta el diariero del quiosco del hotel Alvear. Ha comenzado el mito, y se cierra el mayor capítulo de la literatura argentina hasta el presente. “Lo importante —comenta Borges una noche de invierno de 1959— no es que el lector crea lo que lee, sino que sienta que el autor cree lo que escribe.” El gran mérito de esta obra, de este diario, es que el lector cree que Bioy cree en lo que escribe.

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