ANTICIPOS
Esta semana se publica en Argentina Sauce ciego, mujer dormida, el último de los libros de Murakami y el primer volumen de sus cuentos que se publica en castellano.
› Por Rodrigo Fresan
Sauce ciego, mujer dormida
Haruki Murakami
Tusquets
386 páginas
En su prólogo a Rashomon, el escritor japonés Haruki Murakami (Kioto, 1949) se refiere a su antecesor y compatriota Ryunosuke Akutagawa como a uno de esos pianistas con un don tan raro como natural, dotados de un poder que les permite mover los dedos sobre el teclado superando aun a la velocidad del pensamiento. Así, la música y la historia brotando por encima de toda partitura o página preestablecida. Murakami, está claro, podría estar refiriéndose también al don que da forma y que deforma su propia literatura: una particular mezcla de compulsión epifánica, lenguaje complejamente sencillo, finales abiertos pero herméticamente cerrados, pura intuición y –al mismo tiempo, cuando todo parece a punto de venirse abajo– una firme precisión para afectar al lector de maneras siempre impredecibles haciéndole sentir que aquello que se le cuenta no está escrito sino que está sucediendo en el acto para que sea él quien termine de convertirlo en íntima trama. Porque Murakami es uno de esos contados escritores (Salinger, al que, nada es casual, tradujo Murakami al japonés, es el primero que se me ocurre) que, si bien han seducido a millones, siempre parecen estar dirigiéndose única y exclusivamente a quien en ese momento los lee y experimenta la extraña nostalgia de algo que no se vivió pero, de pronto, se recuerda. Por desgracia, tal efecto sólo se alcanza cuando se está ahí dentro. O quizá sea mejor –más sano– así.
Todo esto –que suele distinguir a sus novelas– es todavía más evidente, en poderosas dosis homeopáticas, en los relatos de Murakami.
Y en la introducción a Sauce ciego, mujer dormida –su tercera colección de relatos for export, pues ya habían sido publicadas en inglés The Elephant Vanishes (1993) y After the Quake (2002)– Murakami se refiere a la escritura de novelas como a “el reto de plantar un bosque” mientras que escribir relatos equivale a “el placer de plantar un jardín”. La comparación –donde se enfrenta lo frondoso e incontenible con el control y mantenimiento de lo previamente planeado– tiene su gracia pero es, desde ya, engañosa. Porque entre las 24 ficciones reunidas aquí –una amplia selección que va de sus primeras incursiones a últimas piezas breves– hay senderos donde es fácil perderse, plantas carnívoras y estanques profundos como océanos. Y es que Murakami –si bien de tanto en tanto ofrece una clásica historia de fantasmas como “El espejo”– hace cosas muy extrañas con el formato. Cosas que evocan tanto al método con que David Lynch injerta lo fantástico en la realidad como a los procedimientos para entender el amor y el paso del tiempo de Wong Kar Wai. Todo esto ejecutado con inspiración jazz pero bajo el influjo contagioso de la cultura pop entendida como una de las tantas formas del zen. Señas y señales especialmente notorias –y notables– en aquellos relatos como “La chica del cumpleaños”, “La tragedia de la mina de carbón de Nueva York”, “El cuchillo de caza” o “El folklore de nuestra generación: prehistoria del estadio avanzado del capitalismo”. Momentos donde Murakami repite una y otra vez una de sus maniobras más reconocibles: el cuento dentro del cuento donde el verdadero tema es los muchos modos en que se puede llegar a contar produciendo la extraña sensación de sueño despierto o de algo que acaso no se oyó del todo bien. No hay límites para la imaginación de este japonés tan universal como Los Beatles: un hombre vomita durante cuarenta días y sus noches en “Náusea 1940”, otro recuerda el impacto de una ola gigante en “El séptimo hombre”, aquél descubre que habla sin darse cuenta desde hace tiempo y que se ha convertido en una fábrica de haikus en “Avión o cómo hablaba él a solas como si recitara un poema” sin que esto impida ocuparse de la preparación de la pasta como ciencia exacta en “El año de los espaguetis” o valerse de los “Conitos” como metáfora para retratar a un establishment literario nipón que comenzó despreciando a Murakami como a un freak y que ahora no puede sino soportarlo. Los seguidores del fenómeno reconocerán en “Los gatos antropófagos” y en “La luciérnaga” a enredaderas que posteriormente treparon a las ramas de novelas como Sputnik, mi amor y Tokio Blues y en el magistral “Tony Takitani” a la posibilidad de una futura novela comprimida y deshidratada en veinte páginas perfectas. Pero no importa el tema de novela versus cuento en Murakami. Quién sabe si –como él mismo teoriza– “bien puede ser que los dos tipos de género hagan funcionar partes distintas del cerebro”. Lo que sí es importante es el sistema con que Murakami hace nuestras sus obsesiones. Y, sí, hasta es posible que un electroencefalograma revele que algo ocurre dentro de nosotros en el instante mismo en que leemos o, mejor dicho, asimilamos a Murakami o somos abducidos por Murakami. Ese autor que en “Viajero por azar” se nos presenta con nombre y apellido y modales de Rod Serling al principio de una entrega de Dimensión desconocida, y nos explica que ha “decidido contar sólo hechos triviales” porque “si empezara a relatar sucesos extraordinarios de esos que cambian la vida” necesitaría mucho más espacio del que dispone.
Por suerte para nosotros, en este jardín hay sitio de sobra.
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