NOTA DE TAPA
› Por Rodolfo Rabanal
La semana pasada supe que en Mérida, España, una compañía teatral argentina ha puesto Antígona, con sostenido éxito, en el marco del festival de esa ciudad. Hay otra representación en Londres a manos de actores ingleses y una tercera en Berlín (me refiero siempre, claro está, a la célebre tragedia de Sófocles). No indagué en otras ciudades del mundo pero no sería para nada sorprendente que en este mismo momento Antígona ocupe la atención de cientos de espectadores en muchas otras partes.
¿Es tan actual Antígona como para convencer a elencos y empresarios teatrales de su enorme vigor y pujante belleza? ¿Qué tipo de identificación se desprende de esta obra para que, sobre todo el público joven, acuda a las salas con la vaga certeza de ver "algo nuevo" y salga después de ellas con la convicción de haber asistido a un tónica revelación de carácter generacional?
Antígona no es, desde luego, un canto a la alegría. Sus profundidades eróticas, si las tiene, no son evidentes. Su final no es precisamente feliz y su desarrollo es tenso, rápido, poseedor de un suspenso que parece una amenaza. Yo recuerdo la versión cinematográfica de George Tzavellas, con Irene Papas, y hace poco vi a la espléndida –y bella– Svetlana Beriosova en el ballet de John Cranko, con música de Mikis Theodorakis, en una filmación de esos años, entre 1958 y 1960, y en ambos casos me sentí en presencia de una suerte de portento.
En algún lugar de nuestro espíritu –por así llamar a la compleja sinapsis de la mente– autores como Esquilo, Sófocles, Dante, Shakespeare y algunos pocos más, impactan con fulgores de clarividencia cuyos alcances se nos tornan evidentes acaso mucho después de haberlos frecuentado. Días atrás, retomé la lectura de Sófocles en la vieja traducción directa de Angel María Garibay K. Transité por Edipo rey, Edipo en Colono y, por cierto, recalé en Antígona. Y Antígona volvió a deslumbrarme. Con ella se cumple el ciclo tebano, la maldición de una casta, la casta de Layo; con ella concluye el horror, la fascinación, el desamparo y la vergüenza del amor condenado por su raíz incestuosa. Pero todo lo que ocurre, sin duda, es mucho más que esa ignominia. Porque todo lo que ocurre perfora y supera los límites temporales de la Antigüedad para instalarse en nuestro presente, anulando así todas las distancias como si el tiempo fuera una modalidad superflua o un mero producto de nuestros descuidos.
¿Por qué Antígona? ¿Qué tema es el suyo? ¿Por qué, a veinticinco siglos de su primera puesta en escena, sigue imponiéndosenos como el más complejo producto de un vanguardia estética improbable? Ninguna de las obras de Sófocles –y sólo nos llegaron siete, cuando hoy se sabe que escribió un centenar–, aparte de Edipo, pero en segundo lugar, tuvo la fortuna que tiene Antígona. Ninguna, es cierto, traspasó los siglos con la inquebrantable direccionalidad que mostró ella.
Recordemos brevemente su argumento. Por un crucial error del libre albedrío en sus etapas inaugurales, Edipo y Yocasta (su propia madre) tienen cuatro hijos: Etéocles, Polinices, Antígona e Ismene. Tras la muerte de sus padres, los hijos varones se disponen a reinar sobre Tebas después de una disputa que concluye con la expulsión de Polinices, el derrotado. Polinices huye a Argos, casa allí con la princesa, arma un ejército y se encamina a Tebas para disputarle la corona a su hermano. En el brutal enfrentamientos Polinices hiere a Etéocles de muerte y éste a Polinices. Quien se queda con la corona es Creonte, tío de los muertos y de las hermanas sobrevivientes. Al hacerse cargo de la situación, Creonte decreta grandes honores fúnebres para Etéocles, el defensor de la patria, mientras decide que nadie entierre a Polinices, que nadie lo llore ni trate de rescatar su cadáver, expuesto al hambre de los perros y las aves de rapiña como conviene a un traidor a la patria. Su palabra es ley y nadie está dispuesto a contrariarla porque en ello le va la vida.
El resto es bien conocido. La joven y virgen Antígona, prometida del príncipe Hemón, hijo de Creonte, no admite esta ley, no entiende que semejante decreto haga justicia alguna, no tolera que su hermano carezca de sepultura porque siente que esa medida es execrable, inhumana; los muertos, clama, deben ser enterrados por los vivos y ésa es la ley que, aunque no escrita, tiene más peso y vigor que las consignadas en papiros para regular la "polis".
Naturalmente, la tragedia se ha desatado. Por la noche, Antígona, sola, sin la ayuda de nadie, sale a enterrar a su hermano. La prenden, se enfrenta con el rey y éste pide que se le aplique la pena prescripta.
Los datos superficiales son simples. Quien se rebela contra el Estado pone en riesgo su propia vida. Creonte no puede perdonar a esta joven apasionada, y esta joven apasionada no puede arrepentirse. A ella la asiste una convicción mayor, atávica, doméstica, sanguínea, privada, personal, íntima. A él, el orden de la "polis", el temor a la anarquía, la intolerancia a la desobediencia. La suya es la razón del Estado, la de ella la ley natural. Ambas, confrontadas, no se resuelven en ninguna síntesis.
He aquí el punto sobre el cual todo gira. Antígona va a morir por enterrar a su hermano. Y a partir de ese momento, la figura despedazada de Polinices adquiere una dimensión colosal. ¿Es un héroe? ¿Era él mejor que su hermano Etéocles? ¿Deseaba algo que Etéocles no deseaba? ¿Dudó en matarlo como Etéocles lo mató a él? Lo cierto es que nada nos dice Sófocles sobre las particulares y no probadas virtudes de Polinices, nada que lo diferencia de su hermano. Por lo tanto ¿a qué sospechar lo que no es? Polinices no era mejor que Etéocles ni éste mejor que Polinices. Sólo en algo eran idénticos: ambos anhelaban el poder. Idénticos a Creonte, su tío.
Pero entonces ¿ha sido inútil el heroísmo de Antígona?
El ángulo de inflexión y la zona repentinamente iluminada apuntan a otra cosa. La torpe decisión de Creonte, al apartar y humillar el cadáver de Polinices negándole sepultura, redefine categóricamente la importancia del muerto. Es en esta negación, es en este "borrar al enemigo" donde Creonte afirma sin saberlo su derrota y el drama construye uno de sus significados más perdurables.
En efecto, ante la furia sagrada de Antígona, su hermano se transforma en un héroe post mortem. Su fantasma configura la acción de los vivos. Ya no importa qué cosas haya hecho o dejado de hacer Polinices en vida, no es la desconocida nobleza de su existencia la que nos conmueve e inspira nuestra piedad junto a la tremenda indignación de Antígona, es el trato "inhumano" que reciben sus restos mortales, es el abandono de su cadáver ignorado y desaparecido en las fauces de las bestias aquello que nos comunica un trastorno específico.
El reclamo de Antígona parece invocar la "trascendencia". La tenacidad de su deseo, la fuerza de su voluntad trascienden las normas del Estado. Creonte tiembla en su noche solitaria porque no deja de percibir la dimensión de esa exigencia. Tal vez comprenda, sobre el final sombrío de la pieza, cuando también él pierde, que su decisión ha "recategorizado" a Polinices para inmortalizar a Antígona. En sus extremos más deplorables, el Poder talla la estatua de su enemigo.
De manera ineludible, no pude encontrar una sinonimia más palpable y próxima de la situación planteada por Sófocles hace dos mil quinientos años, que la adversativa relación establecida entre la Junta de la dictadura y las Madres de Plaza de Mayo. Sé que la transposición no tiene por qué ser exacta, pero le basta con ser altamente verosímil y poco importa, para este traslado de circunstancias, que las Madres sostengan determinadas posiciones políticas y se plieguen a causas definidas. Es el imperio de su reclamo el eje que articula la visión pública y la tragedia privada en los años más duros del drama político argentino, es el "antigonismo" de su lucha aquello que les otorga una identidad moral que mina al Estado dictatorial. O ensombrece aún más su memoria. Y aunque a ellas les resulte acaso imposible admitirlo, fue la dictadura que, como Creonte, "recategorizó" a sus hijos al asesinarlos sin darles sepultura alguna y haciéndolos "desaparecer". Esa forma brutal de hundir en la vacuidad al enemigo, ese absurdo sueño de soberanía total sobre el presente y el futuro (porque esa "forma" ignora con desdén el poder de la memoria) consiguió que las víctimas adquirieran un halo ético que sobrepasa sus decisiones políticas o sus obstinaciones ideológicas.
¿Es Antígona actual? Lo es hasta tal punto que los nazis tomaron siempre partido por Creonte. Lo es, porque el tipo de confrontación que plantea no se detiene en el campo de la vida política, ya que con reveladora eficacia desnuda y escenifica otras antinomias esenciales de permanente vigencia. Ahí está el eterno conflicto entre la mujer y el hombre (el amor como un encuentro de opuestos), la eterna confrontación de géneros, los choques generacionales (una joven y un hombre adulto), lo íntimo y lo público bajo la luz cruda de mandatos contrarios.
Uno percibe que la apelación de Antígona hunde sus argumentos en las más profundas razones del ser, su discusión advierte al Poder sobre los límites vulnerables de su naturaleza y exhorta al cumplimiento de mandatos indiscutibles: respetar a los muertos, considerar la esencia del amor. Me parece –sin caer en sexismos demagógicos– que no es casual que Antígona sea mujer, del mismo modo que no fue casual que fueran las Madres y no los padres quienes desafiaran al régimen de Videla. No necesariamente todas las mujeres serán más valientes que los hombres, pero no es corriente que un hombre se comporte como Antígona y sí es posible que muchas mujeres lo hagan. Sófocles lo sabía.
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