PONIATOWSKA
Literatura que apela directo al lector, denuncia y lirismo, integran una nueva y potente entrega de Elena Poniatowska, esta vez, arriba de los trenes.
› Por Liliana Viola
El tren pasa primero
Elena Poniatowska
Alfaguara
497 páginas.
Un personaje de la vida real elevado a su máxima potencia ética, un acontecimiento de la historia mexicana, la convicción de que la literatura "es toma de conciencia, un combate al olvido": aquí están nuevamente los tres materiales que Poniatowska elige combinar para la construcción de ficciones. Sus novelas, recreación y registro, trabajan casi todas con la intimidad de un episodio crucial, toman partido y reclaman un acto de los lectores, con mayor o menor sutileza exigen participación.
El foco ha estado puesto en la matanza de estudiantes en 1968 (La noche de Tlatelolco) en el sismo en la ciudad de México en 1985 (Nada, nadie), la revolución mexicana, los derechos de los indígenas, de las mujeres. Ahora, no por casualidad, llega el momento de rescatar las luchas sindicales de los ferrocarrileros durante comienzos de los '60. La figura de un personaje clave que logró llevar adelante una estrepitosa huelga que paralizó al país desafiando intereses tanto locales como foráneos.
Poniatowska escucha primero –retoma material de investigaciones periodísticas que ella misma realizó durante aquellos años– y luego reproduce las discusiones del gremio, variado matiz de personajes, desde el héroe incorruptible y por supuesto traicionado, hasta los de sueño corto, los vendidos, técnicos que conocen las máquinas como a su propio organismo, los profetas del desastre, los infieles. La actitud de la prensa –acomodaticia–, de los empresarios –acomodaticios– y los poderosos, pusilánimes y vencedores.
Otra vez Poniatowska construye a su protagonista sobre el cuerpo y sobre las palabras de otro personaje sacado de la vida real. Así como Josefina Bohórquez fue Jesusa Palancares en Hasta no verte, Jesús mío y Guillermo Haro fue Lorenzo de Tena en La piel del cielo, en El tren pasa primero, Trinidad Pineda Chiñas es la versión aumentada del verdadero Demetrio Vallejo. Líder sindical, indígena que descubre el amor hacia los trenes desde su infancia, joven educado en la cultura zapoteca y a la vez hombre moderno que lucha por la equidad de los trabajadores hasta el punto de combatir la corrupción de los mismos compañeros y pasar diez años de su vida preso.
El registro épico lo impone este idealismo parco del movimiento ferrocarrilero. El poético está signado por andenes, locomotoras viejas, esperas y despedidas, el tren que llega, o su silencio. La narración, cuando de a ratos se desentiende de la información periodística y de los pormenores políticos, penetra con sensibilidad en las conversaciones cotidianas, las creencias de esas vidas cifradas en horarios, impuntualidad, cruce de barreras.
Hay también una historia de amor. Una historia de amor a la medida de aquellos hombres del ferrocarril, ocupados siempre en otra cosa. A la medida de aquellas mujeres necesarias, secundarias y siempre a la espera. Poniatowska se fija en una de ellas, lectora de Simone de Beauvoir, joven, algo desprejuiciada a los ojos del resto, valiente y silenciosa, para darle a su protagonista una relación que combina respeto e incesto.
Sin dudas, hablar sobre ferrocarriles, y en Latinoamérica, es hablar de muchas cosas más. De hecho, pocos años antes del período escogido por Poniatowska, los norteamericanos y británicos controlaban totalmente las empresas ferroviarias, el inglés era el idioma oficial y sólo los extranjeros ocupaban empleos calificados. Arenga o nostalgia, las discusiones que recuerda este libro tiran de la manga a los lectores en el marco del México actual donde la derecha, alineada claramente con los Estados Unidos y abanderada de un neoliberalismo rampante, vuelve a ganar las elecciones. En síntesis, esta historia, que este año se quedó con el Premio Rómulo Gallegos, es un auténtico Poniatowska, que como siempre parece decir más de lo que dice. Eso pasa en este caso ya desde el título: El tren pasa primero es una leyenda que figuraba en los andenes de Mérida, Yucatán, para advertirles a los campesinos que esperaran, no fueran a pensar que eran más rápidos que el tren.
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