Dom 28.10.2007
libros

NOTA DE TAPA

Los cuadernos del ermitaño

› Por Eduardo Berti

1

Muchos escritores llevaron cuadernos de apuntes, con bocetos e ideas para su uso posterior. El caso de Nathaniel Hawthorne resulta particular porque los “gérmenes de relatos”, como los llamaba Valéry Larbaud, constituyen uno de los ejes más importantes, si no el más interesante, de sus American Notebooks.

Hawthorne no publicó en vida sus diarios, ni los dejó listos para que fuesen editados póstumamente. Fue su viuda, Sophia Peabody, quien después del fallecimiento de su esposo, en 1865, tomó la resolución de hacerlos públicos, a partir de una propuesta de James T. Fields, editor de Hawthorne y responsable de la revista The Atlantic Monthly.

En total, Hawthorne llegó a redactar tres volúmenes de diarios. Los Cuadernos norteamericanos abarcan el período de 1835 a 1852, etapa de formación y madurez literaria. Vinieron luego los Cuadernos ingleses y los Cuadernos franceses e italianos. Los American Notebooks corresponden a cuando Hawthorne vivía en los Estados Unidos y finalizan con su viaje a Inglaterra, donde cumplió funciones diplomáticas en Liverpool, desde 1853 hasta 1857.

Los Cuadernos norteamericanos se componen, en rigor, de siete cuadernos distintos. La primera edición, por cuenta de Sophia Peabody, data de 1868 y llevó por título Passages from the Notebooks, dado que la viuda llevó a cabo una importante tarea de edición, selección y depuración. Para encontrar el primer intento de una versión íntegra hace falta remontarse al año 1900 y, sobre todo, a la edición de 1932 efectuada por Randall Stuart.

Llenos de tesoros ocultos, los Cuadernos asombran por su calidad y variedad, ya que incluyen frases aisladas, fragmentos extensos, numerosas ideas narrativas o párrafos puramente descriptivos, estos últimos influidos a las claras por el Walden de Thoreau. “Pocos novelistas han observado la naturaleza con tanta atención”, llegó a escribir Paul Auster al respecto. A Henry James, en contrapartida, le impacientaban las descripciones, a su juicio anodinas, de “un perro, un paseo o una persona conocida en una taberna”.

Salvo una decena de fragmentos traducidos en su oportunidad por Borges y Bioy Casares; salvo los pasajes traducidos por Carlos José Restrepo para su versión de El holocausto del mundo; salvo un largo trecho (julio-agosto 1851) conocido bajo el título de Veinte días con Julian y conejito (Anagrama) y que en rigor constituye casi un libro aparte, los American Notebooks permanecían inéditos en castellano.

El olvido es imperdonable, máxime cuando estas páginas, además de amenas y rebosantes de imaginación, vienen a completar la imagen del escritor. En un breve ensayo titulado “Hawthorne en familia”, Paul Auster ha escrito que existen múltiples Hawthorne: el maestro de Henry James; el inspirador de la teoría del cuento de Poe; el creador de alegorías; el fabulador romántico; el cronista de la Nueva Inglaterra, y hasta “el precursor de Kafka”, según Borges. La ficción de Hawthorne puede ser provechosamente abordada bajo todos estos ángulos, cree Auster, pero no es menos cierto que existe asimismo “un Hawthorne más o menos olvidado”, a causa de la amplitud de su obra: un Hawthorne privado, amante de las descripciones paisajísticas, paciente cultor de las ideas y de los pensamientos fugaces, viajero e historiador de la vida cotidiana.

Las páginas de estos cuadernos desbordan inventiva y son tan frescas que Hawthorne “deja de parecernos una venerable figura del pasado”, como bien ha estimado Paul Auster, para convertirse en un contemporáneo, un escritor en vigencia.

2

Figura tutelar de la literatura norteamericana, Nathaniel Hawthorne nació en el puerto de Salem, Massachusetts, en 1804, más precisamente el 4 de julio, aniversario de la declaración de la independencia de los Estados Unidos. Su verdadero apellido era Hathorne; él le añadió la “w”. Su padre, capitán de navío, murió de fiebre amarilla en Surinam cuando Nathaniel tenía apenas cuatro años. Tras este hecho, la familia llevó una extraña vida de reclusión. “Entregados a la Sagrada Escritura y a la plegaria, no comían juntos y casi no se hablaban. Le dejaban la comida en una bandeja en el corredor”, contó Borges en su Introducción a la literatura norteamericana.

Salem, ya entonces, era una pobre aldea puritana, muy vieja y en decadencia. Los Hathorne tenían raigambre allí. Cierto antepasado, un tal William Hathorne, había sido en su tiempo un magistrado famoso por perseguir a los cuáqueros, y el propio Nathaniel dijo de él que “tenía todas las características de los puritanos, las buenas y las malas”. Otro antepasado, John Hathorne, estuvo entre los jueces que dictaron sentencia en los célebres procesos realizados en Salem en el siglo XVII, por cargos de brujería. “No sé si mis antepasados pensaron alguna vez en arrepentirse y pedirle perdón al cielo por sus crueldades”, puede leerse en La casa de los siete tejados, novela donde se postula que los males cometidos por una generación suelen perdurar y aun obrar sobre la siguiente, como un castigo heredado.

Puritano por educación y por convicción, la culpa fue uno de los temas centrales en su obra, en la que abundaron las alegorías no siempre moralizantes. Tanto Poe como Borges deploraron la tendencia de Hawthorne a buscar casi siempre una moraleja a modo de conclusión, lo que a juicio de ambos echó a perder no pocos de sus cuentos.

Su vocación literaria parece haber sido favorecida por un accidente que sufrió en 1813, y que lo recluyó por casi dos años. Poco más tarde su familia se trasladó a Raymond, Maine; pronto él ingresó en el Bodwoin College, donde se hizo amigo de Horatio Bridge, Henry Wadsworth Longfllow y Franklin Pierce, este último futuro presidente norteamericano. En 1828, a tres años de haberse graduado, publicó por cuenta propia su ópera prima, la novela Fanshawe, que transcurre en un Harley College que no es sino una versión ficticia del Bodwoin. Su etapa en Bodwoin no sólo le deparó amistades para toda la vida: en los English Notebooks, en 1854, anotó un sueño al parecer recurrente: “Todavía estoy en el colegio”.

A Fanshawe le siguieron diversos relatos en revistas como The Token y la Gazette de Salem. En 1836, afincado en Boston, editó un periódico llamado The American Magazine of Useful and Entertaining Knowledge y más tarde escribió una Historia universal para uso escolar. Su primer biógrafo, Georges Parsons Lathrop (también su yerno), creyó detectar un solo pasaje a la altura del escritor en ciernes: en referencia a Jorge V de Inglaterra puede leerse que “aun siendo muy joven a este rey le importaba mucho la ropa y la moda; tenía tan buen gusto al respecto, que es una pena que fuera rey, ya que de lo contrario habría sido un excelente sastre”.

Su verdadero bautismo como escritor llegó en 1837 con el volumen de cuentos TwiceTold Tales (Historias dos veces contadas), que se ganó los elogios de Longfellow. En el prólogo a la tercera edición de este libro, Hawthorne dijo que sus cuentos poseían “la frialdad de un hábito contemplativo” y admitió que “incluso en el caso de los que pretenden ser retratos de la vida real nos encontramos con la alegoría”.

3

Hawthorne no fue un escritor que indagara con hondura la psicología de sus personajes. En cambio, construyó su obra a partir de incidentes, situaciones u objetos por lo común excepcionales. La prueba está en sus cuentos: “Wakefield” pone en escena a un hombre que deja a su esposa para instalarse por veinte años, a solas, en una casa de la esquina; “El experimento del doctor Heidegger” presenta un líquido que devuelve “la flor de la juventud”; “El velo negro del ministro” narra el caso de un pastor que anda con un velo negro que le cubre la cara; en “El holocausto del mundo”, la humanidad, cansada de toda acumulación, resuelve destruir el pasado por medio de una hoguera; en “La marca de nacimiento”, una hermosa mujer, Georgiana, tiene una marca singular “en el centro de la mejilla izquierda”, y su esposo Aylmer, hombre de ciencia, insiste en quitársela.

“La marca de nacimiento” muestra bien cómo suele proceder Hawthorne. Primero expone el hecho (“sobre la piel rosada se definía imperfectamente la marca”) y sus detalles: “Cuando la muchacha se ruborizaba, la marca se hacía difícil de distinguir...”. Acto seguido, refiere una leyenda: “Al nacer Georgiana, decían sus admiradores, un hada le había puesto la mano en la mejilla, dejándole su marca...”. Por último da un significado alegórico a sus propias imágenes: “Era la falla fatal de la humanidad que, de una u otra manera, imprime imborrable la Naturaleza en todas sus creaciones...”.

Si se mira con atención, más de un texto de los cuadernos finaliza con una frase como “esto demuestra...”, “metáfora de...”, “esto podría simbolizar...” o “la moraleja es...”. Esta tendencia a lo alegórico se combinó, en Hawthorne, con un marcado gusto por la paradoja. En “La marca de nacimiento” se lee que “si Georgiana hubiese sido menos hermosa” la cicatriz no le habría molestado tanto a su esposo. En “El experimento del doctor Heidegger” se menciona a una muchacha que estuvo a punto de casarse con el doctor “pero, aquejada por un leve malestar, tomó un remedio recetado por su prometido y murió la noche de bodas”.

Casi lo mismo se detecta en varios pasajes de los cuadernos. Un hombre, queriendo embellecer una mansión, la estropea; una mujer siente empatía con las emociones ajenas pero es incapaz de sentir la menor emoción propia; un hombre hace penitencia durante el que, a ojos de los demás, es su momento triunfal; alguien desea cierto objeto que al fin obtiene pero en tal abundancia que se vuelve un flagelo. Al decir de Malcolm Cowley, Hawthorne fue un hombre de profundas paradojas: un misántropo con gran afán de comunicación con sus lectores; un amante del fuego (tanto el relato “Ethan Brand” como los American Notebooks concluyen con una fogata) pero también del hielo y de los espejos, que Poe odiaba. Pocos autores, en efecto, echan mano con tamaña recurrencia a espejos y demás sustitutos.

A la par, Borges apuntó que en los cuadernos se advierte una tendencia casi pirandelliana a jugar con “las confluencias del mundo imaginario y del mundo real”. Los ejemplos abundan y también, en muchos casos, conducen a juegos especulares.

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El bien y el mal, la sombra del pecado atraviesan toda la obra de Hawthorne y son bien palpables en estos cuadernos. Quien primero habló de su “gran poder de negrura” fue Herman Melville. Un crítico francés lo tildó de “escritor pesimista”, y en un ensayo Henry James repuso que la etiqueta es válida, pero sólo superficialmente. “El pesimismo consiste en visiones o teorías mórbidas y amargas acerca de la naturaleza humana. No hay modo de probar que Hawthorne abrigara esas doctrinas.”

En los cuadernos, por cierto, son escasas las teorías de cualquier índole. Tampoco hay mayores opiniones literarias, ni impresiones de lector, ni casi referencia alguna a obras o autores, fuera de casos aislados como Byron o sir Thomas Browne.

Ni hablar de las escasas confidencias o alusiones a la intimidad. Hawthorne llevó una vida “poco y nada interesante”, al decir de James, quien lo describe como “lo opuesto a un hombre de acción”. En efecto, la soledad y la figura de “un hombre al margen de los otros” (la frase corresponde a “El velo negro del ministro”), otras grandes constantes en la obra, guardan un claro correlato con su vida. Como “un ermitaño” se define en los cuadernos. Y en 1837 le escribe a su amigo Longfellow: “Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo”.

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Cuando unos cuadernos de trabajo como los de Hawthorne se vuelven públicos, vienen a plantear una inquietud: ¿constituyen estos apuntes un género aparte, no el de los diarios de vida, no el de los diarios de reflexiones (pensum), ni tampoco el de las obras literarias concluidas? Uno podría arriesgar que sí, desde que los lectores y los editores resolvieron colocarlos, más allá de su carácter provisorio, al lado de los libros “oficiales”, de manera semejante a lo ocurrido con Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, Los hechizados, de Witold Gombrowicz, o El último magnate, de Scott Fitzgerald, todas novelas inconclusas, “acabadas” o validadas no por sus autores sino por la cultura.

Hechos de argumentos en bruto, sin tramar o tramados en apretada síntesis, los cuadernos de apuntes anticipan los libros por venir; no sólo los del propio autor, sino quizá también los de quienes escribirán en el futuro. En tal sentido, los American Notebooks resultan una caja de sorpresas. Un argumento aquí apuntado, el del hombre que vive al revés, de la vejez hacia la infancia, con una “visión inversa de las cosas”, podría sintetizar La flecha del tiempo de Martin Amis. Otro, en su esencia, remite al Beckett de Esperando a Godot: la intriga donde el personaje central, siempre a punto de entrar a escena, no aparece nunca.

Borges escribió que Hawthorne murió durmiendo y que, tal vez por eso, nos legó la tarea de soñar. Sin duda, como escritor, Hawthorne soñó muchos más libros de los que podía escribir; sólo que, en vez de resignarse a ello, parece desde sus diarios una suerte de Pushkin que dicta a múltiples Gogol sus ideas geniales, arriesgadas o insólitas, desafiándolos a volverlas materia literaria.

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Pocas tentaciones para los escritores como estos cuadernos de apuntes. ¿Por qué no tramarlos, “concluirlos”? Sabido es que muchos textos literarios nacen de la lectura: el escritor cree detectar que tal o cual historia podría ser contada de otra manera, mediante un cambio de estilo, perspectiva, marco o trama. Más de un crítico ha señalado que Marcel Aymé se inspiró en una idea de los American Notebooks (la del hombre que vive trechos fragmentarios en vez de un tiempo continuo) para su relato “La carte”, incluido en Le passemuraille. Borges ha escrito que la idea que formula Hawthorne de un relato con “todas las incoherencias, las curiosas transformaciones, las extravagancias y la falta de dirección que hay en los sueños” es, en el fondo, un proyecto que “toda nuestra literatura moderna trata vanamente de ejecutar, y que, tal vez, sólo ha realizado Lewis Carroll”. Y en cuanto al “diario íntimo de un corazón humano” que también propone Hawthorne, difícil no pensar en Watasenia, de J. M. G. Le Clézio.

Tantas apropiaciones (casuales o no) hacen olvidar que el propio Hawthorne empleó varios de estos “gérmenes” en su obra, como cuentista y también como novelista. Claude M. Simpson (The Centenary Edition of the Works of Nathaniel Hawthorne) señala varios ejemplos: el caso del “reformador moderno” nutrió “The Blithdale Romance”; la idea de contar una historia a partir de nuestra imagen en un espejo sirvió para un cuento de “Mosses from an Old Manse”; la situación del hombre que visita a sus seres queridos sabiendo que ha de morir reaparece en “Main Street”, un cuento de Other TwiceTold Tales. Sin hablar, desde luego, de una idea apuntada en 1844 (“La vida de una mujer que, según las viejas leyes coloniales, fue condenada a usar la letra A cosida sobre sus ropas, como señal del adulterio cometido”) y que condensa la famosa La letra escarlata.

Una cita adjudicada a sir Thomas Browne (la historia del príncipe indio que le envió a Alejandro una hermosa mujer alimentada con venenos), así como cierta mención a unas flores “inmortales”, reaparecen de forma más elaborada en el sugestivo relato “La hija de Rapaccini”.

Y en un solo párrafo del cuento “El experimento del Dr. Heidegger” pueden rastrearse al menos dos ideas apuntadas en estos cuadernos. En su cuento, Hawthorne habla primeramente de un espejo en el que habitaban “los espíritus de todos los pacientes muertos del doctor, quienes se le quedaban mirando cara a cara cuando se les ponía delante”. Después habla de un libro de magia negra que “no llevaba una sola letra escrita en el lomo” y que estaba cubierto de polvo. “Una vez –puede leerse– al levantarlo la criada para sacudir el polvo, el esqueleto hizo sonar sus huesos en el armario, la joven del cuadro dio un paso adelante, aparecieron en el espejo varios rostros demudados y, arrugando el ceño, la cabeza de Hipócrates dijo: ¡No!”

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Escritores como Julien Green o John Updike se declararon fervientes entusiastas de los American Notebooks, pero ninguno quizá como Valéry Larbaud, autor de Fermina Márquez, amigo de Ricardo Güiraldes e incansable traductor. Hasta que Larbaud se interesó en los textos breves de Hawthorne, los American Notebooks casi no se conocían fuera de los Estados Unidos. La primera traducción al francés apareció a comienzos de 1929, en la revista Commerce, junto con un breve ensayo sobre el autor a cargo del mismo traductor. Larbaud escogió cuarenta y cinco “anotaciones, gérmenes y proyectos” y en un prefacio destacó su “energía”, con la esperanza de que ayudaran a difundir mejor la obra de Hawthorne.

En una carta a Jean Paulhan, Larbaud confesó el deseo de que su traducción ayudara a sacar a Hawthorne de “la sombra de la estatua de Poe, donde ha estado oculto hasta hoy”.

Alguna vez Larbaud dijo, en referencia a estos “gérmenes”, que no eran sólo ideas para futuros relatos, sino también “verdaderos poemas”. La definición vale no para todos pero sí para algunos de los apuntes de Hawthorne, principalmente aquellos en los que nace por momentos una sensación ambigua entre narrativa y poesía.

Henry James supo preguntarse si en toda la literatura universal existe algo comparable a estos American Notebooks.

Margaret Fuller, que frecuentó a Hawthorne en la comunidad de Brook Farm, dijo que este sólo había llegado a escribir una ínfima parte de cuanto imaginó o incluso bosquejó en sus cuadernos: “De aquel océano, sólo hemos tenido unas gotas”.

Paul Auster encontró acaso la mejor fórmula para evaluar los mil tesoros que albergan (y rescatan) estos cuadernos. Sostuvo que el texto es grandioso, y que lo es en miniatura.

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