NOTA DE TAPA
› Por Esther Cross
En Estados Unidos, en Texas, en una casa del pueblo de Trinity, un chico ensaya música en un teclado de cartón, bajo una frazada hecha de retazos tejidos por las mujeres “hipersexuadas” de la familia. Para su padre, un vendedor de leña, tocar el piano no es cosa de hombres. Su madre le compró, a escondidas, un curso de música por correo, para que ensaye en secreto. Mientras toca, el chico oye lo que hablan en la sala: una mujer vio un fantasma en la zapatería y dicen que el aserradero va a convertirse en una fábrica. Son los años ’20. El chico se llama William Goyen. En poco tiempo va a convertirse en escritor.
Las “artes calladas” son lo suyo y por eso empieza a escribir. “Nadie podía oír o saber lo que hacía al escribir, igual que con mi piano de cartón.” Tanta represión resultará, al desatarse, en un estallido. El escritor oculto se revela. Será un escritor incómodo para sus contemporáneos, otro norteamericano fuera de lugar en su país. Lo que le pasa de chico en el pueblo le pasará más tarde entre los suyos y a gran escala.
“¿Por qué estoy aquí, solo, en este cuarto, exiliado, aislado de ellos, que están ahí nomás, del otro lado de la puerta?”
Goyen se hacía preguntas todo el tiempo, aun en medio de una entrevista; él era así.
“Mi infancia transcurrió en ese mundo medieval de terror. Había un hombre que predicaba la salvación de mi alma en el camino, frente a casa. Pero en lo alto de la colina los chicos del Ku Klux encendían sus cruces. Los vi perseguir por la calle a unos negros que corrían mientras se quemaban vivos, untados de brea, con plumas pegadas al cuerpo. Los veíamos pasar. Nadie decía nada. Era como ser judío y que ellos fueran los nazis. Era el horror. Todo eso está relacionado con la brutalidad con que comencé a escribir, y con la salvación. Ese horror no es algo del pasado. Es algo que sigue. Los campos de concentración en Beirut, por ejemplo. Sin ir más lejos, Hollywood es un lugar totalmente violento.”
El chico mira, hipnotizado, esa violencia. Sólo podrá redimirla e interrogarla al escribirla. “No me interesan las infidelidades de las amas de casa de los suburbios de Nueva York. Sus vidas, sus encuentros sexuales y sus divorcios me parecen triviales.”
El se dedica a otros temas. Escribe sobre fantasmas, encapuchados, incesto, violaciones, historias secretas del pueblo y el aserradero. Escribe sobre hermafroditas, sobre una hermana negra y otra blanca, sobre mujeres barbudas (¡que están felices con su barba!) y otros portentos “que cobran valor y se vuelven preciados en las ciudades mientras que en el campo son simples cuestiones de hecho”. Para hacerlo, no va a cantar bajito y suave. Todo lo contrario.
Va a contar esas historias al compás de la música que tocaba en la cama, con la fuerza de la postergación, con la cadencia de la voz de su madre. “Su tonada se convirtió en mi voz al escribir.” De grande, la llamará seguido por teléfono para tomar nota de sus dichos y afinar esa voz con la suya por escrito.
Los Goyen se mudan de Trinity a Houston cuando el chico tiene ocho años. Es, como en sus cuentos, la época del gran cambio en Texas. Familias enteras migran del campo a las ciudades, que generan sus metástasis de suburbios y pueblos movedizos. Las autopistas van a borrar lugares cargados de leyenda. Están los que se adaptan y los que se resisten. Goyen no está en ninguno de esos bandos. Goyen no tendrá opción. Su suerte ya está echada. No podrá huir de ese lugar encantado, maldito. Durante toda la vida, la memoria de ese lugar va a seguirlo a todos lados. Escribirá historias que pasan en el campo e historias que pasan en las ciudades pero las historias de las ciudades tienen personajes de su mundo especial –una princesa texana que vive en Venecia, por ejemplo–. Todos los caminos lo conducirán a Texas.
“Viví toda mi vida en esos siete años y la manera de redimir esa experiencia fue la escritura. Sin la escritura, sin el proceso de la memoria y su experiencia espiritual, que es el estilo, ¿qué hubiera hecho? ¿Me habría convertido en un adicto, en una especie de evangelista? Me pasé los primeros años de mi vida de escritor reportando el mundo de ese pueblo y fabricándolo en ficción.”
Receta para fabricar en ficción un lugar que ya existe: lo primero que hace es cambiarle el nombre, como Puig con Vallejos, como Faulkner con Yoknapatawa. Trinity se convierte en Charity. Charity tiene cementerio, fantasmas, casas encantadas, cuevas, familias... y si hay familias, hay tragedias. En Charity está la casa de la infancia, que tiene una puerta que lleva al mismo tiempo a lo mejor y lo peor de la vida. En Charity, la gente se sienta en el porche a esperar. Los habitantes de Charity son personas que lo han perdido todo y sin embargo esperan.
“Son gente esperanzada, abierta a algo, a eso que llaman la Segunda Venida. La gente de esos pueblitos fue criada para eso: para esperar el fin del mundo, las trompetas, y liberarse del duro trabajo de todos los días. Se trata del renacimiento, de la nueva vida, del paraíso: la liberación del dolor, las limitaciones, el trabajo.”
Charity está, así, cargado de expectativas, sumido en una espera fantasma, en una quietud con vida propia. Charity tiene todo lo que tiene que tener un pueblo, hasta un delator, un escritor que cuenta, asombrado, lo que todos guardan en secreto y dan por sentado. “No solicitaría una hipoteca en el banco de Trinity”, bromeará Goyen después.
Goyen se convierte en un traidor. Como dice Joyce Carol Oates, “qué ironía que el escritor que ve y siente esas cosas sea tildado de loco por los suyos, como si la capacidad para asimilar los horrores sin hacer comentarios fuera un síntoma de cordura”. Eso es lo que, según Joyce Carol Oates, convierte a Goyen en un visionario en problemas.
En Houston, el chico se recibe en la universidad con un master en arte pero no tiene suerte. Le tiene pánico al agua y la guerra lo sube a bordo del barco de guerra “Casablanca”.
Vivió en ese barco entre 1939 y 1944. “Tuve que estudiar balística y manejar armas antiaéreas. Era una vida monástica impuesta, nunca pude superar esa época y me llenó de resentimiento. Me volví loco y en el cuarto año tenía que tomar morfina. Estábamos cerca de la costa japonesa.”
La maldición, el hechizo de la infancia, el lugar de sus primeros años, llega hasta ahí. Cuando hace guardia o cuando se esconde en un bote salvavidas, empieza a escribir La casa del aliento, su primera novela. Vaya a donde vaya siempre estará en Charity.
Después de la guerra, trabajó como mozo cerca de Taos, en Nueva México, donde se hizo amigo de Frieda, la mujer de D. H. Lawrence.
Goyen vivía con tres indios, trabajaba en la posada, tomaba el té con Frieda Lawrence y conocía a otros escritores, como Tennessee Williams, “que se moría todo el tiempo”. Pero en el rancho de barro y más tarde en Londres, Roma, Nueva York y otras ciudades de los Estados Unidos, Goyen no puede escapar de Trinity.
Nunca nos recobramos de nuestro lugar de origen.
Goyen convirtió esa marca en una decisión. Presionaba a sus alumnos para que hablaran de sus lugares de origen. ¿Dónde nacieron?, les preguntaba. ¿Cómo era todo ahí?, quería saber.
“El lugar –decía–, lo es todo”; lo consideraba esencial en la formación de la memoria, que es la fuente de la identidad. Le preocupaba que sus alumnos se negaran a reconocer un lugar de origen. Le aterraba que sus historias transcurriesen en el paisaje de un campus. Les decía que los hoteles Howard Johnson son idénticos en Miami, Kansas y Washington, que hay una tendencia a igualar los paisajes pero que nadie puede borrar la memoria del origen. El escritor escribe siempre, pensaba, desde ese lugar. ¿Cómo escribir si no lo reconoce?
El chico que hacía música clandestina se transformó en un profanador de historias. Buscó la canción enterrada, la vida oculta de las personas, su mundo secreto.
La palabra mundo significaba, en su lenguaje, canciones. Le gustaba decir que sus cuentos eran canciones y los clasificaba como folks, baladas o rapsodias. Eran los ritmos de su pueblo, de ese mundo donde convivían indios, mexicanos, cowboys y granjeros. Convivían resulta, se sabe, un eufemismo en los Estados Unidos.
Estaba obsesionado con sus personajes. Sus personajes le parecían misteriosos y les hacía preguntas. Observaba sus reacciones. Los indagaba hasta en la muerte. ¿Por qué se tiró un hombre al río que ya no tiene agua? ¿Por qué esa chica murió con la mano cerrada? ¿Quién es el extraño apuñalado que encuentran unos chicos tirado en medio del campo? El narrador se pasa horas mirando los cuerpos de sus personajes muertos, como si así pudiese descubrir una clave. Es un escritor antropólogo forense.
Goyen escribió novelas, cuentos, obras de teatro, guiones de televisión y críticas. Dio clases de escritura y trabajó como editor de ficción durante seis años en McGraw-Hill (“En los últimos años me sentía incómodo, hambriento; era porque no estaba escribiendo”).
Se casó con la actriz Doris Roberts y le atribuyen un romance con Katherine Anne Porter. También escribió una biografía de Jesús. Dicen que en esa época iba a fiestas y reuniones con la Biblia en la mano, que se sentaba en un rincón y leía en voz alta.
Cuando le preguntaban si Faulkner había sido una gran influencia, reconocía su importancia pero aclaraba que no era una influencia porque no lo había atravesado. Explicaba que, si bien él era –como Faulkner, Flannery O ‘Connor y su amiga Carson McCullers– un escritor del Sur Profundo, era sobre todo un escritor de Texas. El paisaje de sus cuentos era el del este de Texas; un paisaje que describía como pastoral, fluvial, con sombras de árboles, misterioso y embrujado. Desde Goyen, además del gótico sureño, existe el gótico texano. Están los blancos y los negros pero suman los indios, los mexicanos, los cowboys y los trabajadores nómades.
En el mundo de Goyen, los opuestos conviven en tensión permanente y eso no es un problema aunque es, al mismo tiempo, algo sorprendente. Donde hay ternura, hay violencia. Donde hay amistad, hay traición. Lo que nos bendice es lo que nos condena.
Las historias de deslealtad y traición también estuvieron presentes en su vida. Truman Capote lo admiraba y lo había apadrinado cuando daba sus primeros pasos en el mundo editorial. Capote y Goyen se hicieron amigos. Sin embargo, al tiempo, Goyen no tuvo problemas en escribir un comentario negativo sobre Desayuno en Tiffany’s y negativo es, en realidad, un eufemismo para describir lo que hizo: pintó a Capote como un escritor sentimental que creía en San Valentín, como un practicante de “técnicas de vaudeville”, con una tendencia a sobreactuar en la escritura y superproducir a los personajes, más propia de un hombre del espectáculo que de un escritor.
Capote nunca lo perdonó. Lo calificó de traidor (“Al principio de su carrera me presté muy amablemente a ayudarlo y no obtuve otra recompensa que la pura traición”). Goyen estaba convencido de que su crítica había sido justa y con el tiempo aceptó que no pertenecía a ninguna generación de escritores.
No tenía nada que ver con Scott Fitzgerald (“no conocí su vida sofisticada”). Hemingway le parecía “uno de esos brutos que conocí en Texas, de los que quería escapar”. Se sentía ajeno a la elegancia de escritores como Styron y Mailer. La sobriedad no era su ideal, la precisión y la mesura no iban bien con su voz, no eran apropiadas para dar cuenta de las historias que contaba. Aunque fue un autor apreciado en Europa, Goyen no tuvo la misma suerte en su país.
Se quejaba:
“Creo que merecía reconocimiento. Me refiero al reconocimiento de mi existencia como escritor norteamericano. No hablo de aprobación o de desprecio. Pero levanto la mano y digo: ¡Oigan! Presente. Aquí estoy”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux