ALLENDE
Isabel Allende retoma en La suma de los días el tono confesional y descarnado que adoptó en Paula. Historias trágicas y desgracias varias se enlazan en un relato tan new age como picaresco, testimonio de una voz narrativa que encuentra fuerza y convicción en el relato de su vida.
› Por Claudio Zeiger
La suma de los días
Isabel Allende
Sudamericana
361 páginas.
A lo largo de sus páginas, Isabel Allende clasifica este libro de diferentes maneras: en la primera línea afirma que “no falta drama en mi vida, me sobra material de circo para escribir”. Luego no dudará en tildar la historia de su familia (la tribu, como le dicen en Chile) de “folletín” o “tragicomedia”. Más allá de la percepción de la propia autora, estamos frente a esas memorias un tanto prematuras que suelen escribir los escritores consagrados alrededor de los 60 años; en nuestro ámbito lo hizo Silvina Bullrich, y si bien sus memorias no implicaban el final sino un alto en la ficción, daban el lógico aviso de que ya las cosas no volverían a ser igual tras tantas revelaciones explícitas. Y como en Bullrich, en estas memorias de Isabel Allende la familia cobra preponderancia, y de ella se informa mucho más que de su actividad como escritora.
Así y todo, estas memorias de Allende son harto particulares. Por empezar, toman un período muy concreto, arranca en 1993 poco después de la muerte de su hija, que —es bien sabido— fue signada por la agonía de un coma irreparable. Allende lo contó en Paula. En La suma de los días se retrotrae a ese tiempo evocando la ambigüedad absoluta de haber vivido entre el cielo y el infierno: “Existe una fotografía mía a los 49 años, presentando El plan infinito en España; es la de una mujer joven, las manos en las caderas, desafiante, con un chal rojo sobre los hombros. Fue en ese mismo momento, con Antonio Banderas a mi lado y un vaso de champán en la mano, cuando me anunciaron que acababas de entrar al hospital”, escribe dirigiendo sus palabras a Paula. En otro momento cuenta que unas enfermeras españolas le revelaron en una carta (conmovidas por la lectura de Paula) que el daño cerebral irreparable de su hija se debió a la negligencia hospitalaria y a un corte de electricidad que afectó la máquina de oxígeno.
Si alguien piensa que esto es lo más fuerte, verá con horrorosa fascinación cómo el réquiem por la muerte de Paula se enlaza con la trágica historia de Jennifer, hija de Willie, su marido norteamericano, quien da a luz una niña cuando su cuerpo está completamente dominado por las más duras adicciones. Esta historia deviene en una “nueva familia” (la niña es finalmente adoptada por una pareja de mujeres amigas de amigas, esa cinta infinita de la solidaridad femenina desplegada con fruición por Allende) que da una dimensión insospechadamente bizarra a la lectura. No hay manera de detener la catarata de episodios alocados en la vida de los Allende, los de sangre y los nuevos parientes y amigos que se incorporan a la cofradía, y pone al lector en la obligación de repensar si Allende tomó el realismo mágico adjudicado a sus primeros libros de modelos literarios preexistentes o si verdaderamente bebió de las fuentes más cercanas y reales de la “tribu”. Desde luego que habrá un poco de ficción en la forma de contar la verdad en todo esto, pero no deja de sorprender la actitud de franqueza total, de revelación casi transparente de los secretos familiares y personales, bajo la idea de que aquello que se tapa, se pudre. Hay que sacarlo todo afuera, parece la briosa consigna de La suma de los días.
No hay que olvidarse de que gran parte de estas memorias —si se descuentan las páginas en que se narran viajes bastante exóticos— transcurren en California, tierra de la Nueva Era y familias devenidas de la diversidad (lo que no quita la xenofobia ni el racismo ni la homofobia). Hay un clima “acuario” que campea en el texto y que Isabel Allende aprovechó para destilar un humor que termina por conquistarnos, sobre todo en el retrato de la entrañable Tabra, su alma gemela hippie. Es notable, hablando de hispanos mal vistos, cómo en los primeros años que aquí se narran Isabel Allende no es Isabel Allende sino una mujer que lucha por sus papeles y documentos y que no tiene mucho poder frente a las autoridades blancas (ella es hispana). Por lo demás, la variopinta familia tapa casi por completo lo que suele aparecer en las memorias de los escritores. Poco y nada se cuenta aquí del oficio, y en general transmite la visión de una mujer agobiada por la pesada tarea de cumplir con las obligaciones públicas de la carrera literaria mientras se muere de dolor.
La suma de los días propone dos posibles vías de lectura: una atenta a los episodios puntualmente más fuertes y resonantes; otra más acorde al título elegido, a la trama que busca transmitir el mensaje de que la vida es una suma fluida donde se desdibujan las fronteras: no hay éxito y fracaso absolutos, ni bien ni mal, ni siquiera vida o muerte, ya que los vivos se prolongan en espíritus. La primera correspondería a un volumen de cuentos que norteamericanos como David Leavitt o Michael Cunningham, exploradores de los nuevos vínculos, podrían leer con fruición. La segunda es una novela new age salpimentada con picaresca latinoamericana, más dulzona al final porque la vida no sólo te da sorpresas sino también consuelo y reparo. Cualquiera de las dos lecturas pueden dar testimonio de la actitud más sincera de una autora cuestionada, muchas veces desde la misoginia pero también por haber transitado caminos trillados en su literatura.
La suma de los días es algo tan personal y tan expuesto que no puede sino ser tomado como testimonio de una voz propia dispuesta a hablar aunque otros le aconsejen que —por esa bendita discreción provinciana— calle para siempre.
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