GELMAN
Generacional y personal, estética y ética, la obra de Juan Gelman gotea ininterrumpidamente desde los años `50. Mundar agrega nuevas resonancias a la voz de un porteño que se muda y vuelve y resiste a las modas de la poesía universal.
› Por Rodolfo Edwards
Mundar
Juan Gelman
Seix Barral
132 páginas.
En Mundar, su flamante libro de poemas, Juan Gelman continúa dibujando el halo de un arco iris que empezó a trazar sobre la poesía argentina hace cinco décadas: esa peculiar maceración de diversas poéticas, en la que se fusionan César Vallejo, Raúl González Tuñón y las cartografías carrieganas, entre otras resonancias estéticas y morales de la poesía universal, siempre vinculadas al decir trascendente, ritual.
Como resultado surgió ese estilo intransferible y absolutamente personal que ha resistido los embates de las modas. A pesar de las vueltas por el mundo que los avatares de la vida impusieron a Gelman (el “mundar” que pone título al libro), nunca abandonó ese tono esencialmente porteño. Así lo reafirma en su poema “Baires”: “la barriada/ al crepúsculo/ finge/ recuerdos que/ se detienen en un momento de oro/ tango que fue en los pies de la/ muchacha más linda del salón/ la de pechos que hablaban”.
¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?, se preguntaba doblemente Cátulo Castillo en el tango Tinta roja. Extremando el mismo procedimiento del ubi sunt y siguiendo el boceto de los buenos tangos, donde caben tanto la pasión atemperada como la súbita furia que interpela metafísicamente, Gelman diseminó en muchos de sus poemas ese abrumador crescendo de oraciones interrogativas, esas preguntas que demandan sin tregua a poderes terrenales y celestiales. El río largo de la ausencia termina en el delta del vibrato y viene la repregunta en un demandar incesante, insobornable, como una ola que no se cansa de golpear contra la escollera. ¿La pregunta deviene herejía al preguntar por lo inexplicable? Gelman, como una hormiga obstinada, transporta sobre el lomo palabras densas, graves pero lozanas, marcando el camino con esos versos heridos y sonoros, a los que nos tiene acostumbrados. Entereza que le dicen. No deja de asombrar ese pudor que se manifiesta en los textos de Gelman; leyéndolo (o escuchándolo) siempre se percibe un hablante caminando en puntas de pie que manipula cada letra como un tesoro.
En el poema “Qué se sabe” habla de la poesía, como quien recuerda a una vieja amiga, quizá con la intención de un balance: “Del poema, nada. Llega, tiembla/ y raspa un fósforo apagado./ ¿Se le ve algo? Nada. Tiende una/ mano para aferrar/ las olitas de tiempo que pasan por la voz de un jilguero”.
Mundar lleva en su tapa una ilustración del recientemente fallecido Carlos Gorriarena, quien también había ilustrado la portada de la primera edición de Gotán, fundamental libro de Gelman publicado en 1962 por Ediciones Horizonte. A pesar de la dilatada trayectoria del poeta, el tiempo gelmaniano no ha dejado de reinventarse. Basta ver esos dispositivos que ponen un blindaje sobre los textos, les abren nuevos corazones y núcleos que los tornan incesantes. Aceitados mecanismos de relojería como el uso del diminutivo, tan recurrido en Gelman, operan en su poesía como una cuña que, por contraste, evidencia la magnificencia de las rimbombancias del poder. En el espacio del poema se quiebra la sintaxis, se entrecortan las líneas, los silencios son machetes que limpian la maleza de la confusión, hay permutaciones de funciones, adjetivos mutan en verbos, verbos aparecen con un traje nuevo sonriendo en el cuerpo de un sustantivo, hay melodía de valsecito y abruptas disonancias, sin solución de continuidad: el poema también se convierte en campo de lucha y escenario de un mundo fragmentado: “¿qué se pierde en el salto?/ ¿los otoños del pasado/ el ansia de haber vivido no/ la desesperación de cartas que no llegan?/ ¿únicos nombres de la noche?/ ¿por qué el ángel que vuela/ hacia delante mira atrás?, dice en el poema “Interrupciones”.
De esa manera, donde se pierde en elocuencia se gana en carnalidad, como en aquellos poemas de César Vallejo que invitaban a morderlos, de tan expuestos, de tan crudos, con esa prescindencia de afeites. Sólo se trata del uso de la palabra justa.
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