Domingo, 23 de marzo de 2008 | Hoy
MAIRAL
Una pintura de cuatro kilómetros realizada durante sesenta años: ésa es la herencia con la que debe lidiar un hijo en la nueva novela de Pedro Mairal.
Por Mauro Libertella
Salvatierra
Pedro Mairal
Emecé
155 páginas
Alguna vez Ricardo Piglia escribió aquello de que la literatura narra un viaje o un misterio. Podríamos agregar acaso que muchos grandes libros narran a un mismo tiempo un viaje y la lenta elucidación de un misterio, como si en su lógica espiralada ambos se implicaran. Salvatierra, la última novela de Pedro Mairal, se puede leer, si se quiere, bajo la lente de aquella sentencia. Quizás, de ese modo, el libro de Mairal entre con naturalidad en una tradición tan larga como los ríos del litoral.
La alusión litoraleña es, aclarémoslo, un mal chiste. Sucede que Salvatierra está narrado en un pueblo imaginario pero de claro anclaje en el Litoral, Barrancales, adonde el narrador vuelve después de muchos años para reencontrarse con la obra de su padre muerto. La obra en cuestión es, por lo menos, increíble: se trata de una pintura de casi cuatro kilómetros que Salvatierra compuso en vastos rollos a lo largo de sesenta años. Allí está todo: el ajetreo político de un país, los vaivenes emocionales del pintor, la vida de sus hijos, sus mujeres y el retrato entre surrealista y concreto del pueblo en el que vivió. Así de ambiciosa es la idea a partir de la cual se funda el relato, y quizás el único modo posible para ejecutarla era el que escogió el autor: una prosa sencilla, que no enturbie lo que se narra, como si la pintura de Salvatierra ya se hubiera encargado, por sí misma, de agotarlo todo.
A partir de este núcleo básico, la novela va desplegando un puñado de cuestiones que gravitan como satélites alrededor de la mítica tela de Salvatierra. Por un lado se puede pensar la idea de un hijo narrando la vida de su padre que, en su práctica pictórica, se encargó de narrarlo todo. ¿Qué le queda por narrar al hijo? Salvatierra evidencia en este sentido la idea de que una obra está en constante movimiento. Y la sensación del movimiento no es casual: es como si la pintura estuviera todo el tiempo moviéndose, metamorfoseándose, saltando lunáticamente de un estilo a otro y de un relato a otro. Y eso es, en un punto, lo que hace al narrador, pero con un control quirúrgico de las formas, que muchos llaman madurez narrativa. Cuenta al mismo tiempo el viaje al Litoral para buscar los rollos de pintura olvidados en un galpón y las historias propias y de su padre que el hijo redescubre en las pinceladas de Salvatierra. Hay de ese modo una especie de juego de muñecas rusas, en donde una historia implica otra historia, hasta el infinito. Sin embargo, está claro que el lugar que le tocó ocupar al hijo es el del escriba, el que interpreta el mundo a través de la escritura. Dice: “La página es el único lugar del universo que papá me dejó en blanco”.
El secreto al que hacíamos alusión al principio de estas líneas es, en realidad, un puñado de secretos. Algunos de ellos están en la pintura de Salvatierra, otros en el pueblo, y la mayoría en el imaginario que el propio hijo se había forjado alrededor de la figura de su extraño padre. El viaje, hay que decirlo, es también más de un viaje. Es que Salvatierra es, ya sea desde lo estético, desde lo emocional, desde lo político o desde lo puramente literario, una novela compleja. Sin embargo, quizá la marca de la literatura de Mairal tenga que ver con cierta austeridad de las formas (recurso que desde luego no inventó, pero al que le da una personal vuelta de tuerca), y la idea de que, todavía, se puede escribir bien.
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