SUPERVIELLE
Con Jules Supervielle, un estanciero cosmopolita da otra versión de la pampa en los tiempos de Don Segundo Sombra.
› Por Natali Schejtman
El hombre de la pampa
Jules Supervielle.
Interzona
122 páginas.
En tres años más se publicaría en Argentina Don Segundo Sombra, la novela de Güiraldes señalada como la confirmación del espiritualismo que revindicaba al gaucho como un ideal. Pero en 1923 en Francia, el poeta francouruguayo Jules Supervielle (nació en Uruguay, donde vivió hasta los 10, para luego volver al país de su familia) publicaría L'homme de la pampa, una novela corta que pone patas para arriba desde el otro lado del océano esa visión del espacio, embebiéndose de una extrañísima combinación de los relatos de viajeros europeos por Sudamérica, un tono de filoso observador de los tipos locales propio de quien mira desde adentro, pompas de poesía realmente alucinógena e impresionismos surreales de esos momentos en que la ciudad se moderniza, o bien, se vuelve loca. Todo eso se regurgita sin una ambición por un "programa", a diferencia del general de la literatura remitida a las interminables pampas, pero con una relación entrañable –y humorística– con sus taxonomías. Más bien, acá prevalece una libertad delirante, al mismo tiempo llena de sentidos y punzante en su descripción de un hombre solo en este universo.
La historia dice así: un estanciero demagogo, padre de 30 hijos bastardos, construye un volcán para romper con la horizontalidad pampeana. Pero la "chatura" –y la falta de apoyo– de la región del mate en lugar de sangre lo hace tomar sus valijas e irse con el mismo sorprendente proyecto a París. De golpe, una miniatura de su volcán llamado Futuro aparece misteriosamente en su valija: es un volcancito lanzaperfumes, que da consejos por medio de palabras y olores que deberán interpretar gracias a la posibilidad poética de la sinestesia. A lo largo de esta travesía se le presentarán personajes como hologramas –una hermana imposible (lo que habría sido él de haber nacido mujer), una sirena magnética, una bailarina jubilada y una habitante de París que se extasía con las innovaciones cinéticas que representan el cine y el subte, esparciendo la idea de que todo debería ser más bien fluido–.
De un comienzo sudamericano, focalizado en la observación trastrocada del espacio –los animales se describen como personas, las personas como paisajes y los paisajes como animales– pasando por esta errancia urbana, algo emparentada quizás con la extrañeza frente a los cambios del paisaje de los Veinte poemas para leer en el tranvía de Oliverio Girondo (publicado un año antes), se llega al relato de una situación rayana con el happening. Supervielle, con vinculaciones con el surrealismo y la vida cultural de París pero resguardado de identificaciones absolutas, cuenta en esta novela una mudanza que él también hizo (luego volvió a Uruguay, entre 1940 y 1945) e impregna todo lo que toca de una ausencia absoluta de solemnidad, de mordacidad multicolor y de bifurcaciones infantiles. Pero también, de una angustiante divagación alrededor de la sensibilidad frente al entorno y la sinrazón de lugares y personas que aparecen, se mueven rápido y se hacen humo.
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