NOTA DE TAPA
En las últimas semanas, el país se vio inmerso en un debate que alternativamente fue enfrentando al campo con la ciudad, con el Estado, con los pobres, con la industria y con la política. Sin embargo, todas las dicotomías tuvieron un mismo denominador: un nítido imaginario del campo forjado en la tradición de la literatura argentina más arraigada, de Sarmiento a Roca, de Benito Lynch a Silvina Bullrich, de Güiraldes a Martínez Estrada. Radar recorre las huellas de esta idea de campo entendido como el lugar de la armonía, la paz y la esencia de los valores nacionales, la verdadera utopía de los argentinos. Y los secretos que esconde.
› Por Claudio Zeiger
Julio Argentino Roca presintió que debía convertirse en hombre de campo siendo ya presidente. O sea, primero fue presidente, después estanciero. Primero ejecutó la Campaña del Desierto, limpió, como quien dice, el terreno. Luego compró tierras (aunque también las recibió por donación del ejército y por herencia de la familia de su esposa). Y como buen argentino de su tiempo, antes de su segunda presidencia despuntó el vicio campero. En Soy Roca, la novela histórica que Félix Luna tramó a partir de la correspondencia de Roca, se puede leer: “A partir de 1880 sobrevino un fenómeno notable en la sociedad porteña: todo el mundo quería tener estancia. Los argentinos habían entendido su negocio desde hacía algunos años, pero ahora, la terminación del problema del indio hacía posible que ese negocio pudiera extenderse y concretarse. Abogados, militares, comerciantes, funcionarios, políticos, especuladores, toda clase de gente compraba campos o trabajaba los que poseía. En las conversaciones del Club del Progreso, en las tertulias familiares o en las antesalas ministeriales, los temas camperos eran permanentes: si llovía o no, si había que liquidar los merinos para criar lincolns, si el vacuno mejoraba o no el campo, si había que sembrar trigo y alfalfa alternativamente. Por otra parte, ser estanciero era la manera más segura de enraizar en la sociedad porteña; sólo siendo dueños de campos uno puede hablar de igual a igual con cierta gente de Buenos Aires”.
Desde luego, no se trataba sólo de los deseos imaginarios del presidente. Según resume Rodríguez Molas en su Historia social del gaucho, con la conquista “la tierra obtenida se reparte entre unos pocos. Los estancieros instalados en las zonas hasta aquel momento en poder de las tribus indígenas poblarán los campos conquistados con ganado vacuno y lanar. Paralelamente se acrecientan aun más los antiguos poseedores, formándose una novísima clase terrateniente a la cual ingresan algunos extranjeros (ingleses, irlandeses, franceses y españoles) y muchos militares sin fortuna hasta aquel entonces, pero con apellidos tradicionales. Muchos de aquellos que reciben suertes de estancia las venden al poco tiempo, adquiriéndolas otros con mayor visión”.
Curiosidad o no, el campo inmediatamente posterior a los tiempos de Roca –podría llamárselo cómodamente “el campo posroquista”–, el de fines del siglo XIX y primeras dos décadas del XX, será aquel en el que se consolida el imaginario utópico (de signo positivo o negativo) que aún hoy circula sobre “la verdadera tierra”; la tierra que está cerca de la naturaleza, donde el bien o el mal se vuelven más esenciales, y donde todo un país reducido a pampa quedó identificado con la riqueza agropecuaria.
Pocos días antes de comenzar el reciente conflicto con el campo, los suplementos rurales de los grandes diarios anunciaban con bombos y platillos la fiesta del campo, Expoagro, y tirando manteca al techo de cara a la nueva cosecha. Páginas y más páginas a color mostrando todo el poderío simbólico de un nuevo imaginario, esta vez sí ajeno y posterior a cualquier expresión de la literatura rural: el campo de máquinas y tecnología modernizadora que le abren un ciclo de expansión ilimitada. Pero en menos de 48 horas ese fasto pasó a ser reemplazado por la metáfora de la osamenta blanqueada en el desierto vacío, el campo a punto de cerrar por el impuesto a la exportación, la amenaza de desmantelamiento y extinción. De una punta a la otra de los discursos circulantes, desde reflotar la oligarquía ganadera a reivindicar a un inexistente chacarero modelo años ‘40, estamos todos inmersos en un imaginario del campo amasado en las escuelas y los hogares argentinos a lo largo del siglo XX. Clásicos como Don Segundo Sombra han influido enormemente en ese conjunto de sentimientos, ideología y valores que amalgaman campo y Nación. El campo tiene un peso simbólico que probablemente no lo tenga ninguna ciudad –ni siquiera Buenos Aires–, en relación con el conjunto del país. Y tampoco lo detenta otra región argentina.
Sólo hay que pensar que el primer presidente de la Argentina moderna, en la cúspide de su poderío, para dejar de ser definitivamente un provinciano y convertirse en un argentino cabal, debió hacerse –creyó conveniente, y no se equivocaba– hombre de campo.
No por casualidad, los dos más grandes escritores del campo pasaron buena parte de su niñez en una estancia familiar. Benito Lynch y Ricardo Güiraldes compartieron esa experiencia (el primero en campos de Bolívar, el segundo en la estancia La Porteña, de San Antonio de Areco) pero Lynch abandonaría el campo por la redacción del diario El Día (propiedad de su padre) y las reuniones del Jockey Club de La Plata, y terminaría recluido en una casona de dicha ciudad.
Varios años antes de aparecer Don Segundo Sombra con un éxito fulminante, Lynch ya había publicado varios libros importantes y en especial, Los caranchos de La Florida, donde planteó una visión del campo que se convertiría en clásicamente antagónica a la visión de Güiraldes. Sobre el mismo campo real histórico, ellos plasmaron dos formas diferentes de significarlo, aunque en el fondo hubiera coincidencia en identificar “la verdadera tierra” con la etapa utópica y edípica de la infancia: madre tierra, paraíso perdido que sólo puede recobrarse en el plano ideal. Los caranchos de La Florida descubre un mecanismo: el mundo social del campo se rige por el principio feudal; el dueño de la tierra también es el dueño de los hombres que la habitan. Patriarcado, feudalismo, clasismo. Por eso, la única salida simbólica es el parricidio.
La tierra concreta de las novelas de Lynch es el campo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, más ganadero que agrícola pero donde empieza a abrirse la necesidad de aplicar los avances de los estudios agronómicos; aparecen los molinos, las máquinas, los fertilizantes, y el ferrocarril. Lynch plantea una paradoja: para ayudar al campo hay que irse. Los hijos deben ir a estudiar afuera, a la ciudad o a Europa. Si la persona se queda inmersa en el mundo rural, se encalla, se empantana. Un espíritu maligno inherente a ese universo capta el espíritu humano. No hay que olvidar que en la literatura rural, la atmósfera mórbida de fantasmas, osamentas y luces malas convive con “los tópicos” que se acumulan bajo el rótulo de “tareas del campo” y que se narran en clave costumbrista y realista: el arreo, la doma, la cosecha, la siembre, etc.
A pesar de que Los caranchos de la Florida y El inglés de los güesos fueron novelas muy exitosas de su tiempo, representadas en teatro y llevadas al cine, reproducidas inclusive en folletines e historietas,
su posible canonización fue desplazada con fuerza en 1926 por la novela que vino a hacer la elegía del campo entendido como eso que se fue pero que quedará por siempre inscripto en el cielo de la utopía.
Don Segundo Sombra oscureció la visibilidad de las novelas de Lynch y pasó a referenciarse como una continuidad del Martín Fierro. Las dos (bastante mal leídas, o parcialmente leídas, despojadas de elementos críticos) vendrían a plasmar valores nacionales. Esas lecturas esencialistas que se arraigaron con fuerza en las décadas del ‘10, los ‘20 y los ‘30, son las que confirieron valores agregados al campo y a sus habitantes, valores que persisten en nuestros días y afloran quiérase o no en los discursos pro campo (y cabe señalar que no se les enfrentó una literatura anticampo sino corrientes como el naturalismo o visiones como la de Martínez Estrada, que aunque sea por vía de la negación implicaban reconocer como punto de partida que el desierto es por h o por b más verdadero que el asfalto).
Güiraldes describe “de memoria” el campo de su niñez. No porque no conociera el de su tiempo, o sea, el del tiempo en que escribió Don Segundo Sombra, sino porque le interesa volver a la tierra de la utopía, la del pasado ya ido de la madre nutricia y, dicho sea de paso, porque escribe los primeros veinte capítulos estando en París.
La referencialidad es estricta. Según narra el joven Cáceres (el aprendiz de gaucho que deviene estanciero) “llevados por nuestro oficio habíamos corrido gran parte de la provincia: Ranchos, Matanzas, Pergamino, Rojas, Baradero, Lobos, El Azul, Las Flores, Chascomús, Dolores, el Tuyú, Tapalqué y muchos otros partidos nos vieron pasar cubiertos de tierra o barro, a la cola de un arreo. Conocíamos las estancias de Roca, Anchorena, Paz, Ocampo, Urquiza, los campos de La Barrancosa, Las Víboras, el Flamenco, el Tordillo, en que ocasionalmente trabajamos, ocupando los intervalos de nuestro oficio”. Pero más allá de demarcar tierra y nombres de prosapia (Roca, nótese, aparece aquí), el campo es un universo cerrado sobre sí mismo que genera meditaciones profundas y también despierta fantasías de bosque encantado. Ese fue en verdad el gran mérito estético de la novela de Güiraldes: una paleta flaubertiana sobre el verde infinito, hasta donde la vista se pierde. Un campo que se afirma en su inmovilidad y firmeza sólo alterada por los terrenos cenagosos que quedan cerca del mar, pantanos y cangrejales, mala experiencia para estos reseros de tierra firme. Y más allá de este logro estético, el “mérito” quizá no buscado, o impensado: condensar el país en la pampa, centrar la riqueza, el ideal y el sentido utópico en ese paraíso de vacas y caballos en libertad.
Güiraldes sólo quiso realizarse como escritor; Don Segundo Sombra fue su cumbre y final. No quiso hacerse estanciero porque lo era de siempre. Después de terminar de hacerse escritor –entretejiendo con el campo la realización de su utopía individual– murió. Apenas un año después de su consagración, en 1927. Su epitafio cita la última línea de su novela Raucho y lo devuelve a la madre, la cuna y la estirpe. Yace ahí, “crucificado de calma sobre su tierra de siempre”.
Si por estos días de crispación y pechos inflamados alguien hubiera leído ciertos párrafos de Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la pampa, probablemente habrían sonado las cacerolas al pie del fogón.
“El que mira la pampa sólo contempla una cosa inmensa que está quieta debajo de las otras: la tierra. Todo aquello que se mueve, acciona, pasa, es inseguro (...) En el alma del chacarero inclinada a la rutina, a la perpetuación del presente, a la inmovilidad, produce una cantidad de ideas parasitarias que en el transcurrir del tiempo, con sus formas místicas de fatalismo y el perecimiento llegan a embargarlo inutilizándolo para toda concepción dinámica, atrevida, emprendedora, viajera”. Y así, del chacarero pasa al campesino, al jornalero, al terrateniente, al “hombre de campo” todo. A ellos, “nada de lo que en el país se produce le interesa más allá de sus bienes”. La “acusación” más grave que se le imputa al hombre de campo es su manera de vivir de espaldas a la modernización, su indiferencia hacia lo cívico, su inconsciencia de ser nación (a pesar de que le canten loas y le digan que ellos la hicieron). He aquí la punta de otra faceta del imaginario: el campo estancado y conservador.
En otro pasaje de Radiografía de la pampa, la visión del campo se animiza: se vuelve invasor. “El campo entra por las calles y por los terrenos con los yuyos. Los yuyos son los heraldos con los que el campo anuncia su lenta, infatigable invasión. Hay que estar cortándolos siempre y siempre crecen, hasta que por cualquier evento pueden invadir las habitaciones, que suelen ser de piso de tierra, o echar su ramita entre los ladrillos. El campo llega hasta el patio y el patio entra hasta la cama”.
Quien en verdad se llegó hasta el campo fue el Estado, más específicamente el Estado peronista, así que unos cuantos años después de Radiografía de la pampa, Martínez Estrada dio a conocer unos vigorosos relatos como “Cosecha” y “Viudez” donde el modelo literario de Benito Lynch –el campo escenario de un mal esencial, el trabajo siempre superado por la naturaleza– se complementa con un cambio notable de visión respecto del hombre de campo. “Era una lucha a muerte entre las autoridades, los facinerosos y desocupados, los saboteadores y cuatreros de ovejas por una parte y por la otra la gente honrada, los chacareros”.
Entre Radiografía de la pampa y estos relatos agrupados en Tres cuentos sin amor (1956), Martínez Estrada llegó a consolidar su aporte al imaginario del campo. Los seres humanos son juguetes del destino, una entidad inacabada recortada contra el escenario de la tierra interminable. La defensa de esos seres primitivos se hace necesaria cuando la política entra en el campo, así como los yuyos amenazaban entrar en la casa o el desierto en la ciudad.
Con el paso de los años, la literatura fue abandonando el campo por muy diversos motivos, literarios y extraliterarios. Cuando un escritor, de Sara Gallardo a Miguel Briante, volvía al territorio de la pampa húmeda, sus grandes distancias, sus pueblos y paisanos, sus silencios y metáforas, invariablemente llamaría la atención en el contexto de una literatura altamente urbanizada. Mientras que el campo simbólico empezaba a cerrar su imaginario esencialista, de tierra verdadera sobre la imagen congelada de los clásicos escolarizados, el campo paradójicamente se nos iría volviendo un producto exótico.
Uno de los últimos intentos por confrontar el campo puro a la ciudad del pecado fue una novela de temática “económica” publicada en 1980, en plena quiebra de bancos y entidades financieras bajo la dictadura militar. Es curioso, en principio, que el campo aparezca en un contexto donde el mal financiero se ha hecho carne en plena city. Pero hay que entender que Escándalo bancario de Silvina Bullrich (novela mucho más ambiciosa que lo que su formato de best seller de entretenimiento dejara entrever en su momento) se podría inscribir en esa monomanía sociológica que dos por tres ataca a la literatura nacional: alguien pretende explicar los mecanismos que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad, entendidos éstos como una maquinaria secreta que funciona en y corroe a, las entrañas argentinas. Y en esta ocasión, Bullrich armó un cocktail tan explosivo que casi quedó al borde del descubrimiento de esa certeza oculta, no revelada aún a cien años del comienzo de la Nación moderna y a noventa del primer estallido del modelo que amalgamaba en rueda loca exportación y especulación.
Silvina Bullrich eligió “los pagos de Dolores” (que no son otros que los de Los caranchos de La Florida) para situar una estancia llamada La Retraída. En su novela, las nuevas generaciones de una familia de mafiosos sicilianos, los jóvenes advenedizos o “cachorros voraces”, se cansan de tener toda la plata y nada de su brillo. Van a colegios ingleses pero los desprecian por ser hijos de pizzeros (la cadena de pizzerías que hace de fachada de sus negocios en Argentina). Construyen un banco moderno que capta a todos los snobs de Recoleta, pero Aldo, el muchacho idealista de la familia, insiste para que inviertan en el campo. Como el joven Fabio de Don Segundo Sombra, es aprendiz de gaucho y estanciero a la vez. Por un tiempo, la utopía del campo como moderador y conciliador de clases funciona. Pero la rueda financiera lleva a la quiebra al banco y finalmente el campo también sucumbe, situación escenificada en la terrible inundación que todo lo arrasa. La estancia, en última instancia, es confiscada. Bullrich traza –trazo grueso y efectivo como siempre en su caso– un arco posible donde hijos de inmigrantes advenedizos, dueños de la tierra y burgueses enriquecidos por la bicicleta financiera llevan al extremo un modelo de sociedad que revienta como ya había sucedido con la crisis de 1890, indudable espejo de esta ficción. En el trasfondo, los militares que habían dado la voz de aura con la Conquista del Desierto, son los conductores de esa alianza social que se dirige a su hecatombe.
Quizá Bullrich no quiso ir tan lejos en su visión apocalíptica, o creyó que tan sólo agregaba condimento al best seller. Pero a lo que no pudo sustraerse ese mismo año, 1980, cuando en noviembre publicó sus Memorias, fue a revelar el fondo autobiográfico de una parte del libro.
Como Roca, Bullrich quiso cumplir su sueño del campo propio, y en parte lo hizo en los años ‘50. En las Memorias lo cuenta así: “Vendí unos departamentos ocupados y compré un campito en Oliden, cerca de La Plata, a ochenta y tantos kilómetros de Buenos Aires, sobre el camino Costa Sur, justo sobre el camino. Quería instalar un tambo y como me faltaba dinero hasta para comprar baldes lo llamé La Guapeada. ¡Y fue una linda guapeada! Yo corría a los bancos, obtenía créditos, iba a los remates de hacienda, buscaba colaboradores; Charlie Videla me consiguió unos tamberos holandeses y durante un tiempo todo marchó viento en popa”.
Bullrich confiesa además que “en el fondo de mi ser siempre quise vivir en el campo. La ciudad es para jóvenes ambiciosos, el campo es para todo el mundo; los chicos y los viejos son felices en medio de la naturaleza, los adultos trabajan de común acuerdo con sus peones, hasta diré que con sus espigas y con su ganado. Hay una armonía que muere en el asfalto”.
El imaginario del campo –naturaleza, esencia, armonía y paz– llegó a captar la mente y el corazón de presidentes, militares, extranjeros y escritores entre otros argentinos. Pero al parecer viviremos condenados a desear imaginariamente un campo que siempre se desplaza un paso más allá... más allá del horizonte. Pura nostalgia de un país que quizá fue, que quizá fue bueno para muchos o para pocos. O que quizá nunca existió.
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