Dom 09.12.2007
libros

NOTA DE TAPA

Del ’73

› Por Mauro Libertella

Esta nota podría empezar con un juego perverso e insaciable, que consiste en buscar en todo lo que rodeó a la entrevista con Alan Pauls claves o metáforas que remitan al libro que acaba de publicar, Historia del llanto. Por ejemplo, el calor alucinado de un lunes al mediodía. Mientras subía por las escaleras que conducen directamente al estudio en el que Pauls trabaja, en el barrio de Palermo, pensaba ya que esa suerte de espejismo lunático que se proyecta cuando el sol lo gobierna todo se parece, curiosamente, al juego de espejos y ambigüedades que arman el rompecabezas de Historia del llanto. El estudio en el que nos refugiamos, bajo la bendición simétrica de los ventiladores, está de algún modo dividido en dos. Por un lado, un espacio amplio y vacío en donde por las tardes se ensaya teatro y otras ficciones. Por otro lado, unas cuantas bibliotecas abarrotadas de libros coronan un costado azaroso; el costado neurótico o el laberinto mental de aquel estudio. La entrevista iba a ir revelando, de a poco, que así también es Historia del llanto: un libro rarísimo, con sus espacios blancos, zonas de aire en lo que todo se podría conjeturar, y sus zonas de un lenguaje compacto y profundamente literario. Historia del llanto es, en este sentido, irreductible. Podríamos afirmar que es la historia de un chico, desde su niñez hasta el comienzo de su madurez, sumergido en un mundo de principios progresistas en los primeros años setenta. Pero no estaríamos diciendo nada. Podríamos también arriesgar que es el testimonio de una subjetividad, atravesada por la lectura y la observación, en el esqueleto de una Buenos Aires fantasmal. En fin, las posibilidades de reducir este libro breve pero de compleja tesitura a una sentencia son infinitas y todas imposibles. Queda, como siempre, el efecto inenarrable que cada lectura pueda suscitar. Para muchos, de eso se trata la literatura.

Si miramos en perspectiva tu camino con la ficción, venías escribiendo novelas más o menos breves y después te volcaste a El pasado –casi 600 páginas– para ahora retomar la nouvelle o la novela corta. ¿Cómo fue volver a un relato de límites maleables después de haber escrito una novela voluminosa?

–Volví a la forma breve, o a la forma nouvelle, buscando trabajar dentro de un límite. La experiencia de El pasado había sido un poco la experiencia del libro virtualmente infinito. En un momento me di cuenta de que la novela podía crecer indefinidamente, en el sentido en que la novela es un género que siempre empuja los límites un poco más allá. Hay algo ya en el ser de la novela que implica un cierto trabajo con el límite, contra el límite. Quería volver a trabajar con un territorio mucho más acotado, mucho más firme, de modo de obligarme también a una cierta concisión. Quería un texto más compacto, más apretado. Y que fuera a la vez enigmático. Tengo la impresión de que la premisa que hay implícita en El pasado es que la novela pueda agotar, extenuar algo. Tenía ganas ahora de escribir una ficción que de algún modo se alimentara de cierto secreto, de cierto misterio interno, de algo que no se acaba de decir del todo.

El procedimiento inverso, de algún modo.

–Sí, en vez de barrer todo, de decirlo todo sobre la experiencia amorosa, trabajar con algo que tuviera como alojado en el centro un cierto enigma, que no se iba a llegar a decir nunca.

¿Cuál fue el modo que buscaste para resguardar ese secreto?

–Construir la ficción de manera tal que siempre haya entre las partes mucho aire. Muchos blancos. Es un libro raro en ese sentido, porque persigue cierto ideal de ser leído de un tirón, como si la fantasía del libro fuera estar escrito con una sola frase. Y al mismo tiempo ese efecto de continuidad descansa mucho, me parece, sobre enormes zonas de sombra. Acontecimientos no contados, lazos no descriptos. Incluso esas lagunas que hay en el texto, que aparecen bajo la forma de corchetes con puntos suspensivos, que funcionan también en relación con la idea del género del testimonio. Partes del texto que no se consideran relevantes y que han sido omitidos, pero que aun así despiertan una curiosidad: ¿y si lo que se eliminó en realidad fuera mucho más pertinente que lo que se dejó?

También son ambiguas las relaciones temporales.

–Yo creo que lo más misterioso del libro es cómo se pasa de una era a otra. Es un libro cuya historia transcurre durante mucho tiempo. El personaje empieza teniendo unos cuatro años, y fluctúa a lo largo del libro por muchas edades. Nunca se sabe muy bien qué pasa entre edad y edad ¿no? Hay momentos incluso en que el personaje cambia de edad en medio de una frase. Yo creo que en el deseo de enturbiar algunos procesos cronológicos aparecen muchas zonas de misterio. ¿Cómo se llegó hasta acá?

Hay sin embargo en el libro un momento concreto en el que se hace mención a una fecha específica: el 11 de septiembre de 1973, cuando bombardearon el Palacio de La Moneda, en Chile. ¿Por qué, ahí sí, hacerse cargo de una referencialidad?

–Yo quería que ésa fuera la única fecha que hubiera en el libro. Es el único acontecimiento que para mí tiene un valor real de acontecimiento, de hecho histórico. Todo lo demás tiene una forma tan afantasmada, tan procesada por una cierta imaginación que prácticamente para mí no tiene valor histórico, en el sentido en que se entiende valor histórico en relación a documentos o referencias. Pero sí, ése es quizás el hecho histórico. Todo lo demás me pareció mejor dejarlo en una especie de imprecisión reconocible. Por eso aparecen, procesadas por una memoria a la que no le importa demasiado fechar las cosas, desde la publicación de la crónica del asesinato de Aramburu en La causa peronista, hasta la muerte de Gatica, que aparece en una escena muy fugaz. Me parece que esos hechos son más discutibles, más conjeturales, en el sentido en que el personaje se podría preguntar si en realidad no lo soñó. Pero me interesaba que quedara el 11 de septiembre del ’73, que para mí fue un hecho totalmente decisivo, y todo lo demás en una especie de bruma que tuviera al mismo tiempo ciertas particularidades que permitieran reconocer las partes o los hechos que la componen.

Para volver a los setenta, ¿estuviste leyendo, investigando, o apelaste al recuerdo y la imaginación?

–No, releí la crónica de La causa peronista, que es un texto que siempre me fascinó, y que leído hoy incluso muestra una especie de destreza literaria compositiva increíble. Pero no hice mucha investigación, porque realmente no me interesa mucho la recuperación de la verdad histórica. Me interesan más los procesos que la deforman. Así como en el género autobiográfico me interesa mucho más el modo en que los escritores ponen en escena sus vidas que el hecho de acceder a la vida misma. No tengo ese tipo de relación con lo histórico.

Ya se ha marcado que quizás uno de los puntos fuertes del libro sea la confluencia entre lo político y la intimidad; la idea de que son o pueden ser dos esferas que se concilian. ¿Es una idea que te interesaba desarrollar particularmente?

–Bueno, es el camino que me permitió poder acercarme a los años setenta, que para mí siempre fue una época muy atractiva, muy decisiva, pero que al mismo tiempo me inspiraba tanto respeto y me parecía tan difícil que no me atrevía a abordarla. Y tampoco me satisfacían las estrategias que había elegido la literatura argentina para entrarle. Entonces me parecía que tenía que inventar una manera nueva, para mí, para poder apoderarme de aquello que me interesaba de aquella época.

También podríamos hablar de otra faceta, si se quiere, de Historia del llanto, que tiene que ver con la tradición de la novela de educación. ¿Tuviste en mente algún libro o autor en particular a la hora de escribir el libro?

–Tuve presentes dos libros, uno de un modo más consciente y el otro menos consciente. El más consciente era La edad del hombre, de Michel Leiris, que es un libro que siempre me gustó mucho, y sobre todo siempre me interesó mucho esa vía de la autobiografía: no está fundada en hechos o en sucesos, sino en pequeños fantasmas, muy caprichosos, que funcionan un poco como procesadores de épocas, de experiencias históricas. Y después el otro libro, menos consciente, pero que estuvo ahí presente, es Las palabras de Sartre. Son dos ejemplares de autobiografías. Y me parece que, aunque los dos libros son muy diferentes, está la idea que me resulta tan interesante de que la intimidad y la historia son dos caras de la misma hoja.

Otra cuestión de Historia del llanto es la idea de que el protagonista se reconoce en la mediación de la lectura más que en la acción directa. Quizá se pueda leer ahí una relación con el universo de Borges, que apuesta a que la literatura sea una forma de continuar por otros medios el linaje familiar guerrero.

–En el libro hay, si querés, una apología de la figura del lector. En ese sentido soy totalmente borgeano. Probablemente no haya para mí experiencias vitales tan intensas como la lectura. Y soy borgeano también en el sentido que me parece que la experiencia de leer, y la experiencia de relacionarse con el mundo a través de la lectura, no es una experiencia deficitaria, sino más bien como una especie de nueva posibilidad de vida. En el libro que escribí sobre Borges hay un capítulo entero dedicado a desmentir la idea muy difundida de que, como Borges tenía muchos problemas con la realidad, se refugió en un especie de castillo forrado de libros, y ahí se armó su pequeña vida de consuelo. Ahí me parece que hay una ideología antilibresca, antiintelectual muy fuerte, con la que yo no estoy de acuerdo, porque me parece que los escritores muy librescos inventan formas de vida, no se resignan a no poder vivir y entonces darse el premio consuelo de la literatura. Inventan formas de vida que después vuelven a la vida. Como cuando alguien dice que algo que le pasó es borgeano. Toda la apología que hay del lector como experimentador de intensidades que hay en el libro tiene que ver con eso. No creo que haya una oposición entre la vida de la acción, de las armas, y la vida de los escritores. Tal vez el último que tuvo ese problema, y que montó todo un aparato de problemas a la vez literarios y políticos sobre esa cuestión fue Walsh. Yo creo que ahora, mi generación y las que vienen después, no tienen ese problema. Ya no hay una cuenta que pagar, elegir la acción o los libros. Ya sabemos que hay tanta acción en los libros, como libros hay en la acción.

Otro autor con el que se puede proyectar una filiación, sobre todo recortándonos en la escena del Palacio de La Moneda, es Roberto Bolaño, a quien el golpe lo agarra en Chile con veinte años. ¿Ves ahí alguna conexión?

–La verdad es que no. Me parece que el golpe de Pinochet fue para mí un acontecimiento muy extraordinario porque tuve por primera vez la sensación de una injusticia a un nivel histórico. Sobre todo en la desproporción bestial que me parece que había entre la masacre en la que estaba terminando la experiencia del socialismo en Chile y el modo pacífico, electoral, civilizado, en el que el socialismo había accedido al poder. La experiencia chilena en ese sentido era muy distinta a la argentina. Yo no podía creer. Y el hecho de que Allende se hubiera suicidado adentro del Palacio de La Moneda, con un fusil, la idea de que el tipo en vez de matar se matara, y que sólo tomara las armas en el momento en que ya no tenía más remedio, era tan diferente a lo que estaba pasando y a lo que iba a pasar al año siguiente en la Argentina. En Chile algo casi perfecto se caía a pedazos. No había en la experiencia chilena algunas de las cosas oscuras, perversas, que ya se agitaban en la política argentina. Esos doble juegos, esas ambivalencias de la política argentina. Lo que yo veía en la caída de Allende era la catástrofe de una especie de ilusión pura.

¿Cuándo llegó para vos el momento de revisar esos años?

–Hace mucho. Creo que a medida que fui viendo que el progresismo se iba convirtiendo en el nuevo sentido común triunfante. A medida que me doy cuenta de que empieza a cristalizarse. Todos empezamos a estar de acuerdo con todo. Empecé a querer ver un poco de movimiento. Y me parece también que me inspiró mucho la aparición de ciertas obras que están firmadas por gente que no estuvo directamente involucrada en la época. Cuando empecé a ver el tipo de problemas que eso suscitaba en la cultura argentina. Quién tiene derecho a hablar sobre los años setenta. Qué títulos hay que presentar para tener un discurso autorizado. Si la primera persona es obligatoria para hablar sobre los años setenta. Porque creo que eso es un problema para la historia argentina, porque hasta hace poco la década del setenta fue un patrimonio exclusivo de la gente que la protagonizó. Y me gusta que se haya empezado a resquebrajar esa endogamia. Es algo absolutamente fundamental.

Saliéndonos un poco del tema. ¿Cómo ves a tus primeros libros, ahora que han pasado unos cuantos años?

–Los veo extrañamente como libros escritos con una determinación increíble, que no reconozco tener ahora. Libros escritos de punta a punta, sabiendo perfectamente qué quería decir, cómo quería decirlo. Como si la literatura fuera algo que no tuviera ningún secreto para mí. Yo trabajaba mucho en teoría literaria, tal vez ni siquiera estuviera del todo claro a qué me iba a dedicar; si me iba a dedicar a escribir ficción, o si me iba a dedicar a ser crítico o a escribir ensayos sobre literatura. Yo creo que escribía apuntalado por grandes certidumbres teóricas.

¿Las vivías como un peso?

–No, para nada, todo lo contrario. Como algo que permitía la escritura. Jamás tuve la impresión de que la teoría o el saber sobre la literatura funcionara como un obstáculo. Para nada. Creo que no funciona así. Soy muy anti-antintelectual. Pero funcionaba así: escribir ficción era un aparato dentro del cual había una pieza que era una pieza de la reflexión técnica, teórica, conceptual sobre la literatura. En un momento en que ese saber tenía un poder y una presencia muy fuerte, que no la tiene hoy. Hoy nadie piensa la literatura en esos términos. Los libros estaban empujados por ese aliento. Eso fue cambiando mucho, sobre todo a mis treinta años. Fue una década muy rara, publiqué muy poca ficción. Dediqué buena parte de esa década a escribir El pasado, pero casi no publiqué. Y empecé a cambiar mi manera de ver las cosas. Pero nunca dejé de leer ensayos de literatura, sigo pensando que pensar la literatura y escribir sobre literatura es un arte tan grande como la más grande de las ficciones. Pero me parece que hubo algo en el mapa que cambió para mí. Quizás la frontera entre la literatura y la vida se volvió mucho más porosa, las contaminaciones empezaron a funcionar con mucha más libertad.

¿En esa determinación con la que escribías cuando empezaste había un repudio a cierta estética o a cierto modo de pensar la literatura?

–Sí. Yo me formé básicamente con los escritores del setenta. Con la gente de Literal por un lado, y con Ricardo Piglia y Josefina Ludmer por otro. Fueron los primeros escritores a los que conocí. Los primeros escritores a los que les mostré mis textos. Los primeros escritores con los que tuve diálogos técnicos sobre escribir. Discutir sobre el secreto de la literatura. Toda esa gente eran como los enemigos públicos número uno del realismo. Cada uno ocupando una posición muy singular. Piglia tenía una relación muy extraña con el realismo, la misma relación que podría tener Brecht. Había una especie de facción antirrealista de la que yo soy hijo, totalmente. Y por eso mi enemigo también era el realismo, y el populismo. Mi enemigo era toda aquella poética que enarbolara las banderas de la representación. No reniego para nada de ello, para mí fue una gran formación, y me introdujo en el mundo de problematizarlo todo.

Para terminar: ¿cómo te cambió la percepción respecto del posible lector después de El pasado, en donde el universo lector de expandió?

–Yo creo que cada libro es como un acontecimiento singular, o tiene que serlo. Lo único que me pasó después de El pasado es que, obviamente, vi el filón. El escritor del amor. Vi que eso pasa. Lo primero que pasa con el libro es que deja de ser leído como un libro, y entonces los escritores empiezan a dar opiniones sobre problemas de la vida, del mundo. Pero lo primero que se hace con un libro cuando más o menos funciona es leerlo como una especie de ventana neutra a un mundo que ya no es literario. Yo creo que todo lo que hago es totalmente literario, entonces lo que pensé después de El pasado es “ponete a escribir”. Entonces, para escribir yo necesito que lo que escribo no me resulte conocido. Historia del llanto es un libro muy diferente, y no tengo idea de lo que va a pasar.

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