NOTA DE TAPA
› Por Rodrigo Fresán
En uno de sus textos más citados, Jorge Luis Borges confiesa en la primera línea que "Al otro, a Borges, es a quien le suceden las cosas". A mitad de camino precisa que "sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica". Y, apenas seis o siete oraciones después, Borges concluye: "No sé cuál de los dos escribe esta página".
El "problema" de Enrique Vila-Matas –a diferencia del de Borges que, en realidad, es el de todo escritor que estima su vida como inocurrente frente al constante acontecer de y en su obra– es mucho más complejo y es también, me parece, el más privilegiado de los estigmas.
Porque cualquiera que conozca a este escritor nacido en Barcelona en 1948 –o cualquiera que siga sus libros, sus entrevistas o sus recientes columnas en El País con formato de journals espasmódicos– sabe perfectamente que Vila-Matas no tiene otro Vila-Matas. Que a ese único Vila-Matas es a quien le suceden las cosas, que su vida diaria o nocturna interior o exterior no justifica a nadie salvo a ese indivisible sí mismo, y que sabe él y sabemos nosotros, con seguridad incontestable, que no tiene duda alguna en cuanto a que ese único él es quien escribe sus páginas. No sólo porque en el panorama de la literatura en español Vila-Matas sea uno de esos raros y admirables fenómenos que empiezan y terminan en sí mismos sino porque, también, uno de sus rasgos más precisos y reconocibles es el de haberse procurado primero una vida que estuviese a la altura de su obra y, enseguida, una obra que estuviese a la altura de las obras que él más admira y que son ya, sí, parte de su vida. Así, serpiente que se muerde su cola, Vila-Matas es ya y desde hace mucho uno de esos escritores puros para los que la vida no puede sino ser un género literario: la non-fiction propia como una de las tantas encarnaciones de la fiction universal. Semejante certeza y el magistral uso que ha venido haciendo de esa certeza en novelas totales como Bartleby y compañía y El mal de Montano y Doctor Pasavento –que significaron su consagración internacional y su demorado reconocimiento nacional– así como en títulos anteriores y acaso fundantes de una estética y una ética –como Historia abreviada de la literatura portátil y esas memoirs selectivas que son París no se acaba nunca– llevaron a Vila-Matas a enfrentarse al "problema" antes mencionado presentándose formalmente no como un callejón sin salida pero sí, tal vez, como un pozo sin fondo. Me refiero al "problema" de que a él le pasaran demasiadas cosas, que él no pudiera dejar de escribirlas y que todas y cada una de esas cosas pasaran, indudablemente, por y para y en nombre de la literatura. Porque, a la luz encandilante de esos libros, cabía y cabe pensar no que Vila-Matas se hubiera vuelto un adicto a la literatura sino, por lo contrario, que la literatura fuese una yonqui perdida y enganchada a Vila-Matas.
Y, me parece –quizás me equivoque–, que esto empezaba a preocuparle al escritor, quien percibía una intensificación del síndrome ya desde hacía un tiempo. Si en una entrevista en El País del año 2000 con Ignacio Echevarría, Vila-Matas todavía intentaba el juego de manos borgeano ("El autor de mis escritos no soy yo mismo, sino otro personaje, el personaje fantasmal del escritor"), cuatro años más tarde, en esta misma revista y al aquí firmante, le confesaba: "Hasta no hace mucho yo creía que escribir equivalía a empezar a conocerse a sí mismo; pero a medida que va pasando el tiempo me doy cuenta de que nunca sabré quién soy por culpa de escribir".
Está claro que, ya entonces, Vila-Matas intuía que se acercaba a un punto de inflexión, a una curva peligrosa en su método. Una necesidad de un cambio de aire y de abrir –o volver a abrir– algunas ventanas en esa vivienda que viene construyendo y ampliando desde hace casi tres décadas y media.
Al menos, algo de eso se percibe en Exploradores del abismo, donde el doctor Vila-Matas se autodiagnostica un retorno al cuento como posible cura entendiendo la renovada práctica del texto breve como terapia alternativa para producir o recuperar a ese otro borgeano y escapar al "tempo moroso" de la novela. A un nuevo comienzo que funcione como coartada y punto de fuga y que, de algún modo, no se haga cargo de ciertas conductas anteriores.
Así, en la introducción "Café Kubista", leemos: "Estoy seguro de que no podría haber escrito todos esos relatos si previamente, hace un año, no me hubiera transformado en alguien levemente distinto, no me hubiera convertido en otro. Justo es decir que el cambio se produjo con sencillez abrumadora. Un colapso físico acompañado de una pérdida de peso contribuyó a ello. De pronto, tuve la sensación de haber heredado la obra literaria de otro y tener ahora tan sólo que gestionar su obra. Desde entonces, soy alguien que necesita de las leves discordancias con el antiguo inquilino de su cuerpo, discrepar con él ligera y sutilmente y, siempre que pueda, a modo de redundancia jocosa, hacerle perder peso en sus razonamientos". Y en esa virtual declaración de principios y fines de este libro que es La gota gorda: "La tensión más fuerte la provocaba el duro esfuerzo de contar historias de personas normales y tener a la vez que reprimir mi tendencia a divertirme con textos metaliterarios: el duro esfuerzo, en definitiva, de contar historias de la vida cotidiana con sangre e hígado, tal como me habían exigido mis odiadores, que me habían reprochado excesos metaliterarios y 'ausencia absoluta de sangre, de vida, de realidad, de apego a la existencia normal de personas' (...). Me recriminaban también mis odiadores que hubiera mitificado tanto lo literario. (...) He sudado la gota gorda con las secreciones y exudaciones de mis personajes, he hecho un esfuerzo increíble por mostrar 'apego a la existencia normal de las personas normales. Y últimamente me siento ya bien adaptado a mi nueva asquerosa vida.' (...) Además, ¿pero qué diablos?, ¿acaso no se trataba de cambiar de estilo?".
Anunciado todo esto, queda averiguar –con la lectura de Exploradores del abismo– si Vila-Matas ha cambiado o si ha conseguido corporizar un doble que camina con paso diferente en nuevas direcciones.
La respuesta es sí y no.
Y está bien que así sea.
No, porque a esta altura de la expedición –marca de los verdaderamente grandes– ya hay un Estilo Vila-Matas imposible de extirparle al ADN de este escritor. Hay un ritmo, un tono, una melancolía y un humor a los que sólo podría renunciarse con el silencio y la desaparición y –como queda demostrado en Doctor Pasavento, cuyo título de trabajo fue, no en vano, Doctor Pynchon– ni siquiera así: porque, por más que declare su admiración por la sencillez de lo poco y nada que pasa o deja de pasar en los cuentos de Raymond Carver, a Vila-Matas le seguirían sucediendo cosas vila-matasianas; porque es inevitable derecho de los verdaderos maestros el provocar que el mundo y las personas que lo rodean muten forma y modales ante la radiación de un apellido convertido en adjetivo calificativo.
Sí, porque en Exploradores del abismo decide, por primera vez, reconocer ese influjo y, de algún modo, de frente o desde las laterales de ciertas tramas, dar explicaciones sin pedir disculpas pero sí preocupado por establecer exactamente qué fue lo que lo llevó a hacer lo que hizo, que lo lleva a deshacer lo que ya no quiere hacer y de qué manera le gustaría rehacerse.
Dicho esto, que nadie se engañe y busque aquí la hemingwayana punta del iceberg; porque lo que en realidad le interesa a Vila-Matas no es insinuar lo que hay por debajo de la línea de superficie del témpano sino averiguar cómo rayos fue que llegó allí arriba el Abominable Hombre de las Nieves.
Exploradores del abismo –su título de trabajo fue Fuera de aquí, título que ahora lleva uno de sus relatos y que sale de una cita de Kafka esperemos que cierta y fiel, porque con el manipulador apocrizante Vila-Matas nunca se sabe– se ubica sin problemas junto a otros brillantes acercamientos del autor a las ficciones breves como fueron Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos y esa formidable mutación fractal de novela-en-cuentos que es Una casa para siempre. Exploradores del abismo es, como los anteriores, no un libro con cuentos (donde se reúnen piezas eventuales y/o por encargo para revistas y antologías) sino un libro de cuentos: un todo orgánico cuyas muchas cabezas acaban conformando una singular inteligencia pensando en una determinada y meditada dirección y/o tema.
Y si bien aquí pueden detectarse algunas esquirlas de cuestiones ya investigadas en sus artículos, lo que prima y sorprende es el modo en que Vila-Matas intenta desvilamatizarse por completo y lo que lo que impresiona todavía más es la manera en que el Vila-Matas anterior, cuya obra ahora "gestiona" este Vila-Matas, se resiste lanzando, como cuchillos, sus habituales caballos de batalla y ases en la manga no al grito de "¡A la carga!" sino de "¡A la Kafka!", proponiendo el nomadismo como forma de alcanzar el reposo epifánico, y estudiando a los demás como forma de diplomarse como solitario bien acompañado.
De ese ida y vuelta –de la relajada "tensión" y del sensible "duro esfuerzo" a veces externo y a veces como parte de lo que se cuenta, generada por la tentativa no ya de desaparecer sino de ser otro– se nutren y sudan los diecinueve cuentos aquí incluidos ocupándose de "gente anticuada y muy activa que mantiene una relación desinhibida y directa con el vacío. En algunos casos ese abismo es el centro del cuento que protagonizan, mientras que en otros, bien distintos, el vacío llega a ser sólo un buen pretexto para escribir un cuento". Diecinueve "pretextos abismales" de los que me cuesta hablar por separado porque nunca me gustaron las reseñas de libros de cuentos que van cuento por cuento, como si contaran con los dedos. Pero sí mencionaré brevemente dos que, me parece, simbolizan y sintetizan a la perfección las dos polaridades no necesariamente irreconciliables pero sí complementarias del libro. Tan sólo diré que el deslumbrante, cruel, conmovedor, hepático y sanguíneo "Niño" es de lo mejor que ha hecho nunca Vila-Matas (y que sus treinta páginas contienen la intensidad de muchas excelentes novelas). Y que "Porque ella no lo pidió", esa nouvelle y diario de trabajo inconcluso donde, en un juego de espejos turbios, Vila-Matas es vampirizado por Sophie Calle (o tal vez sea al revés) puede leerse como la versión práctica de la teoría postulada al principio del libro por Vila-Matas: las ganas de ser otro convertidas aquí en el desafío de que sea otra quien cambie de vida. "En definitiva, tú escribes una obra y yo la vivo", propone Calle. Al final, Vila-Matas, por fin, accede al consuelo de sentirse "fuera de aquí". Pero antes de eso, hay que decirlo, se enferma de gravedad luego de comprender que lo suyo no tiene cura: la literatura estará siempre allí y necesita tanto del metaliterario Jekyll como del transpirante Hyde.
¿Es ahora Vila-Matas un narrador de "historias de personas normales, normalísimas"? Me temo que no porque –por suerte para el lector– la idea que tiene Vila-Matas de lo normal, bueno, nunca podrá ser... normal. ¿Ha conseguido Vila-Matas ser otro? No del todo. Problemas de ser único. Tampoco creo que ésa haya sido nunca la idea y lo siento –la verdad que no lo siento en absoluto– por todos aquellos que esperan de él la gran novela sobre la Guerra Civil o sobre la Transición.
Vila-Matas –lo mismo le pasó a Borges con Borges– no conseguirá nunca librarse de Vila-Matas. Aunque se reprima, o eso asegure. De ahí que su imposibilidad de cambiar del todo vuelve a ser, más que nunca, nuestra completa recompensa. Lo que sí ha logrado Vila-Matas dentro de aquí, en Exploradores del abismo –no me parece casual que mi Diccionario de sinónimos proponga a reconocimiento como variante de exploración–, es regresar de su empeñosa búsqueda sabiendo mejor quién es él, reconociéndose en el conocimiento de nuevas coordenadas del mismo mapa y, por último pero no en último lugar, haciendo mucho mejor lo que ya hacía como nadie sin ninguna necesidad de que algún otro le ayude a hacerlo.
Exploradores del abismo
Enrique Vila-Matas
Anagrama, Barcelona, 2007
287 páginas
El texto de Rodrigo Fresán se reproduce aquí por gentileza de la revista Letras Libres. |
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