ROSENCOF
› Por Sergio Kisielewsky
Una góndola ancló en la esquina
Mauricio Rosencof
Alfaguara
200 páginas
Hombres que zarpan en un pequeño barco. O que navegan desde sus sueños en un boliche de pueblo dando rienda suelta al juego y la intuición. Deseos que nada ni nadie les quitará. Una góndola ancló en la esquina indaga en las diferentes formas de nombrar lo vivido.
La noche, entonces, es un sitio donde los personajes se atreven a sugerir, a dar sentido, a todo lo que el día, por supuesto, jamás les ofrecerá.
Como si la mujer que llega descalza entre las aguas determinara la cadencia, la sutil empresa de decir lo justo en el momento indicado, dentro de una obra. Mauricio Rosencof hilvana la tradición rural con la poesía de excelencia en el lejano 1957, cuando Yuri Gagarin surcó el espacio, operando como una suerte de surtidor de imágenes en la intemperie. Sus textos dejan la impresión de quedar flotantes en la página, fragmentos blancos que van a ir enhebrando un sentido en forma morosa, y dejando deslizar historias y personajes en primera o segunda fila.
Así conviven los jugadores de bochas con un padre que enseña a su hijo el oficio de la fotografía. Todo es cruce y a la vez negación. Todo es ida y vuelta, doble versión de los hechos que atraviesan el texto.
Si un hombre toca el piano en una góndola en verdad toca su instrumento en un punto del espacio que ya no se recupera. Es un trípode que permanentemente arman los refranes, las coplas y las payadas al límite del tono del absurdo. En verdad la novela, como casi toda la obra de Rosencof, que merece más atención en su trabajo como dramaturgo, revela un manejo literario de la oralidad. Lo que dice el otro es lo que tiene más peso. Como si el escritor trabajara las acciones desde el lugar de lo no dicho.
Y también es una novela, al fin, de hombres solos. Donde las piletas de ácido en las que se revelan las fotografías son algo más que eso. Es el recurso que se agiganta en cada trazo, donde padre e hijo construyen su lugar en la trama. El oficio que le aguarda al primogénito le llevará aprenderlo toda la vida. Y eso es lo que recrea el autor. Los vínculos, las salidas, las ocurrencias donde nada es lo que parece y mucho menos lo que se aparenta. Como si las aguas subterráneas que fluyen en la novela deslumbraran por intensidad y parquedad a la vez. Los sueños son materiales, se pueden tocar, se pueden registrar con un modo peculiar del humor. “No interrogue a la vida, Don Pedro –replica Malarracha. Y luego de un silencio: Mire si le contesta.”
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