GUEBEL
Una separación conyugal puede llevar a un derrumbe de la subjetividad y también a una práctica de literatura pura. Entre esas opciones que desafían el temple del lector se mueve la última novela de Daniel Guebel.
› Por Mauro Libertella
Derrumbe
Daniel Guebel
Mondadori
188 páginas
Muchos lectores de Daniel Guebel suelen repetir aquello de que lo que más los conmueve de su literatura son las historias de amor. Libros como Matilde, que narran lo imposible: el desgrarramiento paulatino e implacable de una cotidianidad; los destellos casi imperceptibles que funcionan como golpes oraculares que presagian una caída. Y si de caídas se trata, ahora Guebel da un paso más hondo y narra lo que es por definición inenarrable: el derrumbe. Si quisiéramos acceder sin pudor a la cabeza del narrador, deberíamos afirmar que de lo que se trata la novela es de la imposibilidad de narrar la experiencia límite del derrumbe de una integridad, pero que en esa imposibilidad, justamente, encuentra el espacio para decirlo todo.
Derrumbe nos enseña ante todo que, a la hora de escribir sobre una separación, es imprescindible tomar una decisión clave: narrarlo todo o jugar al laberinto perverso del escamoteo y los aludidos. La decisión de Guebel, en este sentido, parece haber sido radical. Se trata de hacer explotar la tapa del cerebro y, cuando toda esa materia informe y alucinada de que está hecho el pensamiento se desparrame sobre la hoja en blanco, limitarse a ordenar un poco las cosas con una pluma elegante y filosa. De este modo, en Derrumbe, los “hechos” están tan confundidos con los pensamientos como lo verídico con lo ficcional, y lo realista con lo desbocadamente fantasmal. Derrumbe es, para decirlo de un modo suave, un libro irreductible, de una turbadora complejidad.
Los epígrafes, las dedicatorias y los nombres propios son las señas más nítidas que promoverían una lectura autobiográfica de libro. Estarán entonces quienes se impacten ante el gesto impúdico que supondría revelarlo todo, y estarán también quienes se interesen por la forma en que toda esa vivencia se vuelve literatura. Una forma que propone una narración rápida, en presente, que sin embargo se interrumpe casi naturalmente para preguntarse una y otra vez por la verdadera naturaleza de esa empresa que es narrar el dolor. “El dolor. Es imposible contar el dolor. En principio, porque se trata de un dolor puro, absoluto, como el que se apoderó de mí cuando vi que mi hija se iba (...) en casos como ése, lo que puede hacerse es contar la escena, narrarla mejor o peor, incorporar o eliminar detalles, pero la emoción no tiene nombre, carece de palabras.”
Quienes sigan con más o menos asiduidad la obra de Guebel, quizá sentirán que Derrumbe es un punto de inflexión. No sólo por el hecho de volver a un tema conocido y darle una vuelta de tuerca que lo proyecte a una cima de riscos vertiginosos, sino también por la culminación de una idea de prosa, que conjuga la elegancia de la inflexión con el límite en el que se asumen los propios miedos y debilidades. La novela se convierte, en el modelo de Derrumbe, en eso que más le gusta ser: un caleidoscopio de posibilidades, un juego que no necesita amputar su lógica intelectual o incluso metaficcional para hablar de una experiencia cotidiana y universal como la experiencia del amor.
No se alarmen, no vamos a develar el remate, pero baste decir que en la recta final los juegos literarios se precipitan, y la atmósfera melancólica y de pérdida que había atravesado la narración se repliega ante giros inesperados que rayan lo hilarante. La experiencia de lectura, finalmente, puede ser de desconcierto, pero también de una rara gratificación. Puede suceder que a algunos lectores este libro les funcione como un modo de conjurar sus propias separaciones; a otros les parecerá un ejercicio de literatura pura, y quizás algunos lo lean como un libro a un mismo tiempo triste y divertido. Quién sabe. En la imposibilidad de apresar y encapsular las lecturas está, acaso, la perdurabilidad de lo literario.
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