MI EUROPA, POR YURI ANDRUJOVICH Y ANDRZEJ STASIUK
El ucraniano Yuri Andrujovich encarna la voz del corazón de Europa en deslumbrantes ensayos sobre la tragedia y la esperanza que gravitó sobre ese territorio arrasado durante el siglo XX.
› Por Juan Forn
Mi Europa.
Dos ensayos sobre la llamada Europa central
Por Yuri Andrujovich y Andrzej Stasiuk
Ediciones El Acantilado
173 págs.
Cuando uno dice “literatura mitteleuropea” pareciera estar refiriéndose al pasado: a una cultura humanista arrasada por el viento de la Historia. Hace casi un siglo que Mitteleuropa no es un territorio sino una entelequia: ya lo era para Joseph Roth, para Sandor Marai y hasta para Robert Musil a principios de los años ’30, cuando ese judío polaco, ese húngaro de provincias y ese vienés hasta la médula le dedicaron sus réquiems (La marcha Radetzky, Confesiones de un burgués, El hombre sin atributos). Otro mitteleuropeo irredimible, el serbio Danilo Kis, definió el espíritu de esa literatura cuando dijo: “Desde la infancia me han cautivado las ruinas”. A Mitteleuropa la convirtieron en ruinas la Primera Guerra y el derrumbe del imperio austro-húngaro, el advenimiento del nazismo y la Segunda Guerra, el despotismo soviético de posguerra y las ilusiones aplastadas por los tanques en 1956 (Hungría) y 1968 (Checoslovaquia), pero también Chernobyl, la caída del Muro y las nuevas ilusiones de libertad, vapuleadas esta vez por la economía de mercado (que en los territorios de Europa Oriental es, ante todo, sinónimo de mafias políticas, negociados turísticos y redes de pornografía). Mitteleuropa parecía un cadáver ilustre cuyo último símbolo era ese río que recorre sus ruinas: el Danubio en versión del triestino Claudio Magris.
Sin embargo, tal como ese polaco que despertó hace pocos días de un coma de veinte años, Mitteleuropa ha mostrado últimamente inesperados signos vitales, a través de la inopinada voz de un ucraniano (o galitziano, como prefiere definirse él) nacido cuarenta años después de la defunción oficial de Mitteleuropa, con el nombre de Yuri Andrujovich. “Crecí en un mundo de calles y mansardas que fueron modernas hace un siglo. Gran parte de mi mundo ya estaba en ruinas cuando nací. Con los años, las personas y las cosas acumulan cansancio, enfermedades y sufrimientos; de ahí proviene ese olor tan particular llamado decrepitud, el vino de las ruinas”, escribe este oriundo de Lvov en los tiempos de Kruschev y de los Beatles. En su adolescencia, cuenta Andrujovich, él y sus revoltosos amigos iban a beber vino en las ruinas de castillos abandonados: “Buscábamos al menos un indicio de algo lejano a qué aferrarnos, algo como Italia, Francia, Alemania; en el fondo lo que buscábamos eran noticias de una vida plena”. Al otro lado del Danubio, sabían, estaba América, el Nuevo Mundo, todo aquello que conformaba el porvenir. No al otro lado del océano, sino al otro lado del Danubio.
A partir de la Perestroika, los países ricos europeos comenzaron a invitar a sus parientes pobres a encuentros de intelectuales “sin fronteras en la arquitectura cultural europea del tercer milenio”. Andrujovich era una figurita que calzaba como anillo al dedo para esos encuentros. A fin de cuentas, el tipo escribía en ucraniano y se autotraducía él mismo al polaco y al ruso, sus poemas se publicaban como editoriales de política en los diarios de su país y sus novelas eran tan conocidas como canciones pop entre los jóvenes ucranianos. Mientras Le Pen y Milosevic ocupaban las primeras planas de los diarios europeos, las intervenciones agoreras, anacrónicas, líricas y corrosivas de Andrujovich en aquellos encuentros fueron puntualmente desdeñadas. ¿De qué hablaba ese casi imberbe cuando pretendía saber si esos congresos eran para “liberar al pasado del futuro o para liberar al futuro del pasado”? ¿Cómo podía ser tan desagradecido para inquirir si la nueva comunidad europea era ese lugar “donde imperaban los valores definidos por el liberalismo cosmopolita y el hedonismo consumista” y para exigir “un multiculturalismo que no fuera el de los cementerios”?
Hasta que, en el 2004, un pequeño sello alemán publicó un librito titulado Mi Europa: “dos ensayos sobre eso que se da en llamar Europa Central”. Uno de esos ensayos era de Yuri Andrujovich (el otro pertenecía a su amigo varsoviano Andrzej Stasiuk). Para entonces, la Europa rica empezaba a reconocer a regañadientes que no tenía mucho que pontificar, ni literaria ni humanísticamente, y aquel librito empezó a traducirse a todas las lenguas europeas. La edición española de Mi Europa apareció el año pasado (en Ediciones El Acantilado) y despertó una fiebre de curiosidad por Andrujovich, a tal punto que en el mismo sello se ha publicado recientemente un fenomenal volumen de sus ensayos (titulado El último territorio) y se anuncia la aparición de dos de sus novelas en breve.
“El pasado nos antecede, se anticipa para prevenirnos, y en ocasiones lo consigue”, escribe Andrujovich, con ese medio tono en el que conviven endiabladamente lo lírico y lo irónico, la lucidez y la ilusión. Danilo Kis dijo antes de morir: “No se puede entender ningún totalitarismo usando su misma seriedad. Es decir, usando su mismo lenguaje. Para hacer esto, necesitamos otra lengua. O se escriben manifiestos o se escribe literatura. La literatura debería ser el último baluarte de la cordura. Salvar la lengua de los lenguajes estereotipados y agresivos, que están invadiendo todo”. Eso es lo que hace alegre e impenitentemente Yuri Andrujovich. “Escribe tan bien como puedas, ésa debería ser la única directriz de un escritor”, repite una y otra vez. De su manera de escribir dice que es la única manera que tiene de entender esa Ucrania de la que Gogol decía que era “ese lugar donde nunca pasa nada”. Según Andrujovich: “Este es nuestro país, el fin de una época, el fin del mundo. Un paisaje cultural del que puedes seguir los estratos”.
Ya sea para contar que Chernobyl (que está a sólo cien kilómetros de su casa) significa ajenjo en ruso, o para desenterrar del olvido una antigua organización secreta de la KGB llamada Smersh (¡cuya sigla significa literalmente “Muerte a los espías”!), sea para relatar la salvaje vida de su abuelo o el anónimo entierro de su padre, Andrujovich repite siempre entre dientes su mantra, compuesto de dos frases: una de Epicuro (“Mientras vivimos, mientras vivimos”) y otra del bestia de su abuelo (“¡Una mierda me harán ésos!”). Y agrega: “Definiciones sobre el ser humano hay miles, pero quedémonos con ésta: criatura bípeda sin plumas capaz de tener esperanza”. Lo de sin plumas es decisivo: sin plumas no se puede volar, pero eso no impide que tengamos esperanza.
En cuanto a Mitteleuropa, dice Andrujovich al final de uno de sus ensayos: “Entonces vuelve el verano y marchamos por la húmeda llanura al pie de las montañas, hacia la orilla del Danubio, y estamos muy cerca del centro de Europa y de nosotros, ya que el yo humano, el corazón, el alma, se encuentra en la parte centro-oriental del cuerpo”. Eso es Mitteleuropa para Yuri Andrujovich, y así habla –muerta o viva– a través de él.
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