NOTA DE TAPA
› Por Mariana Enriquez
En mayo de este año, la mujer más famosa de Estados Unidos, la conductora de talk-show Oprah Winfrey eligió para su “club de lectura” (apenas un sello dorado a modo de recomendación en la cubierta de un libro) la nueva novela de un autor casi secreto: La carretera, de Cormac McCarthy. Hasta ese momento, McCarthy había dado apenas dos entrevistas en toda su carrera, una de ellas al New York Times en 1992, la otra a un pequeño periódico de la ciudad donde vive, El Paso (Texas). En la legendaria entrevista para el diario neoyorquino, el cronista decía que “sería difícil pensar en otro escritor mayor que haya participado menos de la vida literaria. Este hombre nunca enseñó literatura ni dio talleres, ni escribió periodismo, ni dio lecturas o charlas, ni reseñó libros ni, claro, dio entrevistas. Sus mejores amigos son un físico y un biólogo marino. Dice que ni siquiera conoce a escritores, y es creíble”.
Tanto hermetismo tuvo su costo: aunque Harold Bloom lo llamó uno de los cuatro novelistas más importantes de su tiempo, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Philip Roth, aunque Saul Bellow formaba parte del comité que le otorgó la beca MacArthur Fellowship (llamada “de los genios”) en la década del ‘70, Cormac McCarthy no había alcanzado la fama y la mayoría de los lectores del mundo lo desconocían. Rasguñaba la fama, eso sí: en 1992 publicó Todos los hermosos caballos, la primera de sus novelas que llegó a la lista de best-sellers con 200.000 ejemplares durante los primeros seis meses de ventas; en 2000, Billy Bob Thornton dirigió la adaptación para cine de ese libro con guión de Ted Tally (el de El silencio de los inocentes) y actuaciones de Matt Damon, Penélope Cruz y Sam Shepard. Y ahora está por estrenarse la versión de los hermanos Coen de No es país para viejos (2006), con Tommy Lee Jones y Javier Bardem, que los críticos consideran el gran regreso de los directores después de algunos años de películas fallidas. Pero la exposición originada por las películas basadas en sus novelas no sacó de la cueva a McCarthy. Sin embargo, Oprah lo hizo. Ella misma lo llamó por teléfono, y le rogó una charla. McCarthy dijo que tenía que pensarlo. La diva le dio un ultimatum de dos horas. El propio McCarthy tomó el teléfono antes del plazo concedido para acceder: su único requisito era que la Winprey se movilizara hasta la biblioteca de Santa Fe, Nuevo México, que el escritor considera su segundo hogar. Ahí grabaron una entrevista que fue en vivo entre dos bloques protagonizados por Michael Moore y Bono, una conversación en la que McCarthy confesó –con cierto pudor– que La Carretera era una declaración de amor a su hijo de ocho años, John Francis. Y que le gustaba mucho ser best-seller. “Yo siempre supe que quería escribir. Lo que nunca supe fue cómo vivir de esto”, dijo. Y que había tan pocas mujeres en su literatura porque “son duras, y yo no pretendo entenderlas”. La entrevista en el programa más popular del país no fue el comienzo de nada, más bien fue un gran cierre y una suerte de agradecimiento a la mujer que lo hizo célebre al final de su vida. Cormac McCarthy tiene 75 años, y parece que no volverá a hablar con la prensa nunca más.
En 1964 llegó al escritorio de Arthur Erskine, en la editorial Random, una novela llamada El guardián del vergel. Erskine era el editor de William Faulkner y el de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, y encontró en el manuscrito ese mismo genio, y un estilo muy parecido. Sólo que el realismo mórbido del autor era aún más inquietante que el de Faulkner: El guardián del vergel, una novela de iniciación, tenía como personajes principales a un anciano medio loco que custodiaba –incluso adoraba– a un cadáver que había “caído” en su terreno, al hijo adolescente del muerto, y al asesino. Erskine llamó y contrató al autor, que en ese momento estaba trabajando en un taller mecánico de Tenneessee, recién echado de un hotel de Nueva Orleans por falta de pago. “Establecimos una relación padre e hijo”, dijo Erskine. “Eso sí, nunca pudimos vender ninguno de sus libros”.
Cormac McCarthy, un fanático confeso de Faulkner, se quedó con Erskine hasta la muerte del editor, en la que sería una de las últimas relaciones editor-escritor de la vieja escuela en las letras norteamericanas.
Nacido en Rhode Island en 1933, la familia de clase media acomodada de Cormac McCarthy se mudó a Knoxville, Tennessee, en 1937. El mayor de seis hermanos, el futuro escritor no mostró interés alguno en la educación y tampoco en la literatura. En la entrevista al NYT de 1992 contó: “Decepcioné a mis padres. Supe desde joven que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde que la pisé”. Recién a los 23 años, cuando se aburría en Alaska durante su breve paso por la Fuerza Aérea, empezó a leer. O eso dice la leyenda McCarthy, una leyenda de admirable factura construida, eso sí, sobre la implacable coherencia del escritor, que nunca tuvo un empleo fijo –según él, le quita tiempo a la literatura– y se la pasó viviendo de becas y premios (“enseñar a escribir es una estafa”, dijo explicando por qué no da talleres), ninguno demasiado importante hasta el gran salto de los años ‘90. Durante una de esas becas escribió su segunda novela, La oscuridad exterior. Y es curioso el contraste entre vida y obra: cuando la tipeaba, en 1963, McCarthy estaba en Ibiza viviendo de una beca con su segunda esposa, la bella cantante Anne DeLisle. La novela se trata de una chica que busca a su bebé robado, nacido del incesto con su hermano. Además de contener una de las escenas más crueles jamás escritas (algunas, más crueles todavía, las escribiría el propio McCarthy en novelas posteriores) quedaba clara como nunca la influencia de Faulkner en su obra. Según el New York Times: “McCarthy le debe a Faulkner su vocabulario recóndito, la puntuación mínima, la retórica portentosa, el uso del dialecto y el sentido del mundo concreto”. El no lo niega: “Los libros se hacen de libros. La vida de una novela depende de las que ya han sido escritas. Siempre ha sido así”.
Su esposa Annie, que sigue siendo su amiga, recuerda. “Cuando volvimos a Estados Unidos, vivíamos en la total pobreza, en un establo reacondicionado en las afueras de Knoxville. Nos bañábamos en el lago porque no había agua corriente. A veces le ofrecían dar una lectura por dos mil dólares para una universidad, pero él les decía que todo lo que tenía para decir estaba en los libros, y comíamos porotos otra semana más.” Cabe aclarar que McCarthy había sido desheredado por su padre, que había soñado con un hijo abogado.
En esas condiciones, el matrimonio no duró demasiado, pero el entusiasmo de McCarthy siguió creciendo, junto con su morbo: Hijo de Dios (1973) es la historia de Lester Ballard, un asesino necrófilo que vivía en cuevas subterráneas con sus víctimas. Escribía el crítico Rick Wallach: “La novela estableció el interés de McCarthy por usar los temas del aislamiento extremo, la perversidad y la violencia para representar la experiencia humana normal. Además, ignora a las convenciones –por ejemplo, no usa comillas– y corta y cambia entre varios estilos de escritura como la descripción seca, la prosa poética y la narración coloquial en primera persona”. Fue celebrada, pero claro, era demasiado oscura para venderse. Quizá por eso escribió Suttree (1979), una novela simpática sobre los locos y buenos para nada de los bares y pools de Tenneessee, sus amigos; el protagonista era casi un alter ego, el hijo de una familia aristocrática que decidió irse a vivir al río, en un barco. Eso sí, tiene su casa flotante bajo el puente que suelen elegir los suicidas para dar el salto final. (Infaltable el detalle macabro). El cambio no tuvo éxito más que de crítica (hasta hoy, muchos la consideran su mejor trabajo). Tanto que después de la publicación le otorgaron el premio MacArthur Fellowship, y Saul Bellow dijo que lo merecía por su “su poderoso uso del lenguaje y sus frases que debaten con la muerte y dan vida”. El empujón lo ayudó a escribir la novela que partiría en dos su vida y su obra: Meridiano de sangre.
En la década del 80, McCarthy se mudó a Nuevo México, y dejó Tenneessee. El viaje, del sur a la frontera sudoeste, hacia el límite, fue continuado en su literatura, que pasó del gótico sureño al western barroco. Un western peculiar, claro: sin héroes ni redención, con un lenguaje tan florido como seco, un frondoso vocabulario pero usado con la máxima economía.
Meridiano de sangre se publicó en 1985, cuando McCarthy, además, había dejado la bebida (se dice: nunca hay que olvidar el elemento legendario, que incluye otros clásicos como que el escritor no permite que nadie le corte el pelo –lo hace él mismo–, sólo come en platos calientes y es dueño de siete mil libros dispersados por depósitos a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos). Harold Bloom se volvió loco cuando lo leyó: “es una de las grandes novelas del siglo XX y sin duda la mejor de un escritor americano vivo”. Rick Wallach, estudioso de McCarthy, escribía: “Como revisionista de la ideología de ‘destino manifiesto’ sobre la que se fundó el sueño americano, Meridiano de sangre retrata la frontera entre el conocimiento y el poder, el progreso y la deshumanización, la historia y el mito, y, sobre todo, entre la violencia física y la violencia del lenguaje”. La novela tiene como protagonista a El Chico –nunca tiene nombre– un adolescente que se hace hombre guerreando en la frontera, primero en el ejército, después como miembro de la pandilla Glanton a fines de 1840; la pandilla se dedica a arrancarles el cuero cabelludo a los indios. Más allá de la enorme belleza de la prosa, no hay nada hermoso en Meridiano de sangre, un libro donde la violencia irrumpe con una sencillez que hiela la sangre. Un fragmento como ejemplo: “Se pasaron la tarde bebiendo en la bodega de un mexicano. Entraron algunos soldados. Tuvo lugar un altercado. Todavine estaba de pie, balanceándose. Un pacificador se levantó de entre los soldados y pronto los oficiales estaban sentados otra vez. Pero minutos mas tarde cuando volvía de la barra Brown derramó aguardiente sobre un joven soldado y le prendió fuego con su cigarro. El hombre salió corriendo mudo salvo por el crepitar de las llamas y las llamas eran azul pálido y luego invisibles bajo el sol y él las combatió en la calle como un hombre atacado por abejas o por la locura y después cayó a la calle y se quemó. Para cuando se le acercaron con un balde de agua el hombre se había ennegrecido y achicharrado en el barro como una enorme araña”.
El período de “la frontera” o del “sudoeste” (en contraposición al período “sureño”) es considerado como el momento en que McCarthy encontró su verdadera voz. Si sus primeras novelas eran notables y quizá geniales, estas además eran únicas. Con muchos diálogos en español –McCarthy estudió el idioma para investigar la historia mexicana–, se trata de un conjunto de obras de gran profundidad política más allá de sus tramas, porque ponen en primer plano, como lugar de todo conflicto y toda pasión, a la frontera, la línea donde se juega gran parte del alma y la historia de los Estados Unidos.
A Meridiano de sangre le siguió la llamada Trilogía de la frontera. En su primer best-seller, Todos los hermosos caballos (1992) hasta condescendió con una historia de amor, entre el vaquero adolescente John Grady y Alejandra, la hija de una poderosísima familia de hacendados mexicanos, última en una línea de revolucionarios que fracasaron en la reforma pero se quedaron con mucho dinero. Novela de primer amor e iniciación, es la primera con personajes entrañables; la belleza de esos potros del título es la de estos jóvenes que terminarán destrozados, muertos o para siempre dañados por la ley de la frontera y su implacable –y para McCarthy, inevitable– violencia. Le seguiría En la frontera (1994) similar en espíritu a la primera parte, pero un poco más cruel: la iniciación en este caso es la del joven Billy Grady, dieciséis años, vaquero. Una loba está atacando su ganado, y el padre lo envía a atraparla poniendo trampas. Pero, cuando al fin la encuentra y la atrapa, no la lleva de vuelta a su casa: decide devolverla a las montañas de México, de donde vino. Allí se produce entonces el cruce (el título original de la novela es The Crossing) del joven, su caballo y la hermosa loba, un viaje que dejará de ser diáfano en un abrir y cerrar de ojos, con las más crueles consecuencia (y, claro, el peor final). No se equivoquen, parece decirle McCarthy a los lectores y también a los escritores de epifanías iniciáticas. La vida no va a ser buena. Ni remotamente. La vida está hecha de pérdidas, y de vacíos que sólo se llenan con dolor.
La trilogía cierra con Ciudades en la llanura (1998), un final que muchos consideraron fallido. Pero se equivocan. Con maestría, McCarthy narra algunos años de amistad de los protagonistas de las primeras entregas, cuando ya son hombres jóvenes, de poco más de 20 años; son los años 50 y trabajan cerca de El Paso y su ciudad espejo del otro lado de la frontera, en México: Juarez. Uno de ellos está enamorado de una prostituta mexicana llamada Magdalena. Lo que sucede con ella revela qué tenía McCarthy en mente: los asesinatos impunes de Ciudad Juárez. Así, Ciudades en la llanura es un manifiesta poderoso, nunca obvio y profundamente triste, elegíaco.
Casi parece obvio decir que su siguiente trabajo tomaría un tema contemporáneo de la frontera: el tráfico de drogas. En No es país para viejos, Llewelyn Moss caza cerca del Río Grande y encuentra hombres muertos, heroína y 2 millones de dólares. La guerra que se desata por una entrega de drogas que salió mal tiene como protagonista absoluto al sheriff Ed Tom Bell, tan atormentado por sus acciones en la Segunda Guerra Mundial como lo está Moss por las propias, como veterano que es de la guerra de Vietnam. Una vez más la frontera es pretexto para un western policial contemporáneo que en el fondo es una reflexión sobre la violencia, aquí ya no sólo de los individuos, sino de los Estados. Y siempre, el impecable uso de la jerga y el castellano, ese lenguaje económico y hermoso.
La leyenda crecía: se dice que McCarthy no escribe sobre ningún lugar que no conoce, y que por eso sale con frecuencia de mochilero por Texas, Nuevo México, Arizona, y cruzando la frontera, por Chihuahua, Sonora y Coahila. Pero lo cierto es que sí escribe sobre lo que no conoce. Eso hizo en La Carretera.
Quizá La carretera sea la mejor novela post-apocalíptica jamás escrita. Un padre y un hijo cruzan Estados Unidos de norte a sur, entre las cenizas, bajo un sol gris, helados de frío. No quedan muchas más personas en el mundo. La mayoría de los que quedan comen a sus semejantes porque no hay más comida, nada puede crecer en una Tierra quemada. McCarthy jamás explica lo que pasó. Tampoco le da nombres al chico y su padre. Pero el lector se preocupa por ellos como si se tratara de parientes queridos, incluso sabiendo que lo peor ya está atrás en el tiempo, y que desde la primera línea queda claro que el futuro no puede deparar nada mejor. Que no hay futuro. La carretera es, justamente, una novela sobre el futuro: sobre el amor filial y su grado de egoísmo, sobre para qué crear nuevas existencias, sobre enormes responsabilidades. (Es difícil comprender por qué lo eligió Oprah: quizá porque, de alguna manera, se relaciona con la preocupación por el cambio climático). También es una novela sobre la muerte, con pasajes en el que habla la esposa del hombre, que en la novela es sólo un recuerdo:
“Tarde o temprano nos cazarán y nos matarán. A mí me violarán. A nuestro hijo también. Nos van a violar y después de matarnos nos comerán pero no quieres reconocerlo... Antes hablábamos de la muerte, dijo. Ya no. ¿Sabes por qué?
No, no lo sé.
Porque la muerte está aquí. No hay otra cosa de que hablar”.
Pesadilla exquisita y sin concesiones, La carretera –décima novela del autor– ganó el Pulitzer; Mondadori acaba de editarla: la traducción es floja, incluso teniendo en cuenta que McCarthy no es fácil de traducir, pero al menos es la primera de las novelas del gran escritor editada con visibilidad, y puede resultar la puerta de entrada a su magnífica y estremecedora obra. Ahora que, por fin, ha dejado de ser el mejor escritor desconocido de Estados Unidos.
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