PHILIPPE CLAUDEL
La muerte, a pesar de todo, puede ir de la mano de la belleza cuando está bien narrada. Y más si se inspira en Simenon.
› Por Alicia Plante
Almas grises
Philippe Claudel
Salamandra
222 páginas.
Quizá lo más notable de este bellísimo libro sea que su autor logra arrancar al crimen de la sordidez que siempre lo rodea. El misterio que ondula sobre el relato de cabo a rabo excede el mero nivel de los hechos y atañe más bien a lo indecible del alma humana, a honduras inasibles, huidizas como el sentido de la vida, quizás el asunto último de la historia. Un misterio sombrío y triste finalmente, que nos coloca, junto con el hombre que habla, en un lugar que no se vincula –porque sería irrelevante– con la ley o el castigo, ni siquiera con el bien y el mal. Es el misterio del dolor, de la pena, de la soledad de lo que se ocupa Claudel, temas en los cuales la muerte, como era de esperar, se abre paso sin ningún esfuerzo y ocupa su viejo trono con naturalidad. Y ese estilo suyo, impregnado de un intenso sentido de lo real pero también de una belleza resplandeciente, revela al lector lo mísero y heroico de cada personaje, de la historia de cada uno, intrascendente y también indispensable para la creación de la atmósfera buscada. Desde ahí Claudel apela a nuestra capacidad para bajar la guardia y el crimen se desdobla en los espejos que rodean la Primera Guerra Mundial como cometido “por error, por esperanza, por recuerdo, por terror”.
La delicada elección de las palabras, la composición de las imágenes, de los seres y sus vínculos, hasta la trama, respiran el mismo aire, la misma piedad que la mejor poesía: “Tú, ya sé que no has cambiado. Es lo que tienen los muertos”; “Incluso en mitad de la nada, necesitamos saber que hay otros hombres que se nos parecen”; “Yo sabía, y sin duda él también, que se puede vivir en el pesar como en un país”, etcétera, etcétera...
La constante de esta novela –ganadora del premio Renaudot y designada Libro del Año por los libreros franceses y por la revista Lire– es ese manejo de lo bello y a la vez de lo real que tiene el autor. Ese pequeño pueblo francés del que nunca sabemos ni nos hace falta saber el nombre, escenario en diciembre de 1917 de los hechos, está a corta distancia del frente de batalla y es allí donde una fría madrugada el cuerpo helado de una niña de trece años aparece flotando en el canal: “Parecía una princesa de cuento, con los labios azules y los párpados blancos”. La conoceremos viva, a todos conoceremos, conmovidos por una historia que se mueve por el tiempo con el ritmo que le impone la memoria, que se nos vuelve casi propia. Hay sospechosos intocables, hay víctimas propiciatorias, hay abusos de poder, hay una pregunta que no acaba de encontrar respuesta –la del relator– que languidece y siempre renace a lo largo de veinte años y acaba por sorprendernos. En torno de esas circunstancias y a la vez por debajo o por encima de ellas, transcurre el relato como una mano que se abriera de a poco y nunca terminase de mostrar lo que encierra. La ternura, la impotencia ante la crueldad, ante la injusticia de los poderosos, nos conectan de modo poco usual –a través de la belleza– con el dolor y el absurdo de la guerra, con lo incomprensible de la muerte. Ninguno de los personajes es totalmente inocente y hay más víctimas que victimarios.
Claudel nos llega enancado en la mejor tradición de la literatura francesa, un fenomenal escritor de su tiempo que quizá responde a un guiño que le llega, como desde un faro en la profunda oscuridad de su mirada, del perfil enorme de Georges Simenon.
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